En el Estado de México terminó el secuestro de grandes empresarios. Difícilmente se conoce el plagio de algún banquero o de un político. Los secuestradores del oriente del DF cambiaron objetivos: la hija del taquero, del paletero; la dueña de la papelería, el verdulero del mercado. Policías y ex policías, algunos con cada pie en un lado distinto de la Ley, explican que los secuestros ambiciosos se han vuelto inviables por los grandes dispositivos de seguridad pero, más que eso, porque los pobres no tienen la opción de denunciar por la cadena de complicidades con que operan los plagiarios. Colonias, mercados, municipios están a la buena de Dios. O ni eso.
En los siguientes días, SinEmbargo contará los pormenores del horror que es vivir en el estado del Presidente de México…
Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México, 28 de octubre (SinEmbargo).– César Martínez Molina desciende el vidrio eléctrico del auto en que repite exactamente el mismo trayecto que los secuestradores de su hermano le exigieron que hiciera cerca de la medianoche del 9 de marzo de 2013.
—Mire, ahí están los antisecuestros de la Procuraduría [General de Justicia del Estado de México, PGJEM]. Ahí mero, ese edificio verde. Fíjese… —el hombre de 53 años mantiene el suspenso durante 30 segundos y retoma la idea —y ahí, debajo de ese puente, fue que arrojaron el cuerpo de mi hermano. En la cara de la Procu es que hacen sus chingaderas. Pero, decir que es mi hermano es nomás un decir, porque ese cadáver no es el de mi hermano Javier. ¿Cómo va ser el de mi hermano, si mi hermano y yo casi éramos, somos gemelos?
César mantiene el dedo fuera de la ventanilla, dispuesto contra el Bordo Poniente. La acusación, ahora silenciosa, es una metáfora: este es el mar en que desembocan los ríos de basura de la Ciudad de México.
—¿Cómo era la voz del secuestrador, del negociador? —pregunto al hombre.
—Tranquila. Esa madrugada, yo sentía que me vigilaban, que me seguían. Me indicaban que diera vuelta, que me regresara, que agarrara nuevamente camino por Periférico Oriente con dirección a Ecatepec. Desciende la velocidad a metros del Gran Canal, cauce de aguas negras que recolecta aguas negras de una ciudad con más de 20 millones de personas y donde decenas de cadáveres, muchos de mujeres, han sido lanzados por sus asesinos.
El hombre viaja dos años atrás en el tiempo.
—Ahora te vas a bajar por la lateral y das media vuelta para que pases por debajo del puente —repite las órdenes y replica la maniobra para ingresa a un túnel.
Un grupo de personas de la calle se levanta de una sala compuesta por sillones y sofás de distintos tiempo, diseños y telas. Un colchón con todas las gamas de café se observa a un lado y dos o tres perros salen a reclamar la invasión al territorio. Las paredes están pintarrajeadas y el lodo se pudre en el piso. La carcaza de un Tsuru Nissan está casi oxidada por completo.
El lado norte del Periférico a esta altura es Xalostoc, Ecatepec, Estado de México, donde por la fecha en que César debió ir miembros de los cárteles de Guerreros Unidos y la Familia Michoacana se disputaban el territorio con ráfagas de cuerno de chivo, decapitaciones y desmembramientos. La acera sur corresponde a la colonia San Felipe, Delegación Gustavo A. Madero, desde siempre uno de los sitios más letales del Distrito Federal.
—Veía poco, porque era de madrugada. Bajé del auto y dejé el dinero, como me pidieron. Yo, ingenuo, esperaba encontrar a mi hermano aquí mismo. Pero desde el día de su secuestro, el 6 de marzo de 2013. Ni vivo ni muerto, porque ese hombre que nos entregó la Procuraduría del Estado de México no es mi hermano.
***
Javier Martínez Molina nació el 9 de noviembre del 1960 y César llegó cuatro años después, pero siempre fueron tan unidos que parecieron cuates. En las madrugadas, sobre el piso de tierra y el techo de láminas en la casa de San Marcos, un pueblo la Costa Chica de Guerrero, cada uno escuchaba el crujido de las tripas del otro.
Una madrugada de 1975, Javier se levantó antes que el sol y abrazó a César y partió a la Ciudad de México. Se detuvo en un llano de sal y basura convertido en municipio 12 años atrás con pedazos de Chimalhuacán, La Paz y Ecatepec y sobre donde, medio milenio atrás, descansó el paraíso en la Tierra, el Lago de Texcoco.
Entonces era un puñado de colonias de casitas de palos sin agua entubada, drenaje ni energía eléctrica, como algunos de los asentamientos en el Estado de México aún lo están. A fines de las décadas de los sesenta y durante los setenta, el oriente de la capital mexicana se cubrió con una gruesa capa de pobres del campo que huían del hambre.
Muchos llegaron de Oaxaca, Veracruz y Guerrero, como los 11 hermanos Martínez Molina y sus padres, Rufo y Basilia, a quienes ya enterraron en un panteón de Ciudad Neza.
Félix, el mayor de los Molina Enríquez, aprendió de un tío a reparar mofles y todos se hicieron mecánicos en mayor o menor medida y, en general, asuntos relacionados con el servicio automotriz.
César los alcanzó en 1977. Cuando llegaron, los muchachos apenas leían, sumaban, restaban, quizás multiplicaban y seguro que no dividían, pero si algo define a los hermanos Molina eso es la perseverancia y una dotación natural para los negocios.
Los muchachos trabajaban en la ciudad como en el campo: de sol a sol y de lunes a domingo. Javier terminó la primaria en Neza y consiguió un empleo como agente de ventas de aspiradoras y pulidoras. César lo siguió, pero no veía cómo eso los sacaría del hambre. Pensó en la escuela como su salvoconducto de la pobreza y concluyó la secundaria. Probó suerte en el Colegio Militar, pero quedó descartado en los últimos pasos. Ingresó a la Vocacional 8 y soñó ser ingeniero, pero pronto la alternativa quedó clara: comer o estudiar.
Volvieron a la reparación de mofles y aprendieron soldadura para la compostura de radiadores y tanques de gasolina. Abrieron dos talleres de su propiedad y se capacitaron para arreglar suspensiones.
“Nosotros sabemos lo que es no comer y si las cosas mejoraron fue paulatinamente y con nuestro esfuerzo, nuestra insistencia. El único delito que cometimos y, principalmente mi hermano, fue trabajar cada hora del día y cada día de la semana. Nosotros no tenemos fines de semana, vacaciones ni días festivos”, anota César. “Peso que se gana, peso que se invertía. Ese es el éxito: ser constante, ser responsable, ser administrador. No hay otra”.
Aún existen los dos talleres con que iniciaron, uno está en Avenida Pantitlán, cerca de donde salió César a cambiar algunos pesos por la vida de su hermano.
***
César despertó sin necesidad de despertador antes de las seis de la mañana del 6 de marzo de 2013. No padece insomnio ni en esa madrugada lo asaltó presentimiento alguno de que salía al día más oscuro de su vida.
Hizo ejercicio, abrió el taller de Avenida Pantitlán casi esquina con Sor Juana, recibió a los trabajadores, desayunó y volvió al trabajo. Cerró a las siete de la noche, un poco más temprano de lo acostumbrado y cenó en casa. Timbró el teléfono y contestó. Reconoció la voz de su madre que de inmediato lo lanzó al miedo.
—¿Qué crees, hijo? ¡Me dice tu sobrina Claudia que se llevaron a tu hermano! —la voz temblaba. —Que no saben quiénes se le llevaron.
—Voy para allá —resolvió César Martínez.
La familia revisó la información disponible, toda vertida por los hijos de Javier, especialmente por Claudia Martínez Rendón, entonces de 25 años de edad.
—Lo primero que debemos hacer es buscar un agente que nos apoye —planteó César a su sobrina.
—¿Lo tienes? —repuso Claudia con calma, “frialdad”, describirá César.
—No, verdaderamente yo no. En este sentido estoy huérfano. Pero hay que buscarlo.
—Mi novio me dijo que tiene una persona
—¿La conocen bien? ¿Es de confianza?
—Sí, sí, sí. No te preocupes por eso.
Víctor, el novio de Claudia, adquiriría pronto importancia en el curso de las negociaciones que iniciaron al día siguiente, viernes 7 de marzo de 2013 entre las 12 del día y la una de la tarde.
—¿Ya hablaron? —averiguó César apenas vio a su sobrina.
—Sí, sí, sí. Acaban de hablar —respondió Claudia.
—¿Qué te dijeron?
—Que quieren 2 millones de pesos.
—¿Y qué? ¿Ya tienes el agente con quien van a…?
—Sí, sí, ya. Ya lo estoy viendo, pero no te preocupes. Todo va a salir bien.
En ese momento, Claudia había resuelto que las conversaciones con los secuestradores se realizarían en casa de Basilia, madre de Javier y César, a quien la idea no le parecía conveniente pues consideraba que la discreción en el asunto podría resultar decisiva. La hija de Javier no sólo participó de toda la situación a su novio, Víctor, sino también a una tía de éste.
“¿Qué hijos de la chingada tenía que hacer ahí? ¡En todo momento quisieron estar presentes para ver qué decía la familia! ¿Cuál fue su interés?”, se pregunta César.
El negociador que se haría cargo de encarrilar los acuerdos es un agente de la PGJEM apellidado Tagle, un hombre dado a invocar a la Virgen y a Cristo a la menor provocación y quien, a la siete de la noche del 7 de marzo, grabó la demanda de los dos millones de pesos a cambio de la vida de Javier.
La conversación duró entre 15 y 20 minutos y, en esencia, este fue el contenido.
—¿Claudia? —preguntó el secuestrador, quien, en su papel de negociador suele ser el jefe de la banda.
—¿Sí?
—Habla la empresa, tenemos a tu papá. Tu papá está bien. No se preocupen siempre y cuando ustedes sigan las indicaciones. Desde el inicio te dijimos que mientras tú cumplas las indicaciones, tu papá va a estar bien. Nada más que tiene que ser a la brevedad y queremos dos millones.
—No podemos juntar todo ese dinero, tenemos cosas que hacer… —Claudia se apegaba a las instrucciones del policía ministerial de negociar, de no admitir la primera exigencia.
—Te llamamos mañana —y colgaron.
Las llamadas se reanudaron el viernes 8 de marzo de 2013.
—Mira, hemos juntado este poquito porque no hay dinero —explicó Claudia.
—No, no. Es que tienen que juntar. ¿Sí estimas a tu papá, verdad? ¿Sí quieres con vida a tu papá, verdad?
—Sí, por supuesto, por favor no le vayan a hacer nada. Yo quiero hablar con mi papá —solicitó Claudia en lo que se entiende una petición de constatación de vida de la víctima.
—No, no, no. Te vamos a dar unas señas para que veas que no estamos jugando —dijo el plagiario y luego ofreció detalles como la manera específica en que Javier nombraba a su madre y cosas por el estilo.
***
Sábado 9.
—Bueno, como tú no quieres a tu papá, pues lo vamos a mandar muy lejos y no lo vas a ver —nunca hubo un trato grosero.
—¡No, por favor! ¡No, por favor! —al fin Claudia perdió la calma. No vaya a hacer eso. ¡Nosotros estamos haciendo todo lo posible!
—¡No, no! ¡No lo quieren! Porque no están cumpliendo ustedes. Pero bueno, te llamamos en una hora y queremos que tengas todo. Si no ya no van a volver a ver a su papá.
—Vamos a vender un carro… Vamos a pedir a la familia, a los amigos… La situación es muy difícil… Lo que nosotros tenemos está invertido —suplicó Claudia.
—Ya, ya. Está bien con lo que tienen. Júntenme lo que puedan juntar: televisión de plasma, cosas que no hagan bulto y vienen en dos carros.
—Nosotros sólo contamos con una unidad —Claudia se afirmó.
—Bueno, sí —se supone que accedieron. —¿Quién va a venir? Vas a venir tú, ¿verdad?
Claudia titubeó y Fernando, su hermano, sufrió una crisis de pánico.
—Yo voy —ofreció César, quien explicaría su reacción de ese momento por el temor a la muerte de sus sobrinos.
—Va a ir mi tío —respondió Claudia.
—¿Y cómo se llama tu tío?
—César Martínez.
—¿Es hermano de tu papá?
—Sí.
—A ver, pásame a tu tío.
César tomó el teléfono y respondió a los detalles del vehículo que utilizaría para entregar el dinero, una Chevy Monza color blanco propiedad del novio de Claudia, el sitio del que saldría y la hora en que lo haría.
—Vaya muy atento, escúchenos bien. No vamos a repetir las cosas. Si usted hace bien las cosas, a su hermano lo va a tener con ustedes.
Víctor y Fernando prepararon el dinero, 132 mil 500 pesos en total. Lo introdujeron en un sobre amarillo y éste en una bolsa negra con asas. César tomó el teléfono Nextel con que habían negociado e inició el camino que ahora repite.
—Ya va a llegar a Pantitlán.
—Sí, efectivamente. ¿Hacia dónde me dirijo? ¿Hacia la Perla o hacia López Mateos?
El hombre titubeó y la instrucción fue dada por una mujer.
—Hacia la López Mateos.
—Ya va a llegar, váyase despacio, bájele. Agarre la lateral. Va dar vuelta, va a encontrar una vueltecita, va a dar vuelta completamente en “U”. Bájese. Yo le voy indicando, ya va a llegar. Ahí va a ver unas bolsas blancas, ahí se para. Se orilla a lado izquierdo, se para, avienta la bolsa.
César miró su reloj: 12.35 de la mañana. Detuvo el auto. Abrió la puerta, descendió y trató de atravesar la oscuridad para encontrar a su hermano.
Nada. En las tinieblas del límite del Estado de México y el Distrito Federal no hay lugar para un abrazo de reencuentro.
***
Durante la mañana del 10 de marzo de 2013, alguien encontró, muy cerca de las oficinas de la Procuraduría mexiquense en Neza, en Periférico Oriente y Bordo de Xochiaca, el cadáver de un hombre. Ingresó al anfiteatro en calidad de desconocido y se hizo obligatoria la práctica de una autopsia.
El médico legista revisó el cuerpo y no encontró una cicatriz que le hiciera reparar. Lo midió: 1.88 metros de estatura. Describió un aspecto de su rostro: nariz pequeña. Estimó su edad: entre 35 y 40 años de edad. No había mucho que decir de su aspecto, pues el cadáver estaba en un estado de “putrefacción en periodos cromático y enfisematoso”, es decir, con muerte ocurrida entre una y dos semanas atrás.
El forense recolectó muestras de sangre y de cartílago intercostal y una bala que envió a la Subdirección de Servicios Periciales de la Delegación Regional de Nezahualcóyotl-Amecameca donde fueron recibidos por el perito oficial en química forense Juan Carlos Herrera Álvarez.
Ese mismo día, domingo, toda la familia de Javier Martínez se reunió en casa de su madre.
—No ha pasado nada. No ha aparecido —explicaba Claudia cuando se le pedían noticias de los secuestradores.
En la mañana siguiente, César percibió tenues acusaciones en su contra de que no había entregado el dinero y que, por eso, Javier no había regresado.
—¡Tú me vas a acompañar ahorita! Yo quiero que tú… —tronó César contra Tagle, el policía ministerial.
—No, no, no.
—¡Cómo chingados no! ¡Vas a venir! Yo quiero que veas.
—Primeramente Dios… —Tagle se santiguó y subió al vehículo con César apara repetir el recorrido que hiciera dos noches atrás.
El agente viajó en silencio.
—Mira, aquí, en este punto, me llamaron. Y aquí, en este otro lugar, sentía yo que alguien me venía siguiendo. Aquí se me adelantaron. Acá me llamaron. En esta esquina me dijeron que diera vuelta. Aquí me bajé y dejé el dinero y busqué a mi hermano.
El regreso fue menos tenso.
—Yo tengo fe de que su hermano va a aparecer —susurró el judicial mientras desayunaban huaraches cerca del mediodía.
—Oiga, ¿qué hay que hacer? No podemos quedarnos así.
—Ya fueron, ya revisaron… Ya dimos parte hasta Iztapalapa y no hay muertos con esas características. Aquí en Palacio [la agencia del Ministerio Público y depósito de cadáveres] no se tiene a nadie, ya fue mi compañero a revisar.
—¿Y qué le parece si vamos otra vez a Palacio?
—Vamos —aceptó Tagle.
En la entrada, el policía se encontró con su compañero.
—¿Qué pasó? ¿Qué has visto? ¿Qué sabes?
—No pues, no hay nada. Acabo de salir del Servicio Médico Forense y no hay nada.
El 14 de marzo, según el expediente, un compañero de Tagle llamado David Luna, preguntó a la médica legista si en la bodega de cadáveres había algún muerto y la especialista le respondió que sí, pero el agente no hizo nada por averiguar más detalles.
Por eso son tan extraños los sucesos del día siguiente, 15 de marzo de 2013, cuando los policías llamaron a los hijos para que fueran a la morgue a identificar a su padre. Los muchachos acudieron y de ahí le hablaron al tío César.
—Sí, sin temor a equivocarme es mi papá —aseveró Claudia respecto del cadáver localizado desde el 10 de marzo y así quedó establecido en la averiguación.
Oficialmente, Fernando Martínez pronunció exactamente las mismas palabras que su hermana, también aludió a la identificación por la similitud del rostro y marcó a su tío.
—Fíjate que nosotros ya encontramos a mi papá… Lo mataron y nada más queremos que vengas para que lo reconozcas.
César corrió al anfiteatro, adyacente a la Presidencia Municipal de Ciudad Neza. Encontró a Fernando, Claudia y su novio, a la madre de éste y dos abogados llevados por ellos. “¿Para qué chingados los licenciados?”, recordará el hombre.
Entró a la oficina. Pidió ver a su hermano y antes le ofrecieron la colección de fotografías tomadas al cuerpo. Le llamó la ausencia de piel en varias partes de la cara. Ya no había cejas.
—No quiero entrar. En todo caso, si ese cuerpo es él, mejor me quedo con la mejor imagen de mi hermano —dijo a la agente del Ministerio Público presente.
Volvió a la explanada de la oficina y se encontró con sus sobrinos.
—Claudia, no es él… No sé, esta persona ni siquiera tiene rostro, no se le reconoce la piel del pecho ni del abdomen… Por respeto a mi hermano y por dignidad de la persona que esté ahí, quien quiera que sea, no podemos aceptar este cadáver. Tanto a nosotros como a la familia de ese hombre nos deben la verdad —advirtió a Claudia. — Que se le haga la prueba del ADN y se acabó. Salimos de toda suspicacia.
—¡No! —respondió Claudia.
—Oye, Fernando, ¿y tú qué opinas?
—No, pues los que diga Claudia —se apocó el joven.
—Oye, Alicia —se dirigió a la ex pareja de Javier. —Lo que haya pasado entre ustedes, que hayan discutido, por lo que haya sido su separación… Tú, de alguna manera sigues siendo la mamá de tus hijos y aquí es importante que se haga la prueba para que nosotros estemos tranquilos.
—Lo que diga Claudia —la mujer miró al piso.
—¿Cómo lo que diga Claudia? Claudia ya dijo que no. Ustedes también deben de tomar la decisión.
—No, pues no.
La relación entre tío y sobrinos quedó rota. Los hijos de Javier enviaron el mensaje del funeral de Javier o del cadáver entregado por la autoridad mexiquense.
—Yo, por respeto a ese cuerpo, de no tener la seguridad de que sea él, yo no voy a ir al entierro. Pero seré respetuoso de cada uno de ustedes, quien quiera ir que lo haga —conminó a su familia.
Sólo dos de los 10 hermanos de Javier acudieron al sepelio a una casa llamada Funeza. Cuando llegaron se encontraron con que no había ningún velorio programado para ese día. Sin ninguna razón que pueda explicar César, el cuerpo fue enterrado con prontitud y discreción en el Panteón Francés situado en Viaducto y Avenida Cuauhtémoc, bastante lejos de donde los Martínez Molina echaron raíces en la Ciudad de México.
César no admitía la versión y, apoyado por sus hermanos y su madre, reclamó a la autoridad que hiciera el contraste de material genético entre ellos y el cadáver. Entonces supieron que el perito oficial en química forense Juan Carlos Herrera Álvarez no sólo no revisó las muestras de sangre y cartílago entregadas por el médico forense para su cotejo genético: el funcionario desechó el material.
***
César Martínez Molina tocó puertas, esperó funcionarios, envió cartas, salió al paso de políticos. Nada.
—¿Y no les da vergüenza que en sus propias narices les tiraron ese cuerpo? ¡Qué vergüenza para ustedes! —espetó Martínez a algún comandante de la Policía Ministerial de Eruviel Ávila.
En adelante, las autoridades mexiquenses se han defendido de los señalamientos de César acusándolo de prepotente. El asunto está en manos del fiscal Vicente Hernández Narváez.
Claudia, de acuerdo con César, instruiría al personal ministerial de que no se facilitara de ninguna manera el expediente con la investigación.
“La autoridad puede y debe ir con Claudia y decirle: ‘¿Por qué te negaste a la toma de muestras cuando es tu padre?’. La gente que hizo esto, no lo puede seguir haciendo”, dice.
Martínez Molina logró que lo escucharan en la Comisión de los Derechos Humanos del Estado de México, una oficina considerada por las organizaciones defensoras de los derechos humanos como carente de independencia al gobierno estatal.
¿Cómo son las deficiencias del caso como para que esa Comisión haya emitido, apenas en abril de este año, la recomendación 14/2015 en que se reclama a la Procuraduría la exhumación del cadáver y la práctica de pruebas de ADN?
“Las disposiciones [en referencia a la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y a la Convención Americana sobre Derechos Humanos] han permitido considerar al derecho a la verdad sobre una doble dimensión: el primero, reconoce el derecho de las víctimas y sus familiares a conocer la verdad con respecto a los hechos que dieron lugar a las violaciones a derechos humanos, así como la identidad de quienes participaron en ellos”, se lee en la recomendación.
“El segundo, consolida que el derecho no sólo corresponde a las víctimas y sus familiares, sino también a la sociedad, quien tiene el derecho irrenunciable de conocer la verdad de lo ocurrido, así como las razones y circunstancias en las que aberrantes delitos llegaron a cometerse, a fin de evitar que esos hechos ocurran en un futuro”.
Y desglosa no sólo carencias de veracidad sino faltas a la verosimilitud:
1. Dentro de la media filiación del finado JJMM [como se identifica a Javier Martínez Molina], que éste contaba con una cicatriz en la mano derecha de cinco centímetros, característica que no se encontró en el cadáver atribuido a la persona mencionada.
2. La estatura del señor correspondía a 1.75m, no así del cuerpo hallado, quien contaba con una talla de 1.88m, es decir 13centímetros más.
3. Que la edad del cadáver no correspondía a la de Javier, pues al primero lo tenían registrado por su estado de descomposición, como una persona de entre 35 y 40 años; y,
4. Que la nariz de JJMM era grande y el cadáver tenía nariz pequeña.
¿Qué ocurrido desde la recomendación?
Nada. Silencio. El Gobierno de Eruviel Ávila Villegas, doctor en Derecho y jefe del Ministerio Público en el Estado de México, no ha emitido siquiera fecha para la exhumación del cuerpo.
***
César da media vuelta. Señala una casa por ahí en que amanecieron muertos dos. Una esquina por allá en que se llevaron a una muchacha que nunca volvió. Sube por un puente vehicular y disminuye la velocidad.
—¿Ha vuelto a hablar con Claudia?
—La última vez que hice una denuncia pública, ella estaba en Nueva York. Luego del asunto de su papá abrió un negocio muy bien puesto de llantas. Entonces me buscó y me dijo: “No tienes derecho de andarte metiendo y por tu culpa me van a matar”. Así. Le pedí que esperara y explicara eso de que la iban a matar. “No, no. No te andes metiendo en lo que no te importa. Ya se reconoció [el cuerpo] y ya. ¡Por tu culpa me van a matar!”. ¡Pum! Me colgó.
—¿Aquí tiraron a su hermano? —le pregunto.
—A quien dicen que es mi hermano. Abajo del puente. Ese cuerpo no es mi hermano. Él era muy trabajador, es muy trabajador yo digo. A veces te cuesta trabajo distinguir y hablar en presente y o en pasado… —el hombre con consistencia de piedra se quiebra.
Habla de nuevo. Pregunta, se pregunta algo.
—¿Usted invertiría un peso aquí? Yo ya no quiero. He bajado económica y moralmente. Yo ya estoy juntando una lanita para quitar ese taller, hacer un condominio, venderlo y regresarme a mi pueblo, a la Costa Chica. En Neza, Chimalhuacán, Chalco y La Paz diario muere gente. Diario secuestran a alguien. Diario extorsionan a alguien.
—¿Qué es lo que usted quiere? —pregunto a César, aún arriba de la pequeña camioneta en que ha repetido el recorrido de la noche en que la vida se le puso al revés.
—No me mueve ningún tipo de interés porque a nosotros nuestros padres, con todas las limitaciones, nos enseñaron a ser gente de bien. Nada más es cuestión de voluntad de parte de la autoridad, de quererlo hacer. No quiero que nadie más sufra lo que nosotros. Quiero que mi madre entierre a su hijo conforme a sus creencias y que le pongamos flores a nuestro muerto. ¿Qué quiero? Quiero saber la verdad.