Aunque para algunos fue difícil el inicio del confinamiento, debido a la emergencia que desató el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, gran parte de la población terminó por adaptarse a estar en casa, y a llevar en este espacio actividades como estudio y trabajo, por lo que a casi dos años de que inició esta etapa, muchos están acostumbrados a este estilo de vida, pese a que extrañan retomar ciertas costumbres de la antigua «normalidad».
Por Gardenia Mendoza
Ciudad de México, 1 de Diciembre (LaOpinión).- Después de dos años del registro del primer caso de coronavirus detectado en China y a 22 meses del primer decreto de confinamiento en México, Alejandra Ibarrola sigue encerrada en su casa entre sentimientos tan negativos como positivos, del extremo de no querer vivir hasta aprender que la prioridad de su vida es ella misma.
“Soy esa persona que se tomó en serio la pandemia”, dice en entrevista telefónica desde Tepotzotlán, un pequeño poblado en las afueras de la Ciudad de México donde esta publirrelacionista de 47 años se recluyó desde principios de 2020 y donde sigue en espera de mejores tiempos.
Antes del coronavirus, Alejandra Ibarrola había construido esa casa como un hogar de fin de semana y paseos de campo pues vivía exitosamente en la capital mexicana en la dirección de una empresa de relaciones públicas que fundó con sus hermanos.
Tepotzotlán es un pueblo mágico que recibe fondos del Gobierno para mantenerse hermoso como un lugar de encanto provinciano, donde todo mundo se conoce, a pesar de ser parte del área Metropolitana que rodea la Ciudad de México.
El lugar posee, entre sus atractivos, una joya del estilo de arte churrigueresco mexicano: El Museo Nacional del Virreinato, contruido en 1580 como el Colegio Jesuita de San Francisco Javier.
Ahí destaca por su riqueza arquitectónica el altar principal de la capilla, la iglesia de San Francisco Javier y la iglesia de San Pedro Apóstol de estilo neoclásico además de la importante colección museográfica al interior y un acueducto con cuarenta y tres arcos y 438 metros de altura.
Alejandra Ibarrola vio más. El terreno donde se encuentra su propiedad está lejos de la concentración popular, en el “campo, campo”, donde su vecino más cercano lo encontraba a tres mil metros. Por eso, en tiempos del coronavirus esta casa significó algo muy especial: un lugar seguro para la dueña.
No lo vio inmediatamente; antes, tuvieron que ocurrir una serie de hechos que la empujaron a refugiarse en ese rincón solitario.
La primera alerta para ella llegó desde Europa en forma de noticias. Alejandra Ibarrola leía, escuchaba y veía en la televisión que el virus estaba arrasando en Italia, en España, en Reino Unido… y que se ensañaba particularmente con los viejos y enfermos crónicos degenerativos.
Ella padece de fibromialgia, un trastorno que se caracteriza por el dolor general y exacerbado tanto de los músculos como de los huesos, y pensó: “Si me agarra el coronavirus no lo libro”.
Esos pensamientos saltaban en el día a día, entre las alertas de cierre de fronteras, de cierre de negocios y mientras agarraba fuerza la campaña del “quédate en casa” y la realidad le echaba a la cara que sus clientes no necesitaban relaciones públicas si todo estaba cerrado.
“A mi me encantaban esos programas como de sobrevivencia al desnudo, de gente que se queda solitaria en una isla y esas cosas porque no sabía que es muy diferente cuando lo tienes que vivir y no sabes lo que significa el aislamiento total”.
Cuando a Alejandra Ibarrola se le complicó seguir pagando la renta de la casa donde vivía cerca de su mamá en Ciudad Satélite (una zona conurbada de la capital mexicana), pensó que era momento de tomar al toro por los cuernos y mudarse a Tepotzotlán para proteger sus finanzas, su salud y la de su mamá.
Convenció a sus hermanos de mudarse también cerca de ella, pero por razones de trabajo y por su estilo de vida citadina, ellos no aguantaron mucho. Volvieron a la Ciudad de México y así se quedó la plubirrelacionista nada más con sus dos perros y sus propios miedos y valores; sus fantasmas, sus tristezas y alegrías en altibajos.
Soltera, sin hijos, descubrió que el aislamiento es una condición para los más duros. Sin gente a su alrededor y, por tanto, sin riesgo de contagios, enfrentaba otras batallas internas cuyas repercusiones le impactaban directa y totalmente a ella misma. A nadie más. “No tenía con quien pelearme, con quien desahogar mi mal humor, la ansiedad, el llanto”.
Particularmente le dolía estar desempleada porque el trabajo para ella lo era todo: una workaholic desde los 14 años. No trabajar “la tumbó”. Nunca había estado sin dinero “ni para comer” algunas veces, nunca había tenido que pedir dinero a la familia, recurrir a la caridad de los amigos.
“No me tiré al piso pero había que sobrevivir y por lo menos de coronavirus no me enfermé”, cuenta.
Entre la falta de dinero, la ausencia de grandes supermercados o restaurantes donde comprar comida chatarra y la ansiedad, perdió 20 kilos que jamás pensó que lograría. Recurrió a un psicólogo por primera vez en su vida porque empezó a sentirse deprimida y, a ratos, con pensamientos suicidas, lo cual era una ironía frente a su decisión de aislarse para no morir.
“Al principio disfrutaba estar sola entre los árboles de peras, pero, de pronto me empezaron a abrumar los sonidos del campo: los pajaritos, el viento, los borreguitos, las cabritas, el sacudir de los árboles y entonces fue cuando dije: algo está mal y recurrí a ayuda”.
Cultivar su propio huerto fue parte de la terapia. Ahora para ella un día normal consiste en levantarse a las 6:00 de la mañana, abrir la puerta para que entren sus perros a hacer la fiesta, prepararse un té y ponerse a ver las noticias. A pesar de estar en el campo, en su casa no puede faltar la luz, el teléfono y el internet.
La pandemia ayudó a mejorar los servicios de la web porque el Gobierno mexicano presionó a las empresas para que en el confinamiento los estudiantes pudieran tomar clases en línea y así llegaron a los pequeños pueblos las hordas de ingenieros y técnicos para instalar la fibra óptica.
Con este servicio, Alejandra Ibarrola se transportaba al mundo y el mundo entraba de manera virtual en la casa de Tepotzotlán con todos los recursos electrónicos y hasta Netflix como entretenimiento.
De todo ello se cuelga cuando no está en el huerto sembrando jitomates, cebollas, papas y nopales. Antes los encargaba de una de las dos tiendas del pueblo que se volvieron hábiles para vende a domicilio, pero ahora tiene las verduras al alcance la mano; el resto del super lo hace una vez al mes. Se viste de astronauta y se lanza a retar su suerte.
“En todo este tiempo sólo me han visitado tres personas y nada más”, cuenta mientras poco a poco le llegan algunos clientes conforme la apertura de las actividades requieren de sus servicios y aún a la sombra de una nueva variedad del coronavirus acecha: el Omicron.
EL CONTEXTO
No existen cifras oficiales sobre el número de personas que decidieron encerrarse a cal y canto durante la pandemia por COVID-19 pero la mayoría de los mexicanos reconoce que tiene a algún amigo, familiar o conocido que hizo del “quédate en casa” un modo de vida.
Por estudios como el Impacto de los determinantes sociales de la COVID-19 en México, realizado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), se sabe que las oportunidades de sobrevivir encerrado son únicamente para alrededor del 6 por ciento de la población.
De hecho, el 94 por ciento de las personas fallecidas por COVID-19 en México eran trabajadores manuales y operativos, amas de casa, jubilados o pensionados que tenían que salir de casa para tener un salario y eso aumentaba la probabilidad de exposición al coronavirus SARS-CoV-2.
De ese 6 por ciento que tuvo la posibilidad de autorrecluirse, se desconoce cuántas optaron por no salir definitivamente. La Encuesta regional 2020: ¿Cómo se transformó el ámbito laboral y familiar?, encabezada por la IAE Business School dio una luz sobre la actitud del mexicano para el encierro en casa por trabajo.
Determinó que México destaca regionalmente en la evaluación y proyección del teletrabajo debido a que a 84 por ciento de las personas, aún con la emergencia, les ha gustado vivir la experiencia, además, cerca del 76 por ciento encuentran que el homeoffice se adapta a su puesto y el 54 por ciento señaló que, después de la emergencia, le gustaría trabajar con las mismas condiciones de oficina.
DE LAS CALLES A LA SALA
Carlos Spindola, un economista político y catedrático de la Universidad José Vasconcelos en Oaxaca se reconoce como una de esas personas a quien la vida le dio un vuelco y lo puso en su lugar a los 45 años. “Yo jamás estaba en mi casa más que para dormir, era un callejero y cuando empezó la pandemia pensé que no podría tolerarlo”.
Pero lo logró. Y no sólo eso: le gustó estar entre cuatro paredes.
Todo comenzó en marzo de 2020. En ese tiempo él trabajaba en el Gobierno local y por un decreto se dijo que tenían que llevarse el papeleo, el teléfono y la socialité a las teleconferencias. Por decisiones de este tipo que se replicaron en la universidad y porque su mamá estaba enferma, Carlos Spindola y sus dos hermanos decidieron “quedarse en casa”.
“Pensábamos que iban a ser quince días y así siguieron meses y meses”, recuerda el economista. “Caímos en una rutina horrorosa en la que no sabes ni qué hora es, ni el mes, si es navidad o primavera”, cuenta en entrevista con este diario. “Lo peor es que te empiezas a acostumbrar; estudias, lees, esperas, pero viene un brote y otro brote y así sigues”.
En la casa, los tres hermanos (una mujer y dos varones) se repartieron el trabajo doméstico. Uno lavaba, otro regaba el jardín; la una trapeaba, el otro cocinaba y a ratos se repartían la sala para los videollamadas más importantes.
Como en la mayoría de los hogares de los profesores universitarios, los Spindola tenían que hacer sus participaciones vía zoom con los electrodomésticos como ruido de fondo, el horno de microondas, la lavadora, la licuadora, los trastes, mientras la mamá batallaba entre su trabajo a distancia y un cáncer que la acosaba.
Después de varios meses, los roces fueron inevitables por el estrés y el nerviosismo. ¿Dónde está mi suéter? ¿Dónde está mi pollo?, se recriminaban entre sí cuando alguien no encontraba las cosas. “Cuando no están todos en casa y de casualidad no encuentras algo no le das importancia, se olvida el reclamo posterior; pero, si está ahí, es inevitable, te fijas en todo, que si no trapeó bien, que si tomó tu ropa”.
Sin embargo, nada de esos disgustos pasó a mayores y en la parte positiva encontraron un reencuentro familiar, de unión y trabajo en equipo. “Antes salíamos y no nos veíamos hasta en la noche y cada quien estaba en su mundo”.
La pandemia también sirvió para estar cerca de la mamá en sus últimos días porque en medio del confinamiento se le complicó el cáncer y falleció. Fueron tiempos de luces y sombras como en muchos hogares.
Algunas ocasiones, Carlos Spindola sentía que le faltaba oxígeno, que no podía respirar y se sentía contagiado por el coronovirus, aunque no lo estuviera porque no se había expuesto, no salía nunca, ni nadie de esa casa: el super lo hacía una persona especial.
“Quizás esas crisis, ese miedo, me hizo aceptar el encierro en casa. En las noticias todo parecía como el mundo de los zombis”.
En el 2021, las políticas de desconfinamiento paulatino introdujeron pequeños cambios en las rutinas de los Spindola. En la universidad les pidieron asistir una vez por semana para algunas clases, revisión de tareas, para ser jurados y asesores de tesis. “Ha sido un respiro, pero también descubrir que me gusta estar en casa”.
Ciento de kilómetros al norte, Alejandra Ibarrola espera en Tepotzotlán más oportunidades laborales para mudarse más cerca de su mamá o a Querétaro donde tiene más familiares. Mientras tanto, ya realizó un viaje a Oaxaca en un evento de periodistas que organizó como relacionista pública y por primera vez se incorporó a un grupo.
Pero no tiene prisa en volver totalmente a la vida callejera, al contrario: ahora sabe que puede con el encierro, aguantar a que pase Omicron; que puede con la oleada de contagios de invierno, la lejanía de la familia, el trabajo en el campo, que sabe cosechar y lidiar con ella misma como tantos mexicanos.