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Tomás Calvillo Unna

29/04/2020 - 12:05 am

La cultura es la palabra

El poder sabe bien que la nación está viva, prevalece más allá de la arenga; y la nación por más abstracta que se conciba, en estos tiempos es lo que cuenta, por sus raíces, riqueza, diversidad e imaginario que nos articula, a sabiendas de que su sangre, la nuestra, es la cultura: el corazón de la palabra.

Los Fantasmas Del Hospital Pintura De Tomás Calvillo Unna

Sólo los avestruces
en el desierto
Esconden en el ala la cabeza

¡Ey!, fotógrafo
no es decente
¡Dormir si todo está completamente claro!

Osip Mandelshtam, trad. Víctor Toledo

La cultura no ha podido domesticar al poder, este retorna con más virulencia e intenta apropiarse del lenguaje mismo y de sus múltiples sentidos. El poder demarca desde su verticalidad el territorio de lo posible y pretende determinar el paso de las horas al fijar el calendario de los acontecimientos. La apropiación del tiempo es vital para su discurso y permanencia. Cuando su control se resquebraja las tensiones emergen, y se pierde la certeza del modelo y rumbo elegido.

El poder, por su naturaleza, reduce el conocimiento a una operación de autoridad: busca implantar un modelo social cuyas experiencias y referencias históricas son reducidas a afirmaciones de un presente anclado en lo atemporal de todo juicio supremo. El conocimiento y la ciencia misma, se encapsulan y sellan con una marca que confunde la ideología con la orientación.

El devenir se contrae hasta acoplarse a una visión única, espejismo u oasis, no interesa porque la realidad ya se sometió al ritmo de un monólogo que se alimenta del caos que lo rodea.

El orden pretendido requiere de la obediencia a una superioridad sin cuestionamiento posible; no es necesariamente una obediencia ciega, pero si sorda. Obediencia construida más en la estructura del léxico que en cualquier otro espacio; en dicha estructura el guion ya está escrito al igual que el destino de los personajes y sus atributos. En ese diseño la libertad se convierte en un dócil instrumento de la oratoria, solo en ella se despliega como una ilusión cuestionada.

El poder se erige en y como un lenguaje cerrado, único y exclusivo que se fundamenta en sí mismo, en su control y dinámica. Lo que se dice es, aunque no sea. El emisor puede en cualquier momento desmentir lo dicho, aunque lo dicho ya esté, lo que es relevante es que no se deje de decir y saber qué es verdad mientras se expresa una y otra vez, sin modificar la rutina.

El tiempo está congelado, el pasado atrapado en ello al igual que el futuro, sólo existe el presente promisorio que cada día discurre repitiéndose al infinito (o al menos hasta que las horas alcancen).

Al ejercer el dominio, el encierro se intensifica y el leguaje comienza a gravitar en sí mismo, su núcleo autorreferencial lo hacen lento, denso y pesado, abandonando la cualidad principal de la lengua: su potencial creativo, su capacidad de imaginación, sus alas de libertad, valga la metáfora, el potencial de invención.

En cambio, la atmósfera del poder se congestiona y presiona aún más las condiciones extraordinarias que una emergencia produce.

En tiempos excepcionales, (desde cierta perspectiva, el tiempo mismo nunca pierde su condición de excepcionalidad que la finitud le otorga) la urgencia de la lengua viva, como un ventilador vital para una sociedad fragmentada, herida, enojada y temerosa, que se asfixia, necesariamente tendrá que replantear su vínculo con el poder, y éste, a través de ella, consigo mismo.

Ciertamente en tiempos de guerra es difícil que la propaganda acalle sus panfletos y estrategia; no obstante, el instinto de supervivencia puede ser mayor y con más fuerza impregnar a millones para recuperar la palabra que acompaña, comunica y palpita. El poder sabe bien que la nación está viva, prevalece más allá de la arenga; y la nación por más abstracta que se conciba, en estos tiempos es lo que cuenta, por sus raíces, riqueza, diversidad e imaginario que nos articula, a sabiendas de que su sangre, la nuestra, es la cultura: el corazón de la palabra.

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