Jorge Javier Romero Vadillo
07/04/2022 - 12:04 am
Otra vez, la Presidencia contra los plurinominales
El tema de la integración del Congreso forma parte del litigio entre ejecutivo y legislativo consustancial al arreglo presidencialista del que nuestra trayectoria institucional es dependiente.
El Presidente de la República, entre sus muchos latiguillos verbales, tiene uno que le suele llenar la boca: “no somos iguales”. Sin embargo, a la hora de ejercer el poder y de proponer reformas, tanto su forma como su fondo suelen ser muy parecidos a los de sus antecesores, sobre todo a la de los buenos viejos tiempos de la época clásica del PRI, pero también a los de sus detestados Salinas, Calderón o Peña.
De los dos ejes anunciados por López Obrador como base de su reforma electoral, la eliminación de la representación proporcional y la elección por voto ciudadano de los consejeros electorales, el primero ha sido recurrente en las propuestas presidenciales de sus dos predecesores, mientras que la otra es un despropósito demagógico sin pies ni cabeza. Tengo la certeza de que ni uno ni otro serán aprobados por el Constituyente permanente, pero la reiteración de la propuesta de reducir la representatividad del Congreso merece ser comentada, porque está en el centro de la reflexión sobre el arreglo institucional deseable para el país.
El tema de la integración del Congreso forma parte del litigio entre ejecutivo y legislativo consustancial al arreglo presidencialista del que nuestra trayectoria institucional es dependiente. Desde que en 1824 México copió el diseño político de los Estados Unidos, la relación entre el Legislativo y el Ejecutivo ha sido uno de los puntos conflictivos recurrentes que han conducido a los repetidos fracasos constitucionales y a las sucesivas suplantaciones de la institucionalidad formal por conjuntos abigarrados de reglas formales e informales con las cuales se simulaba el cumplimiento de la Constitución.
Los frecuentes conflictos entre legislativo y ejecutivo condujeron una y otra vez a la subordinación de la representación popular legislativa al Presidente de la República, a la encarnación de la voluntad general, por vías “meta–constitucionales” para usar el neologismo creado por Jorge Carpizo. La búsqueda de un legislativo homogéneo subordinado a la Presidencia de la República estuvo detrás de la institucionalización del fraude electoral en tiempos de Juárez, de las candidaturas oficiales al Congreso decididas por Porfirio Díaz, de la eliminación de la reelección continua de diputados y senadores en los momentos fundacionales del régimen del PRI y de la combinación de todas ellas durante su época clásica.
La justificación reiterada fue la gobernación eficaz. De ahí que se buscaran mecanismos para garantizar la disciplina del Ejecutivo al Legislativo para que el Presidente pudiera modificar al gusto el marco normativo y no tuviera ninguna necesidad de rendir cuentas ante una representación hostil, que le restara discrecionalidad a su manejo presupuestario. Ese fue el caminó que construyó la unanimidad legislativa del autoritarismo.
Fue el lento avance de la representación plural un elemento crucial en el deterioro de la democracia simulada, cuasi plebiscitaria, que enmascaraba al control autoritario de los años de la grisura priísta y de la leal oposición. Primero se le abrieron resquicios a la expresión plural de puntos de vista sobre las políticas presidenciales, aunque con reverberación limitada a las paredes de la Cámara de Diputados, pero poco a poco, la posibilidad de acceder a escaños en el Congreso estimuló la existencia de partidos políticos diversos y propició la escisión del PRI en 1988.
La pluralidad fortaleció al Congreso y le fue restando capacidad arbitraria al Presidente. Primero, en 1988, perdió Salinas la mayoría de dos tercios en la Cámara de Diputados y tuvo que pactar una coalición con el PAN. Después, Zedillo ya no tuvo la mayoría simple para hacer cambios a las leyes ordinarias, después de la elección intermedia de 1997. A partir de entonces, la presidencia quedó acotada y se abrió paso a nuevos mecanismos de articulación de coaliciones para aprobar presupuestos y leyes con el aval de más de un partido. El Estado mexicano estaba dejando de ser un monopolio para convertirse en un espacio de coaliciones, lo que idealmente debió conducirnos a un arreglo político más inclusivo, con certidumbres de largo plazo y mayor estabilidad constitucional. Sin embargo, los problemas de gobernabilidad del arreglo presidencial y la falta de lealtad con el nuevo arreglo acabaron por contribuir al surgimiento de un nuevo hombre fuerte.
La pluralidad legislativa no le ha resultado cómoda a ningún presidente del siglo XXI mexicano. Uno tras otro, han querido recortarla, han pretendido reducir o eliminar la representación proporcional o han pretendido crear cláusulas de sobrerrepresentación aún más abusivas que la que ahora existe, del ocho por ciento, aun cuando el diseño mexicano tiene un fuerte sesgo mayoritario apenas atemperado por los doscientos escaños de elección proporcional. Retruécanos legislativos para debilitar a la expresión diversa de una sociedad imposible de ser representada por uno o dos partidos. Tanto Calderón como Peña Nieto plantearon reformas que, afortunadamente se enfrentaron a la oposición de quienes ahora están en el poder, pero en México ha sido frecuente que los políticos siempre son demócratas en la oposición, pero lo son mucho menos cuando llegan al gobierno.
Lo que pretende López Obrador con su pretendida reforma es volver a los tiempos en los que el Presidente de la República controlaba arbitrariamente la agenda constitucional y decidía el gasto de manera discrecional para mantener la aquiescencia clientelista y corporativa. Añora los tiempos del clientelismo de Estado y de los Presidentes que aspiraban a dejar su huella indeleble en la Constitución, aunque muchas veces el legado durara poco más que su propio gobierno. Cree que con ello podrá garantizar la hegemonía de su malavenida coalición más allá de la duración de su Presidencia, a menos que imagine una legislatura como la de 1927, que vote por su regreso triunfal como aquella hizo con Obregón.
Solo una oposición suicida aprobaría un despropósito de esa magnitud. De ocurrir, estaríamos en un momento similar al de Italia en 1926, cuando la oposición le abrió paso a las reformas electorales de Mussolini, que enterraron a la democracia italiana primigenia y sentaron las bases de la dictadura fascista. Sé que la comparación causa escozor entre los partidarios de López Obrado, pero la proporción de la claudicación sería equivalente. Si en México existe todavía alguna esperanza de consolidación de una democracia constitucional, la reforma electoral de López Obrador debe quedar en proyecto, como ocurrió con las intentonas de sus predecesores.
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