Tomás Calvillo Unna
02/09/2020 - 12:05 am
La encrucijada de la vulnerabilidad
Retomar la experiencia del Ser en el estar, una antiquísima fórmula que perdura por su sencillez y posibilidad
al alcance de nuestras manos
Al arcoíris del 31 de agosto
que nos retornó el asombro
y los presagios en San Luis Potosí.
Saber que no tenemos control alguno,
sobre nuestra propia experiencia de vida,
cuando arriba un acontecimiento
que rebasa las comunes proporciones
en que solemos transitar
en nuestra cotidianidad,
es también descubrir
la contundencia de lo sutil
que implica desplegar en nuestra interioridad
la percepción del quehacer
y no limitarlo al acontecer diario
de eventos que nos absorben
en su expresividad fugaz y paradójicamente continua;
es la evidencia,
la desnudez del acontecer y su distancia innata;
la velocidad de la luz que cada segundo conlleva
en su manifiesta y pasajera inserción.
Evitar quedarnos atrapados en los horarios
que suelen definir nuestras tareas,
y saber asumir, sin delimitar lo que sucede a su inmediatez;
es decir, desplazar las secuencia, la sucesión de ritmos,
convertirla en una exigencia inevitable
al enraizar nuestra conciencia en el ámbito interior
y poder así experimentar el enigma
que nos habita y habitamos;
nombrarse en ese reconocimiento
no atenido a acontecimiento alguno;
esa experiencia en sí suele poner las cosas en su lugar
y nos libera de la cadena en apariencia interminable
de la rutina de sobrevivencia en la que todos participamos.
Retomar la experiencia del Ser en el estar,
una antiquísima fórmula que perdura
por su sencillez y posibilidad
al alcance de nuestras manos.
En periodos como el actual
donde la contingencia domina la propia realidad
hasta estrecharla y exprimirla
provocando un gran desasosiego;
la capacidad innata de otorgar
a nuestra respiración su poder primario
del inhalar y exhalar como el acto raíz
de nuestra existencia,
se convierte en la llave
de la propia conciencia liberadora
que ataja y desplaza esa densidad
que pretende evitarnos.
La opción individual y colectiva
de reconocer y afrontar la incertidumbre
a partir de focalizar nuestra concentración
en el ejercicio de observarnos
y advertir la experiencia de la atemporalidad que llevamos,
como un registro de la misma naturaleza,
permite conocer el valor intrínseco del desapego.
Ciertamente las mínimas técnicas que se requieren
parten de lograr lo que tradicionalmente
puede ser concebido como el silencio interior;
una ausencia de la misma palabra
en su abstracción más pura del pensamiento.
Esta accesibilidad no tiene un método único,
pero si exige el entrenamiento de una disposición,
para permitir el ejercicio a plenitud
y experimentar en carne propia
la riqueza de texturas que podemos
nombrar como energía pura.
Cualquiera sea la descripción,
la misma será ya, de una otra manera,
una forma de traducción y ésta
se sujetará a los múltiples contextos
que llevamos y nos circundan:
a su ropaje lingüístico, expresivo e incluso gesticular.
La asepsia en este sentido
también es un estilo posible
para aproximar esa finalidad
de hacer factible la vitalidad esencial
que nos conforma e induce a continuar
más allá de condicionamientos sociales.
El sabernos en esa infinitud encarnada
en nuestra fugacidad, es una tarea milenaria,
que nos precede cargada de misterio e incluso de anhelo.
La ausencia de una interacción evidente con el entorno
no significa una renuncia al mismo y sus narraciones;
es fundamentalmente una reorientación del tiempo y espacio
que asumimos y disolvemos
al fusionarnos en el umbral
de ese vacío que nos habita.
Es conocer en la profundidad de las entrañas
la banalidad de los reflejos,
el engaño de creer los relatos
de los personajes asumidos
e infieles así mismos;
el ciego arrojo de una inercia descomunal.
No hay paliativos a esta contundencia de saberse
en la gratuidad más extrema que es el propio respirar,
ese milagro recuperado en la soledad compartida,
en la tensión permanente de los pronombres,
que nos exhibe como una única familia tránsfuga
en un universo cuyo diseño ignoramos,
a pesar de estar tatuado en las palmas
de nuestras manos:
el sello del dolor, su cerradura en las entrañas
quemándonos los talones aquí en su crudeza;
tocando la puerta una y otra vez:
¿Por qué?¿Para qué?
Sin tener respuesta válida lo llevamos
con todas sus vicisitudes hasta el final de un camino
que hemos olvidado y creemos aún seguir.
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