[Quinta parte]
Desde hace al menos 20 años que no hay un asesinato en Oberndorf, Alemania. La vida es tan tranquila que sería impensable que un policía cargara armas pesadas, o fusiles de asalto.
Pero las armas de Oberndorf están en todas las regiones más dolidas del mundo: desde Afganistán o Paquistán, hasta México, a donde llegaron de manera ilegal, incluso a entidades expresamente prohibidas.
Esta es la historia de Clara, la madre de Érika, asesinada en Tlatlaya. O es la historia de dos pueblos que viven con las armas de Heckler and Koch en la cabecera: uno porque las produce, y otro porque enfrenta sus consecuencias.
ARCELIA V
Ciudad de México, 4 de enero (SinEmbargo).- Desde febrero de 2014, Clara notó las súbitas escapadas de su hija Érika.
Hacia la tercera semana de junio, la muchacha simplemente se esfumó. Todas las angustias le cayeron encima a Clara y todos los chismes persiguieron a la niña de 15 años de edad.
La mujer buscó apoyo en Omar, padre de la muchacha.
—Oyes, pues tú estás a cargo de la niña, ¿dónde está la niña? —la reprendió el hombre.
Ella fue en busca de la niña y, sin decir nada al padre, obtuvo un número de teléfono celular e insistió.
A las tres de las tarde del 29 de junio, la mujer recibió la llamada esperada en su teléfono celular.
—¿Dónde estás? —preguntó Clara a Érika.
—Vengo de Palmar y vamos hacia San Pedro —respondió la jovencita.
—¿Qué estás haciendo ahí? —regañó Clara, una maestra del Consejo Nacional de Fomento Educativo, institución de gobierno dedicada a llevar escuela las comunidades más alejadas del país.
—Nada.
—Quiero hablar contigo. Yo voy por ti —quiso exigir o suplicar Clara, pero la niña terminó la llamada.
Movida por un mal presentimiento, dirá ella misma en una futura declaración ministerial, Clara toma un camión de Arcelia, Guerrero, hacia el vecino pueblo de San Pedro Limón, ya en el Estado de México. En auto se cubre la distancia en 35 minutos, pero en transporte público se ocupa casi una hora.
Desciende del ruletero, justo frente a una clínica, a las ocho y media de la noche. La mujer busca asiento en la calle, sin idea de qué dirección tomar para buscar a Érika.
Una hora después de morderse las uñas, observa una camioneta Ford Ranger color gris con doble cabina. Reconoce a su hija adentro del vehículo y este frena. La niña baja.
—Vámonos a la casa. Te voy a meter a un internado —intenta ordenar la madre.
Tras 15 minutos de discusión, un hombre joven abandona la camioneta y se acerca.
—No tienen mucho tiempo para hablar —dice el muchacho con tono fastidiado y un fusil consigo—. Suban a la camioneta —ordena.
Clara obedece. En la parte delantera de la Ford, junto a Érika, se sientan dos jóvenes; en el asiento trasero quedan la maestra y otro tipo, y, en la batea, se acomodan dos sujetos más. Todos los hombres lucen armados.
Arrancan el motor y abandonan el pueblo. Bajo la opacidad de la luna nueva, se internan en un camino con el asfalto deteriorado. Reducen la velocidad al acercarse a una bodega. Son las diez y media de la noche. El edificio tiene un frente de casi 20 metros de largo por 19.80 metros de fondo. La entrada, sin puerta, mide 11.60 metros de ancho y está flanqueada por dos cuartos sin ventanas. El techo es una estructura cóncava de lámina.
—Aquí no se permiten mujeres —reclama otro hombre apenas se acerca.
—Yo vine por mi hija —habla Clara. —Me la tengo que llevar, porque es menor de edad.
Por respuesta, el sicario toma su teléfono celular y le extrae la tarjeta.
—Te lo quito, porque nos vas a echar al gobierno.
—No… Yo sólo quiero llevarme a mi hija. No quiero problemas.
—No te voy a dejar ir.
La construcción está en obra negra y el piso es de tierra suelta y grava en el centro. El sicario ordena a Clara arrellanarse sobre unos tabiques apilados al fondo e izquierda del sitio. En la penumbra, por aquí y por allá, surgen voces y, en el fondo, se escucha música de banda.
Adentro del lugar, además de la camioneta en que llegaron, había dos más, ambas blancas y de doble cabina.
Hay 25 personas en la bodega, todas con vida.
OBERNDORF AM NECKAR III
Bernardette Müller es una mujer en sus cincuentas que ha pasado los últimos 20 años de su vida como empleada municipal de Oberndorf.
Müller es la encargada de la hemeroteca, un par de oficinas junto al museo de sitio de la ciudad y de otra colección más ambiciosa: la que narra en un centenar de armas la historia armamentística de Oberndorf.
En el centro de la exposición se observan dos sistemas antiaéreo de cuatro y cinco cañones utilizados por la artillería nazi para derribar los aviones de combate de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial.
Antes, se pueden ver los desarrollos de Máuser por trascender el revólver y los rifles convencionales hacia las armas automáticas y semiautomáticas que ahora están presentes en todas las guerras y en la mayoría de los asesinatos cometidos por la delincuencia organizada y la delincuencia común en el mundo.
Dentro de enormes vitrinas se observan los rifles G-3 de Heckler and Koch y su evolución en el HK G-36, con su media docena de variantes. En otro aparador queda a la vista la pistola P7 y, en otros armarios, otra de las armas insignia de Oberndorf, la subametralladora MP-5, cuyo orgullo llega hasta el rumor no desmentido de que fue con una de esas armas que asesinaron a Osama Bin Laden en Pakistán.
— ¿Cuándo ocurrió el último asesinato en Oberndorf? —pregunto a Bernardette, claramente incómoda con la vista.
Desconocida en México, esta ciudad y su principal fuente de empleo, Heckler and Koch, han sido denunciadas por los medios alemanes desde 2010, cuando aparecieron indicios de que fusiles HK G-36 terminaron en manos de policías mexicanas en los estados de Chiapas, Jalisco, Chihuahua y Guerrero, a donde expresamente no debían llegar.
—Fue… fue… No ha habido un asesinato en los últimos 20 años, no desde que yo trabajo aquí —titubea. — ¿Y para qué quiere saber usted eso?
— ¿Hay alguien que lo sepa por aquí?
La mujer sale un par de minutos y vuelve con un hombre que pasa los 70.
— ¿En qué le puedo ayudar? —pregunta con amabilidad, pero con más escrutinio.
— ¿Cuántos homicidios han ocurrido en los últimos años? —insisto.
—En Stuttgart, habría que ver en Stuttgart… —el hombre se refiere a la capital de Baden-Württemberg, estado al que pertenece Rottweil, distrito al que pertenece Oberndorf, un pueblo de 13 mil 500 habitantes enclavado en un valle entre la Selva Negra y la Jura de Suabia.
Decir selva y que sea negra es un simple decir. En octubre, el espeso bosque al sur de Alemania, es una explosión de tonos rojos, dorados, amarillos y morados. La vid salvaje es tan roja como el vino y las manzanas maduras caen de los manzanos alrededor del pueblo a donde llegan jabalíes salvajes y radioactivos, animales genéticamente contaminados por la explosión nuclear de Chérnobil.
Pocos minutos atrás, los alumnos de una escuela primaria —que atiende a muchachos de edades propias de educación secundaria en México— en el centro de Oberndorf salieron a su recreo vespertino. El plantel no tiene un patio por sí mismo, sino que sus alumnos utilizan la plazuela adyacente.
No hay bardas rematadas con alambre de púas o de botellas rotas.
Los negocios de alrededor, pequeños cafés, alguna tienda de ropa, una peluquería, una papelería que funciona como oficina postal y un pequeño despacho de diseño de interiores mantienen sus vitrinas a la vista de día y de noche.
En algún momento cercano a la medianoche, la ciudad apaga su alumbrado público para ahorrar energía eléctrica. La única instalación con cámaras de vigilancia una barda con más de dos metros de altura es la fábrica de H&K.
En el pueblo del HK G-3, no existe un solo fusil HK G-3 fuera de la fábrica y del museo. Tampoco hay uno sólo en tareas de seguridad pública entre Berlín y Stuttgart. Ni entre Stuttgart y Oberndorff.
En Alemania, la idea de un ejército armado haciendo las veces de policía civil es, simplemente, inconcebible. La situación cambió a partir del 13 de noviembre de 2015 tras los atentados el Estado Islámico en París. Meses atrás, el grupo terrorista difundió imágenes de una tienda de armas en Mosul en que se mostraba un rifle G-3 de Heckler and Koch.
Al otro lado el Océano Atlántico, entre Chilpancingo, capital de Guerrero, y Arcelia, pasando por Iguala, existen al menos 10 puntos de revisión militares, todos abastecidos con fusiles HK G-3, subametralladoras MP-5, pistolas P7 y uno que otro rifle Xicuatl.
Los tres municipios se han sufrido el abuso de esas armas por parte de fuerzas. Armas de HK estuvieron involucradas en la muerte de dos estudiantes de Ayotzinapa el 11 de diciembre de 2011, en Chilpancingo; en el asesinato de seis personas y la desaparición de 43 normalistas de la misma escuela, en Iguala, el 26 y 27 de septiembre de 2014, y varios de los ejecutados por parte del Ejército en Tlatlaya eran vecinos de Arcelia, incluida la niña Érika Gómez.
Si aquí, en Oberndorf existen patrullas de la policía, estas deben ser pocas y poco ocupadas. En tres días no vi ninguna y, si me encontré con policías, fue porque entré a la comisaría donde había dos hombres sin un gesto en la cara.
—No, me refiero a los asesinatos ocurridos en Oberndorf —insisto con el hombre.
—Necesito hacer unas llamadas —repone, da media vuelta y desaparece en dirección de algún escritorio con teléfono. Si se intenta establecer otra diferencia con los municipios mexicanos, se deberá decir subrayar la sobriedad de las oficinas de gobierno a favor de los edificios públicos alemanes.
—¿Me podría prestar los ejemplares de julio y agosto de 2014? —solicito a Bernardette Müller.
La mujer vuelve con un grueso tomo de ejemplares encuadernados del diario local Schwarzwaelder-Bote, un rotativo de tamaño estándar con cabezal de letras góticas y fondo verde.
Hoja tras hoja, se observa la vida de Oberndorf: el equipo de judo, el conjunto de natación, muchos niños con diplomas, la nueva empleada de las oficinas de gobierno, el encuentro de un vecino con un zorro, una exposición de arte por llegar, esa exposición de arte que ya llegó, la misma exposición de arte que ya se fue, nuevamente los nadadores, ¡otro zorro!… Cada habitante del pueblo debe pasar por las páginas del Schwarzwaelder-Bote varias veces al año.
Sería tan raro ver en este diario una fotografía con sangre como extraordinario sería ver el ejemplar de un periódico con circulación en Tlatlaya o Arcelia sin una página entera, muy posiblemente la portada, escurriendo rojo.
Las noticias que hablan de la muerte suelen llegar de lugares lejanos, en verdad lejanos de todas las maneras posibles: accidentes de trenes en India, atentados terroristas en África, masacres en América Latina.
México es, en la impresión de la gente que acepta hablar del país, un lugar con muchos días hermosos y llenos de sol y un gobierno corrupto y salvaje.
Pero no dicen o no saben mucho más.
En Oberndorf nunca se ha publicado la palabra Tlatlaya. Sí, tres veces en el Schwarzwaelder-Bote, la palabra Ayotzinapa, pero nunca a propósito con Heckler and Koch, relación que estableció el periodista berlinés Wolf-Dieter Vogel.
—¿Piensa usted fotografiar todas las páginas de todos los periódicos? —apura Bernardette a la vez que el hombre mayor aparece.
—Bien. Hablé con algunas personas y lo más preciso que le puedo decir es que el último asesinato en Oberndorf ocurrió en la década de los sesentas. No ha sido posible precisar en este momento la fecha precisa del asesinato.
—Somos muy pacíficos —complementa Bernardette —y aquí cerramos a las seis y son las seis.
***
En México se reconocen 35 ejecuciones diarias asociadas al crimen organizado. El 9 de enero de 2012, el país sufrió uno de sus peores días en el periodo de la guerra contra el narcotráfico, cuando se contabilizaron 53 ejecuciones en diversos hechos.
Entre el 22 y el 23 de agosto de 2010, en el municipio de San Fernando, Tamaulipas, fueron ejecutados 72 migrantes en un solo evento.
En tanto, pacifistas del sur de Alemania calculan que las armas de H&K matan a 114 personas cada día en promedio en todo el mundo.
Los activistas estiman que existen entre 7 millones y 20 millones de fusiles HK G-3 repartidos en todo el mundo. En el contexto de la Guerra Fría, el rifle fabricado en este pintoresco pueblo sólo es menos popular en el mundo el AK-47 ruso.
“Cada 14 minutos se dispara contra un hombre con una bala procedente de un arma de Heckler & Koch”, ha dicho Ulrich Pfaff, un pacifista y teólogo luterano de la región cuyo padre trabajó en la fábrica de Mauser.
Desde 1979, H&K ha vendido al Ejército mexicano la licencia de producción del fusil G-3, por lo que en México esta carabina ha estado presente desde la Guerra Sucia hasta la guerra contra el narcotráfico.
Y, desde 1990, el Ejército mexicano ha recibido 128 recomendaciones emitidas por la CNDH por graves violaciones a las garantías individuales. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y actos de tortura han sido perpetrados por efectivos militares desde Tabasco hasta Baja California y, entre víctimas y victimarios han quedado unas siglas: H&K.
TLATLAYA V
Silencio. El tiroteo ha cesado.
—¡Nos rendimos! —proponen desde la bodega.
Tras cuatro o cinco minutos de calma, Clara corre y ocupa el asiento dentro de la camioneta blanca.
El teniente de Infantería responsable de la patrulla, Ezequiel Rodríguez Martínez, ordena el ingreso al sitio. Un tubo de luz entra al bodegón y evidencia volutas de polvo. En el contraluz de la lámpara, surgen las siluetas del sargento Roberto Acevedo López y los soldados de infantería Fernando Quintero Millán y Leobardo Hernández Leónides.
Clara escucha golpes sobre un cuerpo y gritos del lado izquierdo de la primera camioneta.
A los vivos los alinean con las espaldas hacia la pared y los fusilan. A los heridos, los sacrifican en el mismo suelo.
—¿No que muy machitos, hijos de su puta madre? —se anuncian los militares.
Un soldado sostiene la luz contra las pupilas súbitamente contraídas de Cynthia, Patricia y los dos jóvenes.
—¿Están armados? —averigua un militar.
—No… estamos amarrados.
—¿Tienen armas?
—No… estamos amarrados.
Uno de los tres hombres camina hacia el centro del bodegón.
—Este, ni porque tiene la mano desmadrada se dio por vencido —grita el tercer hombre a unos metros. —Dispárenle a todo el que se mueva… —ordena.
—¿Qué estás haciendo ahí? —suelta el uniformado al descubrir a Clara.
Ella intenta explicar algo, hablar de su niña, pero el militar no le permite hablar y le exige que salga del auto.
—¡Mi’ja! ¡Mi’ja! —gime Clara y corre en círculos, despavorida, como hacen las gallinas descabezadas. El hombre de armas la toma del brazo y la lleva a sentarse sobre uno tabiques. La maestra nota la presencia de otras dos mujeres y dos hombres jóvenes con las manos atadas detrás de la espalda. —¡Es que… mi’ja! —suplica Clara, incontenible.
Habla Omar Guzmán Pineda, el padre de Érika:
“Clara menciona que cuando escuchó los gritos y los disparos, corrió a ver a la niña y la encontró tirada bocabajo, viva. La quiso agarrar, pero aquellos no la dejaron.
—¡Déjala, hija de la chingada!
—¡Es mi hija!
—¡Pues deja que se la cargue la chingada!
“Fue cuando uno de ellos la levanta y la volteó y la arrastra. La toma de la blusa, una playera negra y la voltea. En las fotografías se ve cómo está arrastrada, raspada desde el pecho hasta los tobillos. En la autopsia encuentran dos balazos, precisamente de G-3, uno que le voló la rodilla derecha y otro que la atravesó por los costados.
“Luego de esos dos balazos, ella permanece viva, pero le encuentran nueve balazos de arma corta en el pecho que se los dan frente a la mamá después de que la voltean, viva”.
El uniformado vuelve con Clara y la sienta otra vez sobre el tabique. Desata a Cynthia y Patricia. Clara posee una posición privilegiada: observa una caseta interior al edificio a donde han llevado a los supuestos sicarios rendidos. Escucha un breve interrogatorio en que el Ejército mexicano averigua edad, lugar origen y apodo de los detenidos.
En la escena, según la testigo, están presentes al menos cuatro y no tres soldados como luego dirá el Ejército cuando se vea obligado a dar explicaciones.
***
[“Inmediatamente, los militares metieron a las personas que se habían rendido”, habla Patricia y aquí es necesario hacer un apunte: las fiscalías civil y militar han presentado cargos por homicidio calificado contra tres de los siete soldados procesados —el octavo, hombre herido, está libre—, pero las declaraciones de las sobrevivientes hacen que los números de efectivos involucrados directamente en las ejecuciones no cuadren. “También escuché disparos del otro lado de la bodega”].
Los dedos de los soldados vibran a milímetros de los gatillos de los cuernos de chivo y las AR-15, armas impropias para los guachos¸ que en correcto español significa cría sin madre, pero que aquí se refiere, quizá por la experiencia, a quien es soldado, tal vez por la costumbre de dar como sinónimos a los desalmados con los de poca madre.
Los militares forman a los hombres que se han rendido al lado izquierdo de la bodega.
—¿No irá a rebotar? —duda uno.
—No, no hay problema —resuelve otro.
Uno de los soldados vuelve con el grupo de tres mujeres y dos hombres.
—¿Trabajas para la Familia Michoacana?
—…
—Agachen la cara, no volteen.
¡Pum! El primer disparo se escucha como una barda cayendo contra el suelo dentro de la cabeza de quienes escuchan.
—¿Trabajas para la Familia Michoacana?
—…
—¿No que muy cabrones? —reta un soldado a los desarmados.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!… Disparan al pecho y al abdomen.
El primero en pasar por las armas es Miguel Ángel Rodríguez Viviano, un chavalo de 17 años originario de Ajuchitán del Progreso, Guerrero. Los detalles personales se concen porque su madre asentirá con la cabeza cuando le presenten el cuerpo del muchacho sobre una plancha y los ojos cerrados y el cuerpo remendado desde el pubis hasta el cuello. Y que es el primero se entiende porque así resultará del cruce de las declaraciones de las sobrevivientes con los estudios de criminalística de campo. Por eso será identificado como “cadáver uno”.
Miguel es moreno, delgado y alcanza los 1.58 metros de estatura. Lleva el pelo cortísimo y teñido de rojo. Su frente es chica, sus cejas pobladas, sus ojos cafés, la nariz es recta y es tan lampiño como un trozo de madera. Viste playera rosa estampada con la leyenda “Aeropostal Clasic”, pantalón de mezclilla gris, cinturón de tela con hebilla metálica y botines beige de agujeta. Uno de los soldados levanta el cañón de una AR-15 con la matrícula borrada. Le pega cinco tiros y todos lo atraviesan.
—¿Trabajas para la Familia Michoacana?
—…
—¿No que muchos huevos, hijos de su puta madre? —ruge un sardo.
Sigue Álvaro Palacios González —cadáver dos para los peritos o víctima dos para la Comisión Nacional de los Derechos Humanos—. Nació hace 20 años en San Miguel Totolapan, Guerrero. Lleva barba y bigotes y usa zapatos negros de vestir marca “Pachecos”. De su cuello cuelga una cadena con un dije color café con la imagen de la Santa Muerte. Muere de seis balazos.
Tomás Domínguez Flores, de 17 años y de Tlalchapa, Guerrero, muere de cinco impactos disparados con la misma AR-15 de matrícula borrada que se acomodará debajo del “cadáver 10” o Ricardo Mendiola Hilario, como su madre lo reconocería en la morgue junto a su otro hijo, Aniceto, muerto en la misma madrugada mexiquense.
Otra AR-15 sirve para acribillar a Jesús Jaime Adame o “cadáver 18”. Para ultimar a Jorge Andrés González Olarte o “cadáver 17” se utiliza el AK-47 sembrada a Francisco Armenia González o “cadáver nueve”.
En la bodega de San Pedro Limón no quedará hombre o niña muertos sin arma “de alto poder” al lado.
—¿No que muy cabrones?
José López Santos, de Arcelia, apenas ha alcanzado la mayoría de edad. Luego de asesinarlo de cuatro balazos lo arrastrarán lejos de la pila que su cadáver, el cuatro para efectos técnicos, forma con los despojos de sus amigos. Será fotografiado junto a un cuerno de chivo.
—¿Trabajas para la Familia Michoacana?
—…
—¡Aguanten la verga! —en los insultos de los asesinos existe un rastro de diálogo con sus víctimas. Si las súplicas de los muchachos no quedaron registradas, del miedo sí quedó constancia en los cuerpos: los balazos en las palmas de las manos y en los antebrazos serán explicados por expertos como las “maniobras defensivas” de unos muchachos pidiendo a la muerte que se detuviera.
Marcos Salgado Burgo, el “cadáver cinco” y 20 años de edad, ocupó una mayor descarga: ocho disparos. Luego del montaje militar, Marcos yacerá bocarriba con su lágrima tatuada sobre la mejilla derecha, la palabra “MOTA” en el brazo derecho y, en el izquierdo, la Santa Muerte a cuyos pies se hizo escribir con tinta eterna “Mi Protectora”.
***
El muro derecho, hacia el sur, de la bodega también es patíbulo. Contra los ladrillos de ese lado pierden la vida de la misma manera Jorge Andrés González Olarte, “cadáver 17”; Jesús Jaimes Adame, “cadáver 18”, y Ricardo Sarabia Guzmán, “cadáver 19”.
La siguiente es letra de la Procuraduría General de la República:
“Se advierte de manera contundente, que los hoy inculpados Roberto Acevedo López, Fernando Quintero Millán y Leobardo Hernández Leónides, modificaron y alteraron el lugar de los hechos (…) además utilizaron armas de fuego de los propios pasivos para privar de la vida a otros tantos, colocando las armas utilizadas posteriormente en cadáveres donde fueron “encontradas” por el Ministerio Público que realizó el levantamiento de los cuerpos, lo que implica la alteración de vestigios del hecho delictivo”.
En varios de los cuerpos se descubrirán raspones en las piernas, las nalgas, la espalda, los brazos, la cabeza: tallones en la piel por el arrastre de los cuerpos en calidad de bultos sobre la grava gruesa que cubre el piso del almacén.
Los peritos de la Procuraduría General de la República determinarán:
“Válidamente se puede concluir que las personas que los militares colocaron cerca de la pared izquierda de la bodega de referencia, a quienes les dispararon momentos después, quedaron uno sobre de otro, posición que fue diferente a la que encontró el agente del ministerio público del fuero común que previno”.
Por eso adquiere relevancia lo antes resuelto por la dependencia a cargo del Gobernador Eruviel Ávila:
“Por las observaciones realizadas en el lugar de la investigación, se determina que este fue preservado en su estado original momentos previos a nuestra intervención criminalística, lo que se corrobora ya que a nuestro arribo al lugar se encontraba resguardado por elementos del Ejército mexicano”.
Casi el silencio. Los quejidos menguan como si se bajara el volumen al radio del que salen. Silencio: Cynthia, Patricia y Clara sólo escuchan su respiración y las pisadas de los ejecutores en dirección de ellas.
Son las seis de la mañana y, en 40 minutos, saldrá el sol de verano sobre la Tierra Caliente.
Respecto de Érika, señalada por estar abrazada a uno de los supuestos gatilleros, el estudio de los peritos describirá a su cadáver solitario y con un fusil a varios centímetros. Un detalle anotado en el dictamen de su autopsia, realizada al día siguiente de su muerte, da idea del calor a mediados de año en el sur del Estado de México, pero también de las condiciones de operación de la Procuraduría mexiquense:
“Presenta signos de muerte real y no reciente en periodo de putrefacción en su fase de fetidez (…)”. Otro aspecto, este presentado como una característica particular, muestra lo que para la defensoría del pueblo es importante, más que las alteraciones de la escena en que murió violentamente una adolescente de 15 años: “Presenta vello genital rasurado”.
***
Los militares toman por los brazos a las tres mujeres y a los dos hombres antes amarrados. El grupo camina. Cuidan los pies para no pisar muertos. Patricia observa tres o cuatro ejecutados contra la pared y, antes de entrar a un cuarto interior de la bodega, distingue otros dos hombres tirados en el suelo, también cerca del muro.
Dentro del cubo, sientan primero a Clara, a su lado a Cinthya, luego a Patricia y, a la derecha de ésta, a los dos varones jóvenes. Los soldados efectúan una investigación exprés con los sobrevivientes. Algo concluyen los militares que desamarran a quienes continúan atados.
Clara dirá ante la autoridad:
“Como a las siete de la mañana —ya con luz del día—, llega una persona alta, de bigote, con uniforme diferente al de los demás militares. Se acerca a los dos muchachos y les pregunta en qué trabajaban y su edad. Les dice que lo acompañen porque les tomarán una foto. Sale esta persona de uniforme distinto y los saca [a los jóvenes]. En eso, escucho disparos provenientes de atrás de la caseta. Después de los disparos, la persona uniformada entra otra vez, pero ya sin los dos muchachos”.
[Esta doble ejecución no será descrita en las acusaciones federales. Las autoridades ministeriales y judiciales, civiles y militares, presentarán cargos por homicidio contra un sargento sargentos y dos soldados, cuyos uniformes sólo se distinguen en que el primero lleva dos cintas a manera de insignias y los otros no, aunque este es un pormenor difícil entre civiles ajenos a la milicia, además que en los trajes de campaña las distinciones son camufladas].
—Esa pinche vieja no me convence —repite uno de ellos sobre Clara.
—¡Si no quieres cooperar, yo veo que te metan 10 años a la cárcel! —la amenaza el militar de vestimenta diferente.
—¡Me violaron! —solloza Cynthia.
—Vamos a buscar al que te violó —propone un soldado y ambos salen del lugar. A unos pasos, Cynthia reconoce, inertes, a los tipos interrogados segundos atrás.
Más balazos. Patricia imagina al joven rostro de Cynthia con los ojos abiertos sin que nadie se compadezca en cerrarlos y ayudarle a descansar en paz.
Pero no, Cynthia vuelve con una cuenta en mente: en medio del matadero humano, ha observado, además de los ejecutados afuera del cuarto, ocho muertos y, del lado izquierdo del lugar, otros cinco, estos encimados como borregos antes de partir con el tablajero.
El militar responsable de transmisiones contacta con la zona militar y más personal castrense llega al sitio. Hacia las 12.30 del día, cerca de ocho horas después dela masacre, se presentan funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México y, de acuerdo con al menos uno de los testimonios, también de la delegación mexiquense de la Procuraduría General de la República.
“Un gordito que dijo que era de la PGR de Toluca, nos sacó de la caseta a una por una y nos cruzábamos la calle, en frente de la bodega y nos interrogaba”, revelará Clara y dejará abierto otro dato: personal federal habría conocido, desde el inicio de la investigación o la simulación de ésta, la escena del crimen alterada por el Ejército mexicano.
***
El Ejército y el gobierno del Estado de México mantendrán, en los días posteriores a la masacre, la versión de que los 22 muertos fallecieron durante el curso de un enfrentamiento que no existió.
Para el Centro de Derechos Humanos Agustín Prodh, eso fue una matanza premeditada en que los soldados salieron a la noche como predadores a quienes el gobierno del Estado de México, políticamente dependiente del Presidente Enrique Peña Nieto, pretendió encubrir.
Una persona cercana al caso comenta a SinEmbargo:
“Lo de Tlatlaya tiene que ver con la dinámica del crimen organizado guerrerense y michoacano, estados colindantes con el Estado de México en la zona de Tierra Caliente. De esta manera, el gobierno de Eruviel Ávila hizo suyo, en su esmero por encubrir al Ejército, un problema que a su estado le es un tanto ajeno.
“Con respecto del Ejército, vale la pena recordar las palabras del [entonces] Procurador Murillo sobre el cercano caso Ayotzinapa cuando quiso desmarcar al Ejército y dijo que los soldados no se mandan solos. Si los militares se mantienen en obediencia, ¿quién ordenó a la patrulla militar asesinar a las personas que, entendiéndolas como miembros del cártel de La Familia Michoacana, ya estaban rendidas y a merced de ser presentadas ante el Ministerio Público federal? ¿Cuál fue el móvil de la masacre? ¿A qué otra parte del crimen organizado benefició el Ejército mexicano en Tlatlaya?”.
Hasta el momento se ha consignado y dictado formal prisión a siete militares implicados en los por las probables responsabilidades penales de ejercicio indebido del servicio público, abuso de autoridad, homicidio calificado agravado, alteración ilícita del lugar y vestigios del hecho delictivo y encubrimiento.
El octavo uniformado siempre estuvo libre.
Hasta hoy se desconoce la existencia de otros procesos contra más elementos militares que acudieron luego del enfrentamiento y aseguramiento de la bodega y, que de acuerdo a testimonios asentado por la CNDH, habrían participado o al menos presenciado algunas de las ejecuciones extrajudiciales.
Tampoco existe conocimiento si se investiga o no a funcionarios de alto nivel del gobierno del mexiquense por su participación en probables actos de encubrimiento.
Por el contrario, los gobiernos federal y local resolvieron colocar en reserva la información relacionada con los hechos de Tlatlaya, ya considerados por organismos internacionales, incluida la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, como de lesa humanidad.
Esto es lo que en su defensa ha dicho el sargento segundo de Infantería Roberto Acevedo López:
“Todo de lo que me están acusando es totalmente falso. Yo repelí una agresión que nos hicieron los sicarios. Yo defendí mí vida (…) yo defendí la vida de las personas que manifestaron estar secuestradas (…) Estoy muy molesto por la acusación, porque ¿cómo es posible que se me esté acusando de homicidio calificado? pues esa gente estaba armada y traía armas del uso exclusivo del Ejército y yo sufrí una agresión.
“Yo estoy muy molesto, porque nosotros cumpliendo con nuestro deber se nos acuse de eso, ¿qué hubiera pasado si a mí me hubieran herido y yo hubiera muerto? Nadie hubiera hecho nada por mí”.
***
Repone Omar Guzmán Pineda, el padre de la niña asesinada al sargento Acevedo: “Siete soldados no pudieron matar a 21 personas en un enfrentamiento, eso es ilógico. Lo que pasó fue que los siete mataron a una o dos personas al principio, se rindieron los demás y los asesinaron a todos a sangre fría. A todos, absolutamente a todos”.
— ¿Su ex esposa refiere que los ejecutaron con las armas que tenían los asesinos o con las que ellos mismos llevaban? —pregunto a Omar.
— No, con las que llevaban las víctimas. Los asesinaron con las de ellos, porque ya no iba a ser creíble que hubieran muerto con las armas de los soldados. Después de asesinarlos los acomodaron y trataron de ponerles el arma. Tuvieron todo el tiempo del mundo para acomodarlos.
— ¿Ella vio cómo los acomodaron?
—Ella vio. Todo, todo me explicó.
— ¿Y la siembra de las armas?
—Todo, todo. Ella me explicó todo y yo le pregunté por qué a ellas nos las mataron. Me explicó que les pidieron que se amarraran y dijeran que estaban secuestradas y que ellos las habían liberado, pero que no dijeran nada más. Las golpearon, las torturaron para que dieran la versión del enfrentamiento.
— ¿Les dictaron una versión?
—Exactamente: les sembraron una versión y se las sembraron con el miedo de amenazarlas con que se pasarían 15 o 20 años en prisión si no la decían. *
Fin de la quinta parte. Sigue mañana.