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Tomás Calvillo Unna

26/08/2020 - 12:05 am

La ligereza radiante de tu alma

Ahora que has partido Armida, te cuento que varias de tus amistades sentimos los últimos segundos que se desprendieron de tu corazón al final de sus latidos.

Epifanía Pintura De Tomás Calvillo Unna

En memoria de Armida González de la Vara.

La memoria es un jardín de luz, a veces asemeja una nube dorada;

es la remembranza misma de quien ha partido que se teje en los afectos

de quienes quedan con el anhelo suelto…

 

Por eso te escribo esta carta,

cierto que hace años se terminaron,

las de la pluma y papel,

las del tiempo para pensar

cada palabra y sus tachaduras;

y su gusto de viajar por días o semanas

hasta llegar a su destino;

y descubrir que el mundo también

es un lugar de caminos truncados….

 

Me hubiera gustado escribirte meses atrás, pero ya no se acostumbra,

nos hemos despojado de ese tiempo, para en verdad hablarnos unos a otros.

 

Ahora que has partido Armida,

te cuento que varias de tus amistades

sentimos los últimos segundos que se desprendieron

de tu corazón al final de sus latidos;

 

algunos sin saber de la gravedad por la que atravesabas;

te vieron en sueños la noche anterior,

te buscaron preguntando donde andabas,

hablaron contigo esa última mañana, no solían hacerlo;

en mi caso, un día antes, llegó tu imagen, tu sonrisa nerviosa,

tu ansiedad domada, tus ganas enormes por vivir

y compartir con quienes estaban cerca,

tu gusto y compromiso por la amistad creativa;

que sabe acompañarse superando los pleitos,

que suelen aparecerse desde la primaria y sus patios

hasta hoy en día, en este país que ya está en guerra,

con sus ejércitos y héroes de un bando y otro.

 

La capacidad de tu corazón permitió expandir tus afectos

más allá de esas divisiones y uniformes,

de la obsesión social por los calificativos

para levantar los pequeños patíbulos

de la vida diaria que alimenta la maledicencia.

 

 

Heredera de una pareja amante de las letras

y del ritmo de la Luz y la sombra

de ese México de tejas y techos inclinados;

de los libros, el gran tesoro de una biblioteca

de quienes creen que el ser humano sabe algo

que vale la pena conocer,

para entender mejor por qué andamos aquí

y muchas veces para qué;

verdaderos códigos de la psique del alma.

 

Creciste en ese jardín de la imaginación, del conocimiento

no lejano en su fe al bíblico paraíso perdido,

entre miles de palabras contenidas

y de pronto desplegadas, en sueños y pesadillas

de los cielos e infiernos.

 

La guerra fría dejó su textura en los lomos

de aquellos libros de la adolescencia

 

Un poco y un mucho estos recuerdos ocultos

esperaban dejar la sombra del olvido;

y tu nombre con insistencia,

el nombre que es bautismo,

identidad, rostro y corazón, apareció

(¿dónde estará Armida?)

y no encontré el número de tu celular.

Extraño, pensé en buscar más tarde

a alguna amistad en común para conseguirlo.

 

Armida, cuando Gualu, tu querida prima

escribió para decirme con dolor que te habías ido;

tarde unas horas, hasta la madrugada

para poder verte nuevamente;

 

ya sin humores, velos, cortapisas,

con el viento interior de la madrugada

que sacude las cortinas destejidas

de los días meses y años,

reconocí como siempre:

el abrazo de tu generosidad,

lo maravilloso cotidiano del poema…

 

Pude ver una de tus ultimas fotos en el hospital:

tus ojos estaban más que despiertos

(eran la viveza de la infancia y adolescencia

inspirados de su azoro);

a pesar del pulmón que desaparecía

y un corazón casi inaudible

hasta el súbito desmayo.

 

Probablemente ya comenzabas tu travesía y lo sabías,

y por eso cuentan que estabas en paz y contenta;

otorgándole así a tu muerte

la misma dignidad con la que viviste.

 

Estoy convencido que nos dejaste un último mensaje,

sencillo, sin aspavientos;

tú, que en tu vida estuviste en medio

de las imbricadas texturas del intelecto,

donde la historia y la literatura se funden

en la gran ficción de la realidad misma,

esta ilusión que no terminamos de descifrar.

 

Tal vez esto descubriste,

y esa mirada bella y dichosa

de tu asombro y entereza

solo verbalizó una palabra

que tocó mi hombro para decir

como un soplo al oído:

Adiós,

cuando ya habías partido.

 

Gracias, amiga.

 

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