Tomás Calvillo Unna
19/01/2022 - 12:05 am
La cuerda floja de la civilización
«Cada palabra lleva/ una dosis de conciencia/ aunque lo ignoremos,/ está en su naturaleza fonética;/ así también el grito/ es un instinto de oxígeno/ que irrumpe y desaparece».
Nuestra condición humana
de andar muchas veces despistados
al intentar asemejarnos a los dioses
de las mitologías heredaras, ya no interesa.
Se ha elegido apropiarse
de todo lo que huela a inteligencia y creatividad
y que rinda frutos palpables
que puedan ser consumidos
de una u otra manera.
La línea roja, la de precaución extrema,
se cruzó hace tiempo.
Estamos desbordados y la velocidad se apropia
de nuestro ritmo titubeante e incierto.
El aceleramiento dominante
y la automatización pasaron de lleno a otra etapa,
en la cual ya no tenemos alternativa
más que continuar con las confecciones
de todo tipo que inundan nuestra cotidianidad
y la convierten en un nodo más
de millones en tránsito permanente
de imágenes y datos.
Sin el muro del tiempo no hay contención alguna;
y la realidad virtual oferta la inmortalidad;
es su implícito señuelo.
Este paisaje es ya un lugar común,
contiene aun intersticios,
en ellos podemos descifrar
el estado profundo de cada quien,
sin la manipulación adherida
al torvo conocimiento
del que impone su poder
y su grandilocuencia de lo inútil.
Ante ello:
la desnudez innata que llevamos
es la mejor armadura que podemos tener,
para atravesar estos campos de batalla
que suelen presentarse.
El saber mirar dentro
es la condición para continuar afuera
sin tantos tropiezos.
Una de sus claves se encuentra
en los ángulos de las palabras
que permiten la oración;
las implacables semillas del devenir.
Es el descubrimiento más relevante,
al pronunciarse se rasgan
las sombras de la exclusión
y se explican los destierros bíblicos
y su sed de retorno.
Cada palabra lleva
una dosis de conciencia
aunque lo ignoremos,
está en su naturaleza fonética;
así también el grito
es un instinto de oxígeno
que irrumpe y desaparece.
El canto es el alma de la palabra;
la raíz de su resonancia,
su poder de trascender a sí misma.
Hay una voz permanente de la naturaleza
que no cesa,
a pesar de nuestra afrenta diaria.
Alejarnos de ella es cada vez más costoso
y no hay crédito que valga.
Ya perdimos los ríos de la infancia,
y horadamos las montañas del saber
al talar los bosques de la imaginación.
Hoy, con temor y ansiedad, advertimos
del vértigo que nos ciñe.
La enfermedad nos recuerda la vulnerabilidad
que se oculta bajo la piel
y de vez en vez emerge para sacudirnos;
nos retorna a la proporción de ser criaturas.
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