Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
23/05/2022 - 12:04 am
Es clasismo, un rótulo que diga
«El revuelo que ha causado el autoritarismo higiénico de Sandra Cuevas, más allá de un breve drama chilango, es la señal de que la gente está preparada para este tipo de conversaciones: ¿cuáles expresiones merecen ser respetadas y cuáles deberían borrarse?».
Nadie sabe lo que tiene hasta que Sandra Cuevas lo manda quitar. Así nos dimos cuenta de que los dibujos de los puestos semifijos de algunas zonas de esta ciudad son parte de un lenguaje colorido que manda desde las láminas sus mensajes variados e inequívocos: «se venden tortas aquí», «ahí hay jugos de naranja», «aquí puede usted comer tacos». Ahora todos los puestos de la Alcaldía Cuauhtémoc deben dar el mismo mensaje, gris y reiterativo: en este local se obedece a la Alcaldesa.
La Alcaldesa de Cuauhtémoc tiene un sentido peculiar de la estética, pero también de lo práctico. Le parece que las manifestaciones gráficas variadas merecen “limpiarse” y que lo que se debe mostrar en las calles de su Alcaldía es “orden y disciplina”, es decir, el acato a una norma dictada desde arriba. Poco importa que la gente que pasa ya no identifique desde lejos qué puede encontrar en cada puesto, no importa tampoco borrar las señales para la memoria que cada persona asocia con esos rótulos («las tortas buenas son las de la tortuga en patines», «el puesto de jugos que me gustó es el que tiene una fresa que habla», etc.).
Que esta misma funcionaria hace unos meses haya propuesto construir un pasillo comercial con estridentes luces LED en plena Zona Rosa parece una contradicción, pero no lo es: a fin de cuentas, con ambos actos nos da a entender que su sentido de lo bello es aquello que se separe lo más posible de la creación orgánica local y se asemeje en la mayor medida a una prefabicación importada, por ejemplo, de Las Vegas.
Después de los reclamos de comerciantes, artistas y vecinos por borrar las identidades gráficas de los puestos de algunas colonias de la Alcaldía a su cargo, Sandra Cuevas ofreció una conferencia de prensa.
Allí defendió sus medidas de “uniformar y limpiar la Alcaldía” diciendo que éstas no ofenden a nadie, que los rotuladores son “personas que tienen un oficio”. Esta afirmación es tan obvia que lo que parece querer implicar es que no se trata de “artistas”, como muchos los han llamado para defender su trabajo. Más adelante, Cuevas elabora en esta idea: “se retiran los rótulos, lo cual no es arte. Pueden ser usos y costumbres de la Ciudad de México, pero no es arte”. Claramente, la Alcaldesa está respondiendo a quienes le reclamaron que al haber borrado los rótulos atentó contra manifestaciones de arte popular. La Alcaldesa continúa su defensa diciendo: “Ustedes mencionan palabras como clasismo y no sé qué imagen quieren hacer ver. Yo sé vivir sin nada y soy feliz viviendo sin nada, así como sé vivir en la opulencia. Yo soy una persona sencilla”.
La misma semana explotó en redes un video de una vecina de Polanco que se queja porque en su colonia abrieron un “antro” con diseño y luces de colores que, según ella, “no va en armonía con la categoría de la zona” y en cambio, parece estar dirigido a “gente de Insurgentes Sur”. Hasta antes de ver ese video, la mayoría de los habitantes de la CDMX no estábamos enterados de que “Insurgentes Sur” podía ser un topónimo despectivo. Recuerda un poco a aquél otro video viral de hace muchos años en el que una mujer le gritaba a un policía “asalariado”, y ahí los asalariados nos enteramos de que la palabra que describe la regularidad de nuestro ingreso podía ser usada por algunos como un insulto.
Tanto las declaraciones de Sandra Cuevas como las de la vecina de Polanco podrían no pasar de ser anécdotas para la indignación efímera de la semana, si no fuera porque juntas son muestra de un fenómeno más generalizado: el rampante clasismo que vivimos cotidianamente y que algunos convierten en queja airada y otros incluso en forma de Gobierno.
El que Sandra Cuevas se defienda de las acusaciones de clasismo diciendo que ella no es clasista, pues es “hija de comerciantes”, sólo revela que no ha entendido el concepto. El clasismo es un sistema de opresión social que perpetúa la condición desaventajada de las clases dominadas (que son siempre las clases populares o trabajadoras) y la condición privilegiada de las clases dominantes. Como otros sistemas de opresión, el clasismo se sostiene y se reproduce mediante una ideología, que implica, entre otras cosas, un cuerpo de valores que asigna prestigio a las producciones culturales, las costumbres y hasta la manera de hablar de las clases altas y, en cambio, menosprecia y estigmatiza las costumbres, las manifestaciones culturales, artísticas, y las variedades lingüísticas de las clases populares.
No necesariamente es más habilidoso un artista que expone en una galería de Polanco que un rotulador de la colonia Portales, pero con toda seguridad la sociedad le atribuye mayor prestigio a la producción del primero que a la del segundo. La manera de hablar de una persona de Las Lomas se considera “correcta” mientras que la manera de hablar de una persona nacida y crecida en Tláhuac estará salpicada de lo que los defensores del estatus suelen llamar “expresiones incorrectas”. No importa insistir en que cualquiera de estas dos personas domina el idioma a la perfección y lo usa diariamente para pensar y comunicarse exactamente con la misma capacidad. Para ser clasista no se necesita ser “de clase alta”, sino simplemente reproducir acríticamente la ideología que sustenta estas diferencias.
La discusión no debería ser si los dibujos de los puestos de tortas son arte o no lo son. La discusión es si merecen o no conservarse, de manera independiente a que se les considere arte. ¿Acaso sólo “el arte” (sea lo que eso sea) se debe conservar? ¿El lenguaje visual, el mensaje elaborado manualmente merece borrarse y sustituirse por un logo pintado con esténcil? ¿Bajo qué criterios es mejor la uniformidad visual que la variedad de mensajes? ¿Es más práctica? ¿Es más estética? ¿Es más informativa?
El revuelo que ha causado el autoritarismo higiénico de Sandra Cuevas, más allá de un breve drama chilango, es la señal de que la gente está preparada para este tipo de conversaciones: ¿cuáles expresiones merecen ser respetadas y cuáles deberían borrarse? ¿quién lo decide y con base en qué? ¿Cuándo sí y cuándo no vale la pena homogeneizar la imagen urbana y para qué servicios?
Si algo ha caracterizado a esta ciudad son las expresiones visuales y sonoras orgánicas, espontáneas y numerosas de quienes la habitan, desde los mensajes comerciales hasta las demandas políticas, desde las sencillas bardas que anuncian un concierto hasta los sobrecogedores reclamos de los familiares de las personas desaparecidas, o de las compañeras de las mujeres violentadas. En cada caso, el reto de la autoridad es no anteponer su afán de normar por sobre el derecho de las personas a expresarse. La ciudad más bella no es la más uniforme, sino la que más respeta a sus habitantes.
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