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Tomás Calvillo Unna

23/10/2019 - 12:05 am

La última pregunta

La oscuridad es interminable y el desierto… Las espinas de los cactus se han pegado a su marchita piel. No se mueve, permanece en cuclillas.

Foto Especial

Para que herir con la palabra, que se gana. Ahondar en la fractura no solo es un peligroso riesgo del presente, también es una amenaza para el mañana, para las generaciones que están llegando a esta tierra que hemos heredado y nombramos México.

El mundo fue creado de las llamas.
Invoco a este muro de silencio
y a sus venerables estrellas.
No dejen que olvide aquellos años
cuando todavía…

Pareció perder el sentido y se quedó acurrucada a la pila de piedras. La hoja que acababa de leer se desprendió de sus manos. El viento, otra vez, llevando los restos de un lugar a otro, borrando la memoria.

No supo cuánto tiempo durmió. En realidad no le importaba saberlo, el tiempo le era indiferente. “En la soledad del planeta qué pueden importar las horas”, se decía a sí misma, como si tuviera la certeza de ser la única sobreviviente.

A su lado izquierdo estaba otra pila de piedras que aún guardaba el fuego encendido. Inclinada, doblada por completo por la edad, se movió hacia las llamas; se sentó frente a ellas y frotó sus manos. El viento huracanado levantó la lumbre. Impávida alzó su rostro buscando la luna. Sus arrugas, como las rajaduras de una tierra estéril, son una geometría indiferente; líneas quebradas sin destino.

No hay nadie cerca, y quién sabe si lejos. La oscuridad es interminable y el desierto… Las espinas de los cactus se han pegado a su marchita piel. No se mueve, permanece en cuclillas. Es una piedra, un cúmulo de guijarros adheridos por la inercia del tiempo, un nudo de telas, costras de todos los humores, una mezcla. Los pequeños estallidos de las ramas se confunden con los chirridos de su lengua; entre esos gemidos que son el lejano eco de un dolor humano, brotan frases completas, hilos del idioma que evocan otros mundos.

Mis pies dejaban huellas
Mis manos acariciaban
Mis ojos sabían de la luz
y mi cuerpo poseído por la ternura.

Su voz se interrumpe. Enmudece. El altiplano es tan vasto. Las siluetas de los nopales asemejan una grotesca fiesta; una danza embriagadora de múltiples espinas y perfiles iracundos.

Del pozo derruido de su memoria emerge la voz:

Recuerda, recuerda,
no olvides,
con estas palabras
cruzarás la larga noche.

Atraídos por el olor de su carne, una jauría de chacales se les acerca. Las llamas se levantan sobre su cabeza que todavía conserva los cabellos de plata de la vejez. Un paño de algodón rojo cubre a medias el cráneo. Los chacales se detienen detrás de ella, temerosos del fuego.

Todos creen vivir de la ceniza,
el mundo se acabó
¿quién lo sabe?

Las fisuras de sus labios pronuncian en tono de salmodia. Sus manos largas y huesudas toman los talones de sus pies, y como bola de paja rueda hacia los quemantes leños. Chillando retroceden los chacales, atemorizados por las altas lenguas de fuego que no tardarán en consumirse, como tantas otras en la inmensidad.

En el horizonte una miríada de fogatas perdura.

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