Tomás Calvillo Unna
01/06/2022 - 12:05 am
Este profeta que me llamo yo
«La savia del poder,/ las húmedas alas de su sombra:/ el yo que asciende en su pináculo:/ solo yo lo sé,/ solo yo».
“Tuya es la munificencia y abrumas a quienes te loamos.
Tuya es la hospitalidad más indulgente.
Un día después de leerme en voz baja, me dijiste:
Mientes.
Y sonreías.
Lo sé, lo saben todos, ellos
cuya envidia me cerca y cuya solicitud te acosa y agobia”
(Manuel Calvillo. De la Epístola III, del Libro del Emigrante. 1983)
*
Este profeta que me llamo yo
convertido en un insaciable ente
de vocación efímera;
extraviado en la grandilocuencia
que anuda poco a poco
la soga al cuello:
el emblema de estos tiempos
estrujados de historia.
El yo que exige su lugar,
su reconocimiento, su obediencia,
su inefabilidad,
que dice saber a dónde ir;
me confirma su voluntad
y califica a los demás,
en su alienada jerarquía
por representar a todos.
El yo que consume para si el mundo
y explica sus rotaciones,
y exprime las horas a su antojo
hasta quedarse solo en medio de la multitud,
escuchándose, escuchando…
El yo que no sabe sonreír,
cuya quijada toma el mando
hasta de sus palabras
que embaucan, mastica y escupe;
sus muecas lo aquilatan
sin darse cuenta ya,
sin saber mi nombre incluso;
en su enfado que amenaza.
Apoderado de su papel
reparte los castigos y los premios.
Es el dueño desde los primeros minutos
que revisa a pie juntillas
lo que habrá de desaparecer
antes de completar su edificación.
El Yo que gusta de la admiración,
del reconocimiento, de la fama;
no se mira más al espejo,
porque soy el espejo
– dentro y fuera –
Nadie,
sólo ese yo
es capaz de entender lo que pasa
para emprender
la exigencia de las tareas.
Ese Yo, que no es otro más,
que este que llevo desde el amanecer
y asume su destino signado:
el vaivén de Kali,
su turbada danza,
en el pozo profundo de la psique:
esa química del tiempo;
esta compuerta intacta que abro
y determina los pasos
que doy un día sí,
y otro más.
Este yo,
mi propio monumento que se erige cada hora,
en homenaje a las hazañas que emprendo.
No importa si comprenden o no,
si un vecino, una colega,
o un transeúnte lo percibe
y lo entiende.
Es el imperio
del desgarramiento de la mentira,
del filo de las uñas de la maledicencia
que se clavan en el léxico;
la cruel normalidad que no se rinde,
e impone su delirio: mis relatos,
el credo de sí mismo, el credo mío,
el sentimiento de ser infalible,
la irritada epidermis de una descomposición;
los años que llevo encima
y esos gusanos de la perplejidad
que recorren las coyunturas de mi cuerpo
y de noche reposan en mis párpados.
Son los caprichos nunca vencidos,
su paulatina devastación;
los planos de la grandeza
en las hojas de albanene
donde el viento se cuela
y entre la bruma silva;
líneas, siluetas
que trazan una tardía modernidad
con la fricción del metal que hipnotiza;
muerden el paisaje:
los ilusos kilómetros
de una niñez perdida,
su dolorosa pubertad:
la identidad robada,
la inexplicable sangre
que acecha.
Hay palabras como descalabrarse
que vienen de la infancia
y se pierden al paso de los años;
hay decisiones, accidentes,
como injertos crecen y se apoderan;
la venganza, el resentimiento,
de ahí provienen
y se insertan en la mirada;
son la precoz manipulación
de la sobrevivencia.
La savia del poder,
las húmedas alas de su sombra.:
el yo que asciende en su pináculo:
solo yo lo sé,
solo yo.
Solo
en la tertulia íntima,
contemplando los arrojos
sin necesidad de certeza;
con mi bandera desplegada,
llega la hora del abandono,
el cúmulo de veneno adquirido.
Nada quedará en pie,
tal vez la vaga imagen
de un héroe anónimo
en la pantalla del yo mismo.
de ese mismo que se ausenta
en la trágica libertad de ser.
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