Antonio Calera
08/06/2019 - 12:04 am
Jardín botánico
Un jardín, por supuesto, con una casa para cuidarlo. Y desde esa casa, desde su balcón, escucharlo y, si es que se puede decir semejante palabra en este caso, comprenderlo.
Hemos soñado en el tiempo con un jardín. Queremos un jardín que nos guarezca y al mismo tiempo soliviante para vivir. Uno bello y grande y generoso con nosotros y con los que vengan a visitarlo. Y que se halle ahí lo necesario. Lo suficiente y justo para un alma discreta pero altiva, humilde pero no en los alcances de su mirada, también curiosa o, mejor dicho, absolutamente golosa y pertinaz, excesiva pero sólo en sus apetencias interiores. Que esas almas sueltas de yugo, sueltas realmente a caminar sobre el mundo, encuentren en los escondites de dicho jardín el momento de allegarse lo suyo que es, simple y serenamente, llegar a ser, convertirse, esculpirse una forma que, aunque de masa de trigo, aunque de madera porosa, de arcilla quebradiza, sea propia. Única, de cuño propio, es decir, original. Y ese jardín sería uno que se abrazara y desprendiera desde la copa de un cerro medio, desde el punto más alto y visible de una mediana y feliz montaña. De ahí descendería serpenteante hasta convertirse, daría sus giros, se desenrollaría serenamente desde esa cúspide hasta convertirse sutilmente en una puerta principal o trasera según de dónde se venga, robusta y remachada con grandes clavos, justo como los durmientes de las vías del ferrocarril, y coronada por un dintel románico de huesos pero barroco de superficies, de fierro colado que luciría en su centro una campaña para llamar a los moradores interiores, además de un descanso lateral para tomar aire, respirar y apoyarse de quien solicite su apertura, sobre todo si viene éste de tierras lejanas, a pedir posada o agua, cumplir con alguna diligencia personal de los huéspedes hasta ese momento anónimos.
De esta manera nuestro bello jardín se vería como una suerte de ladera verde y sumamente frondosa, bella por decir lo menos, bien esparcido en terrazas abiertas, con sus jardines colgantes por los costados, como si de una bestia verde se tratara, un río de plantas o una cascada se tratara, un tirabuzón o un zigzag de brotes y colores, frondas y follajes que, como ya he descrito, según la perspectiva de centro de su pueblo, de la plaza central del pueblo que le diera nacimiento, ascendiera a la cima o descendiera a la superficie, a la explanada seca y calurosa, de piedra caliza deshidratada por la historia, una plaza como cualquier otra de otro pueblo en cualquier parte del mundo.
Un jardín, por supuesto, con una casa para cuidarlo. Y desde esa casa, desde su balcón, escucharlo y, si es que se puede decir semejante palabra en este caso, comprenderlo. Es decir, disponerle lo necesario. Lo veríamos desde ahí, en trance, en una suerte de encantamiento, como un ser vivo más, un amigo ancestral y sabio de la familia. Desde ahí, con una taza de té o un vaso de vino en la mano, observaríamos, serenamente, la dádiva de sus frutos. Imaginemos en ese jardín una yarda de tomates a todo lo largo, firmes y de marcados gajos, de pulpa dulce y generosa. Imaginemos también, corriendo al costado suyo, una cortina a sus pies de albahaca y ajos. Y ajos en el jardín los habrá siempre, por donde se pueda, diferentes tipos de ajos, porque conceden milagros. Y alfombras enteras de epazote, el té que viene de México, para saborear con nuestros granos. Y cebollas, tomates, cilantros y chiles, para preparar los alimentos con nuestras propias manos, tal y como fuimos enseñados. Los frutos de nuestro jardín serán cambiantes. Justo como los hombres y las mujeres que los plantan y los cultivan. Aquellos agricultores de nuestro jardín, jóvenes o viejos, los que ahí vivan o los que vaya de temporales, podrán sembrar ahí lo que la sabiduría les diga. Así, los por los miles de metros por donde se escurra nuestra parcela, cada vez que sea recorrida será distinta. Habrá papas y coles, pero también salsifíes y brócolis. Habrá alubias y fabes, en fin, distintos frijoles, cortos o largos, grandes o pequeños, negros o blancos, para todos los gustos, para manteles cortos o largos. Habrá de todo un poco en el jardín que imaginamos y la producción será vasta como el alma que lo levanta. Dará para la caridad en el asilo del pueblo, para las escuelas del pueblo y los enfermos, para vender en el mercado, el consumo interno, también para llevar al extranjero. Y como un reloj trabajará la gente el jardín, nadie perderá el tiempo. Las manos de las mujeres y hombres que en él laboren durante el día o la noche, será siempre entregadas y amorosas, no existirán los castigos ni los reproches, no habrá melindres ni aspavientos. Todo irá en calma, como en cámara lenta, todo se llevará con sosiego.
Imaginemos también que de ciertos arcos construidos como techos de teja, puestos a intervalos uniformes de nuestro anhelado jardín, cayeran decenas de racimos de uvas que ahí fueron a treparse desde las vides malcriadas, lentamente, sin prisa, hasta que de pronto, un día soleado, cuando los trabajadores del jardín se disponían a tomar una siesta en sus cuartos, observaron esos racimos ahí pendientes, señoriales, como canicas de agua dulce, a nuestra manos, listos para explotar su poesía en nuestras bocas. Sí. Queremos esos frutos, nos traerán amigos de lejos esos bellos puntos de gloria, los queremos ver nacer desde las vides torcidas, brotar de los sarmientos enmielados, ver sus pámpanas tiernas de verde subido ondear con los vientos que nos vienen desde las colinas vecinas, desde el río que camina tranquilo y es nuestro amigo. Ahí, esas vides iridiscentes, detonantes, brillarán en la noche y hasta en las mañanas para ser vistas y desprendidas, para que los que ahí trabajan en la belleza de nuestro jardín puedan tomarlas con sus manos enfangadas, y nunca falten a ellos esos azúcares, ese almíbar, ese magnífico maná.
Y habrá hortensias y agapandos y azucenas. Azucenas y hortensias y agapandos y también astromelias pero de otros colores, con otras altitudes y formas para que, aunque se vean como otras flores, las reconociéramos como lo que son. Como esos sueños en donde algún ser que conocemos no porte precisamente las señas de identidad que le corresponden, y aún así supiéramos que se trata de ellos, amor puro por ellos con otra cara, trasmutados. Para dar amor sin importar a qué o a quién. Porque queremos que ese jardín se abra de brazos. Que no esconda lo que se ha escondido por siglos: que provea con garbo y pare el hambre, sí, ayude a que no haya más sufrimiento por no tener qué comer sobre esas tierras, pero también dé su interior. Porque esta parcela será copiosa o no será, será abundante o no será, se brindará sin pedir nada a cambio más que agua y tierra y sol y trabajo y, como agradecimiento de ello, nunca restringirá sus frutos. Por el contrario. Dará y dará y dará de sí. Todo eso y más. Porque también nos enseñará a amar.
Un jardín con el aplomo y la dignidad de las antiguas y asombrosas culturas, en donde el agua fuera una sutil metáfora. Con fuentes y riachuelos para conducir el agua precisamente a un lado por donde caminásemos, donde el caminante sintiera siempre que ahí a un lado lleva también el agua, el agua lo acompaña hasta las alcobas, por donde quiera hay brazos de agua corriente, aljibes con plantas flotantes, inmaculados espejos de agua. Cauces, deltas de arcilla que, con sumo cuidado, con elegancia presta, sin perder una gota en su paseo, harán llegar el agua necesaria a todos los puntos de nuestro jardín, nuestro oasis para estar completos en el mundo, nuestro edén apuntalado en la tierra que habitamos. Por pura la gracia de lo que se impone desde siempre, desde que esta vida surgiera como se comprende, todo eso lo habrá. Serán de agua impoluta con sus peces japoneses. Y habrá nenúfares porque simplemente así lo deseamos y debajo de ellos piedras sumergidas y flojas, chiclosas por dormir sumergidas, piedras que pareciera se hayan reblandecido en su sueño subacuático. Y ahí podrá abrevar todo ser vivo que se halle por nuestros paraísos vegetales, y podremos cuando queramos echarnos un buche de agua fría, refrescarnos echándonos agua en la nuca, desde la cabeza pasando la nuca y hacia la espalda, para zangolotearnos, para sacudirnos, para despejarnos de toda la maraña y el embrujo de los pensamientos rancios, de la rumia de las porquerías, de las dormitaciones inútiles, las ideas mortecinas. Esos refrescos, esas abluciones, baños impúdicos y en desparpajo, constituirán a su manera renacimientos, fogonazos de vigilia linda para no dormirnos, para despertar, en un sentido metafórico y real, renacer a esto que es estar aquí y ahora, hic et nunc, en dialogo con la cosa, con lo que nos venga en gana entender como el éter y la cosa y los entes y la cosa de estar de pie y respirar. Los niños verán en esas fuentes la oportunidad de lavarse, de desmugrarse, de jalarse la piel con brillos de sol, y ponerse una nueva, lustrosa, ya cansados, vestidos de nuevo para la noche, para nunca jamás olvidar que ahí en ese cenote, en ese surtidor, se abrieron las puertas del misterio propio del conocimiento, de la poesía, la vida misma. Reflejados ahí, en la observación meditabunda de los cardúmenes, sentirán que dios, el que ellos quieran desde su pecho, los dioses que determinen ellos mismos sin recelo, a pura pureza desde su epidermis, los vigilan y cuidan, los harán cada vez más seres vivos, cada vez más humanos conforme avancen sus calendarios. ¡Vivan esas fuentes y sus carpas, los niños y sus piececitos mojados, sonriendo como ningún adulto puede más!
Y azulejos, claro que azulejos, que las paredes continentes de nuestro jardín sean un alto homenaje jeroglífico a la vida que vive ahí, guarden respeto estético a la vida que protege y fomenta, la enorme vida vegetativa, vida sensitiva y primordial a la que le da forma desde sus murallas. Azulejos que dibujen los oficios del terruño, estampas que seguro habremos de encontrar en vida al paso más adelante, azulejos de colores primarios, hechos por artesanos oriundos, orondos por haber participado en semejante invitación para hacer eco de nuestro bello jardín de las delicias. Y esculturas. Esculturas de barro cocido, de terracota de grano abierto, formado rupestremente por manos alfareras en meses enteros, con formas de niños y niñas, hombres y mujeres como posando en el día a día, para recordarnos que el presente siempre nos alberga aunque se evapore. Porque es justo en ese presente, ya habiéndonos abandonado el pasado, en medio pues entre eso que nos dejó de largo y el futuro incierto, justo en ese momento en que se da el gerundio del caminar, del estar dando los pasos por esta viña predilecta, vivimos. En ese presente, apenas teniendo como música el aleteo de un viento suave, el zumbido de las avispas, el revoloteo de mariposas y el sonido del silencio, porque sabemos todos de ese sonido que vive por debajo de cualquier maqueta de mundo, es cuando sopesamos la existencia y la abrimos, la explotamos, a cada momento, a cada paso, cada segundo del día.
Y sólo una cosa más. Este jardín que hemos imaginando, que ha nacido de nuestros sueños compartidos, bien pudiera cerrar sus puertas la mayor parte del tiempo. O más exactamente, casi durante todo un año. Que sólo abra sus puertas un par de días. El día en que se celebre la efeméride que el pueblo decida. Ese día y su víspera: el día de las flores si es que existe, el día de la vida si es que existe, los días de la savia o la clorofila si es que existen, podrá abrirse de par en par a todos aquellos que, legítimamente, lo necesiten. Entonces y sólo entonces, los moradores próximos o lejanos, los viajeros y los turistas, los sacerdotes, maestros, labradores y agricultores, lo mismo los criadores de ganado y los encargados de las oficinas administrativas, podrán venir para ver y vivir su majestuosidad.
Y esos días, esos únicos días en que sus imaginaciones sobre aquella bella estancia, aquel templo natural levantado al ansia del vivir, en homenaje a la vida misma, en que sus sueños y deseos sobre él se reúnan con la posibilidad real de habitarlo, todo aquel que haya pensado en hacerlo y se halle al fin frente a él, nuevamente frente a él luego de las fiestas anteriores, será infinitamente feliz. Por lo que sus sentidos le dicen (al ver las formas y sus colores, al tocar el terciopelo de sus flores, al escuchar al agua en su huida u olfatear ese vaho vegetal que recuerda el momento preciso en que paramos el nomadismo y nos erguimos en la civilización), los que ahí se encuentren, desenfocados de su vida vieja, rancia y adherida a sus vidas como un pegote de cuero, casi consternados, en desprendimiento de lo que no funciona más cerca de su cuerpo y de su mente, se sentirán cambiar. No podrán de pronto con una alegría que les sube por los huesos, no podrán dejar de sentir un cosquilleo por adentro de las venas, en fin, sentirse tranquilos y felices. Dejarán de sentir el lastre de sus nefastas versiones, el asesinato paulatino de su cuerpo, y sobrevendrá en ellos, con la fragua de las fuerzas incontenibles del centro de la tierra que se cuaja en ellos, el verdadero deseo de dar, a como dé lugar, con un bello y verdadero símbolo de paz.
(ZOPILOTE REY)
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