Leopoldo Maldonado
04/03/2022 - 12:02 am
La guerra y sus lecciones
El mundo igualitario, libre y prospero que prometió el liberalismo político y económico triunfante a partir de 1989 no llegó.
La invasión a Ucrania por parte de Rusia pone en tela de juicio el orden mundial unipolar construido con el fin de la Guerra Fría (1989). El pregón triunfalista del capitalismo como el “fin de la historia” (Francis Fukuyama) y de la democracia liberal como modelo político a seguir (y no pocas veces a imponer), con Estados Unidos dominando la escena política y militar; generó las condiciones propicias para una guerra en Europa que puede convertirse en mundial.
Con lo dicho no pretendo sumarme a las miradas racistas-eurocentristas que se escandalizan por tener un conflicto a las puertas de Europa Oriental. Lamentables manifestaciones en espacios de televisión se han viralizado a través de redes sociales. “Están matando gente rubia y de ojos azules”, “no es Siria o Afganistan”, “no se trata de una guerra en el tercer mundo”, son reflejos de una construcción supremacista larvada en diversos sectores sociales del Occidente noratlántico que sienten amenazados sus privilegios. La guerra se condena sea donde sea, no por quienes intervienen en ella.
El mundo igualitario, libre y prospero que prometió el liberalismo político y económico triunfante a partir de 1989 no llegó. Más bien, la hipocresía de lo “políticamente correcto” fue la mascarada para más concentración de la riqueza, guerras de intervención, pobreza, discriminación, y exclusión. Más censura velada o directa, más opacidad, corrupción e impunidad. Por eso nacieron como “rebeldes” de este nuevo “sentido común” autócratas (como Putin) o aspirantes a serlo, recogiendo el hartazgo de los miles de millones a quienes la riqueza por goteo no llegó ni llegará, convirtiendo el único poder ciudadano e igualador medianamente garantizado (el voto) en un instrumento de castigo para las democracias elitistas.
En el ámbito geopolítico la cosa no fue mejor. Estados Unidos se quiso comer el todo el pastel en el mundo post-soviético y fue más allá: avanzó con sus aliados de Europa las posiciones militares de la OTAN en las naciones que conformaron el Pacto de Varsovia. El recelo hacia las potencias nor-atlánticas se fue acumulando y ahora la segunda potencia militar mundial está en pie de guerra porque se siente excluida del juego geopolítico.
Con esto es importante recalcar que la guerra de ninguna manera se justifica. La estela de dolor, muerte y destrucción jamás es razón suficiente para condenarla sea en Ucrania o sea en Siria. Lo hecho por Vladímir Putin, no por los rusos que hoy llenan las cárceles por protestar contra esta absurda invasión, es injustificable por todos lados. Ya son más de un millón de ucranianos huyendo de su país y los muertos son incontables. Con crueldad, el autócrata ruso reclama su “derecho” a constituirse en imperio. Al final los muertos los ponemos las personas comunes, mientras los jerarcas se resguardan en sus palacios y búnkers.
Pero los hechos históricos son causalidades no casualidades. Tenemos el más claro ejemplo en el Pacto de Versalles (1918). Ominoso para Alemania después de la Primera Guerra Mundial, generó el caldo de cultivo para el ascenso al poder del nacionalsocialismo que detonó la Segunda Guerra y el Holocausto.
A la atrocidad nazi le sucedería el intento de nuevo orden mundial materializado en la ONU. Mecanismos y tratados han sido construido para tratar de mantener la paz en un áspero contexto de Guerra Fría que se creía superado. El lenguaje común de ese nuevo mundo se configuró en los derechos humanos, duramente socavados a lo largo y ancho del planeta, pero que conformaron una poderosa herramienta discursiva y práctica para la lucha de los oprimidos. Si los derechos se han materializado en leyes, instituciones y políticas públicas ha sido a pesar de las élites internacionales y nacionales y gracias a sociedades cada vez mejor organizadas que se reconocen plurales y diversas.
Aún así, los últimos treinta años después de la caída del Muro de Berlín el mundo no fue mejor. La modernidad tardía es la de nuevas guerras internas, intervenciones imperialistas (Irak), extremismos religiosos, terrorismo, crecimiento exponencial de la criminalidad organizada (y las guerras criminales), la devastación ambiental, segregaciones, racismo, sexismo, profundización de la pobreza y el hambre y, ahora, las pandemias.
A nivel global observamos la persistente degradación de lo público en lo que el contundente Boaventura de Souza Santos llama el “fascismo social”. Bajo este modelo, la sociedad fue transitando -incluso en democracias formales- hacia la hiperexclusión, la depredación, la represión y el despojo. Las relaciones violentas de dominación se arraigaron al interior de los Estados Nación pero también entre ellos.
Como conclusión, las lecciones del pasado no fueron aprendidas y las violencias persisten en países con élites políticas y económicas más ajenas a la realidad de las mayorías. El orden geopolítico no fue más justo con la caída de la Unión Soviética y eso nos acerca a una convulsión de proporciones inéditas.
Por eso la primera lección es que ninguna guerra puede sernos indiferente pues es la máxima expresión de odio humanos. La segunda es que la guerra tiene siempre una historia detrás. Esa historia hay que recuperarla si no queremos que se repita. La tercera es que estamos a tiempo de retomar el camino. Desde vastos sectores sociales el hartazgo y el dolor puede convertirse en las anheladas paz y prosperidad. La encomienda es continuar en nuestra persistente lucha para arrebatar a los poderosos el monopolio sobre la decisión de nuestros designios, traduciéndose en sociedades verdaderamente libres, pacíficas, democráticas, igualitarias, justas, plurales y prósperas.
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