Tomás Calvillo Unna
17/08/2022 - 12:05 am
La sonrisa no tiene edad
«Al recordar en la bóveda de la memoria/ todavía perduran y siguen sonriendo,/ porque saben bien que la historia/ aún no termina,/ y que ninguna historia/ en realidad, llega a su fin del todo».
I
Esta ahí
en las primeras horas
y en las últimas…
Son tiempos cargados de muchas cosas
aunque se perciban carentes
de propósito.
Hay un desliz de sabiduría en ello
si se logra sacudir el cinismo,
y evitar enterrarse en la indiferencia.
Tiene que ver con esa sonrisa
del taxista japonés
que extravió el rumbo
a medianoche en Tokio;
había luna llena
se detuvo en una esquina, volteó a ver
a sus pasajeros, y sonrió al igual que ellos.
La noche de Edo pertenece a Buda
desde hace siglos.
II
Si, es la sonrisa,
la misma del anciano trabajador minero,
de San Luis Potosí;
que en su cuarto a media luz,
buscaba en su gastado radio
la estación de música,
para oír por última vez
el Vals sobre las olas;
y girar entonces la perilla de la vida,
para escuchar un mambo, el número 8,
y decirnos al doctor y a mí,
que lo acompañamos junto a su camastro:
Ahora ya me puedo ir, ya encontré la calle…
y se fue sonriendo.
III
La confiada sonrisa
de los pequeños budas en Rangún,
en la Pagoda de Shwedagon,
devotos de la estupa de oro,
que al cerrar los ojos
se acomodaron
en la proa del viejo Galeón de Manila,
y sonrieron a la vez,
como si recuperaran el poder de la infancia;
esa soltura de las primeras aventuras,
que ya seguían las huellas de la ironía
y la gratuidad, a veces dolorosa,
de los juegos; las escondidas
y los encantados, por ejemplo.
Al recordar en la bóveda de la memoria
todavía perduran y siguen sonriendo,
porque saben bien que la historia
aún no termina,
y que ninguna historia
en realidad, llega a su fin del todo.
IV
Ahí hay intersticios por donde se cuela
a veces lo inaudito,
y emerge el refrán con su contundencia:
quien ríe al último ríe mejor.
Y esa nave de teka, roble, olmo
y de nudos de cáñamo,
y su algodón de Luzón, en las Filipinas,
habrá de partir
y los budas niños de oro esculpido,
tendrán que bajar al puerto
y desde ahí mirar las olas
y el batir de las nubes y las velas,
aprenderán que las promesas cuentan,
incluso más que los cuentos,
porque aún conservan el aroma
del sagrado incienso.
V
La sonrisa esbozada de la Virgen del Tepeyac
suficiente para recordar
el gozo misterioso de su vientre
y el dolor superado de la vida: la reconciliación,
el verdadero milagro de cada día;
el ejercicio de humanidad que nos mantiene a flote.
VI
La sonrisa sin buscarlo también descubre a los secuaces,
a los que andan humanamente perdidos
(se mienten a sí mismos, como muchos lo hacemos a veces);
cuando pretenden sonreír y
la mueca en el rostro los ataja;
y si andan jugando al poder
el espectáculo adquiere tonos grotescos
y hasta siniestros.
VII
La sonrisa es la espiral de la vida,
por eso palpita;
dicen que proviene del corazón;
lo contrario a las muecas
y su remolino,
cargado de furia y enojo,
que anida y enferma en el hígado.
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