Aylan Kurdi y Marcos Miguel han quedado unidos en sus muertes, ocurridas a más de 10 mil kilómetros de distancia, pero bajo la misma idea: el mundo fracasa de la peor manera ante sus niños. Aylan, pequeño sirio de tres años de edad, murió ahogado en el Mediterráneo, pero también en el horror de la guerra de su país; Marcos falleció atravesado por una bala de la guerra mexicana de las drogas, junto a sus padres. Dispararon dos “narcotraficantes”, como las autoridades han presentado a dos muchachos de 16 y 17 años que un día se pusieron a vender drogas. Niños matando niños. Eso también es México y su bono demográfico tan cacareado hace 30 o 40 años. ¿Qué hay en la cabeza de un niño que va y le arranca la vida a otro? Quizá la historia del M. arroje un poco de luz…
Ciudad de México, 6 de febrero (SinEmbargo).– Así, sin nombre ni apodo, aunque sean el mismo: El M., nacido en una colonia cuyo nombre bastaría para pintarla: la José López Portillo, un barrio del oriente de la Ciudad de México donde el robo y asesinato se han hecho rutinarios.
“Entre nosotros mismos nos matamos”, resume al M., sentado en una banca del jardín frontal de La Corre, el nombre común de lo que oficialmente se llama Comunidad para Adolescentes en Conflicto con la Ley de San Fernando, una cárcel para niños en el sur de la Ciudad de México.
–¿Se hace costumbre matar? –pregunto al muchacho de cejas y pestañas tupidas. Entrecierra los ojos como dosificando el sol de la mañana que le encoge las pupilas.
–Sí. La primera vez tienes miedo, ¿no? Que te agarren, pero matas por desesperación –responde sin presunción. Suelta las palabras suelta como si arrancara las hojas de un cuaderno con algo de fastidio. A diferencia de otros niños asesinos de La Corre, en El M. no hay presunción y cinismo, como desborda a El Loco, asesino de media docena, ni fría indiferencia como destila El Ivancito, matón de docena y media. Al fondo del M. se escucha el tintineo de la melancolía.
El M. es uno de los jefes naturales del tercer dormitorio en 2012, cuando hablo con él. Ahí están los jóvenes que, en reclusión, se han internado en la mayoría de edad por delitos cometidos antes de sus 18.
Aquí, en La Corre, hay multihomicidas condenados a cinco años de prisión. Muchos saldrán algunos meses a la libertad sólo para ser reclamados por el barrio y hacer lo que el barrio les exige que hagan: robar, secuestrar, matar, caso del Ivancito o El Banda, ya internados en los reclusorios para adultos.
–La gente se aferra y la matas.
Así lo aprendió de su padre, quien lo golpeó tantas veces que ni caso tiene intentar un cálculo. El hombre se encarnizaba más con el chavalo cuando éste se interponía entre él, casi siempre ebrio o crudo, y su madre, siempre postrada con la boca sangrante.
“Me pegaba con el chicote de la bicicleta. Me marcaba y crecí con ese odio. Lo quería matar. Fue a él la primera persona que quise matar. Pensé chingarlo con un picahielo. Nunca lo intenté, pero desquitaba mi coraje con otros que luego no se dejaban robar y les ponía en su madre. El también ya andaba de cabrón con los asaltos”.
Apenas dejaba la infancia y El M. ya era un coctel molotov de ira, ambición y decepción, las claves de El Banda para comprender el internamiento al bosque oscuro, del que quizá ya no hay retorno.
De su padre, El M. obtuvo los demás elementos claves en su vida. De él aprendió a chinear, aplicar la llave de lucha que pone a punto de la asfixia a quien se asalta por la espalda.
Segundo: le regaló la primera nueve milímetros que llenó la mano del muchacho cuando cumplió 13 años.
Y le mostró que el tránsito por las prisiones es tan insalvable como la muerte: para entonces, el hombre ya había pasado tres ocasiones por el Reclusorio Oriente por dos homicidios y un robo.
“Guardé el arma. Busqué trabajo y nada. Estaba cabrón: hasta por barrer me pedían la prepa. A los 14 comencé con robo de transeúnte y luego a carro. Me chingué unos siete. Trabajaba hasta Ixtapaluca, Chalco, Los Reyes La Paz. En Santa Cruz había unos deshuesaderos y la gente de ahí pedía los carros. Me daban 15 mil por carro”.
–¿Y a quiénes mataste?
–Ni los conocía, cabrones que se me pusieron al pedo en el atraco. Es más fácil chingarlos. Fueron ocho.
–¿Te acuerdas de sus caras?
–No… Te piden que no los mates y con más favor les tiras a matar. Me decían de su familia, que les tirara paro. Y no, no son huevos al gusto. Entonces les tiraba. Después me iba a activar (a inhalar solventes)… Es como sentir el poder de otra vida en tu mano.
–¿Trabajaste con la policía?
–Una vez la tira me agarró en Santa Martha Acatitla, en Iztapalapa. Me detuvieron por robo de auto. Querían 100 mil pesos, pero aflojé 60 mil a los judiciales y con eso salí.
–¿Qué piensas de toda la violencia que hay en el país?
–Que está culero, ¿no?
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El politólogo y administrador público Jorge Apáez reflexiona sobre la enorme generación de muchachos que en algunos años serán adultos con poca experiencia laboral formal, sin acceso a los servicios de salud ni integración a un programa de pensiones.
Apáez dirigió la Comunidad para el Desarrollo de los Adolescentes, el centro de internamiento de cuidado especial para chavos bajo proceso penal en la Ciudad de México.
Esta Comunidad, la de menos peligrosidad del sistema para menores infractores en la capital, alberga alrededor de 150 muchachos y atiende cerca de un millar al año. Aquí llegan los jóvenes de menor edad y los más pequeños de estatura. Eventualmente llegan muchachos por otras razones, por ejemplo, que requieren atención especializada y personalizada propia de esta comunidad.
“En el círculo al que han entrado, esto es lo mejor de lo peor. Lo peor es su muerte. Llegan a una oportunidad”, enuncia el funcionario.
–¿Qué piensa del bono demográfico?
–Que estamos en medio de una tragedia nacional y mundial. En nuestro caso, como sociedad, no hemos aprovechado la transición demográfica y dejamos ir la oportunidad de crecimiento. Es como una familia: el chico llega a la edad productiva y, en vez de fortalecerla, abandona la escuela y no tiene trabajo. Esa es una desgracia nacional.
–¿En qué momento se extraviaron las políticas públicas encaminadas a jóvenes?
–Cuando hizo crisis el modelo estabilizador, tuvimos el infortunio que quienes encabezaron las grandes políticas públicas del país no abrazaron un modelo propio adecuado a las necesidades y características de nuestra sociedad, sino que admitieron la imposición de un modelo económico ajeno a nuestras condiciones, el neoliberalismo. Esto fue en el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988) y ahora vemos las consecuencias.
–¿Cuáles son las diferencias en términos de perspectivas de la generación de jóvenes a la que usted perteneció, en los setentas, respecto a los actuales?
–Por supuesto, la tecnología ha hecho grandes aportaciones. Pero desde el punto de vista cultural, de integración y cohesión social veo un rezago notable. El título universitario se ha deslegitimado muchísimo. Los chicos tienen una visión muy pragmática: si el primo o el amigo se quemó las pestañas estudiando, pero no tiene trabajo o vende enciclopedias, y ve que es un camino muy largo para obtener utilidades directas, se va por lo más fácil para resolver los problemas económicos más inminentes.
–¿Cómo encuentra el estado ideológico de estos chavos?
–Muy amorfo. Hay una ausencia total de compromiso con la familia, la sociedad y con ellos mismos. El tipo de relación que tienen con los medios de comunicación, especialmente con la televisión, es enajenante. Como todavía no tienen una personalidad formada, adoptan lo que ven. ¿Con quién se relacionan más los chicos en sus casas? Con la televisión. Hay chamaquitos que viven en una caricatura. Hasta tuve que ver la caricatura esa para entender qué son los saiyajines. El fin del consumo es el consumo mismo. Los medios para lograrlo es lo de menos; se es en la medida del consumo. Esto crea angustias poderosas y constantes en el principio de comparación. Se vuelve una forma de identificación y relación. Socialmente, no les damos lo que les decimos deben tener y cuando lo consiguen por medios diferentes, los castigamos. Es un asunto de responsabilidad social y todos la compartimos en mayor o menor grado.
–¿Qué pasará con estos 30 millones de jóvenes dentro de 20 o 30 años atendiendo a todo lo demás?
–El tema es altamente preocupante. Debemos hacer programas de atención diferenciados de acuerdo con las necesidades de esos sectores. Con este modelo económico corremos el peligro de que entremos en un proceso de degradación y descomposición social aún mayor de lo que ya estamos viendo. Es un riesgo a mediano y largo plazo.
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Para el sociólogo Héctor Castillo Berthier, la lógica actual de la educación formal e institucional está agotada. La escuela ya no garantiza el ascenso social. “El título ya no significa nada”.
Hasta el momento, critica, las políticas sociales dirigidas a jóvenes en México han sido inexistentes o desarticuladas, al tiempo que la población de entre 15 y 29 años enfrenta nuevos elementos: la escuela no es más un mecanismo de ascenso social, el empleo se ha reducido, la familia se ha desarticulado y existen nuevas formas de culturas juveniles.
Los valores laicos se han desplazado hacia el abismo. Los padres ya no son los héroes. Una pinta en Culiacán, Sinaloa, una de las plazas con más raigambre del narco, lo sintetiza bien: “Prefiero morir joven y rico que viejo y jodido… igual que mi papá”.
En México, de cada 10 empleos generados seis y medio se abren en el sector informal, no sólo habitado por vendedores de frituras en la calle o acomodadores de autos. También es espacio de extorsión y narcomenudeo, de la diversificación del crimen organizado.
La informalidad es el magnífico campo de cultivo para millones de jóvenes que están a la deriva y son encontrados por la delincuencia. “Algunos los llaman los ninis (ni estudian ni trabajan), algunos los llaman los excluidos. Para Castillo Berthier, simplemente son los chavos pobres de los sectores populares que no tienen espacios ni forma de participación real.
“El fenómeno del crimen organizado tiene un ejército industrial de reserva compuesto de elementos absolutamente desechables. Nadie sufrirá por ellos ni estará atento a lo que les pase (…) Si uno pudiera introducirse en las vidas de esos jóvenes, encontraría que sólo buscan su superación personal”.
Está el otro lado de la relación entre los jóvenes y el crimen organizado: el propio consumo de drogas, cuyos niveles tampoco tienen precedente en el país.
El argumento con que la administración de Felipe Calderón ha justificado la guerra –independientemente de la pertinencia de este término, al principio usada por el propio presidente– contra el narcotráfico se basa en un eslogan publicitario: “Para que las drogas no lleguen a tus hijos”.
Bajo esta idea, si se atiende a la argumentación de los funcionarios federales, Calderón Hinojosa incluido, es dispensable la muerte de más de 40 mil mexicanos en los últimos cuatro años y seis meses de gobierno.
El 90 por ciento de los muertos, ha dicho la autoridad, vivieron y murieron como sicarios y delincuentes, como si en consecuencia la muerte fuera meritoria y deseable, no sujeta a la consideración de una vida alterna de miles de jóvenes muertos en la ilegalidad, pero antes excluidos de la educación y el trabajo formal y en medio de un sistema político, social y económico descompuesto.
Y, por otro lado, ¿y las viudas y los huérfanos de esas decenas de miles?
“Para que las drogas no lleguen a tus hijos” se dice una y otra vez por radio y televisión. Pero las drogas llegan más que nunca a los chavos y esta afirmación está dada en los números del propio Gobierno federal.
En los últimos seis años, según la Secretaría de Salud, el uso de cocaína se duplicó y hoy es consumida por al menos 3 millones de mexicanos. Los usuarios de mariguana pasaron en ese lapso de 2.4 a 4.2 por ciento de la población.
Además del consumo irrumpen nuevos fenómenos asociados a este, como el abuso de más de una sustancia, la reducción en la edad de inicio, el incremento de estudiantes adictos, el avance de las mujeres en el uso de narcóticos y la extensión del abuso de inhalables a clases medias y altas.
“Los jóvenes han sido estafados reiteradamente”, acusa el sociólogo Castillo. No creen en la política y desprecian a los políticos. Han sido tratados por ellos como prospectos de delincuentes desde hace medio siglo, pero en los años del Movimiento Estudiantil de 1968 tenían claras posiciones ideológicas. Hoy no. Descreen por completo en el futuro.
Por esta ruta, dice Castillo Berthier, el bono demográfico está irremediablemente perdido. El freno ante el abismo es, para el doctor en sociología, la intervención en la educación, la cultura, la transmisión de valores y, por supuesto, el empleo.
“Hay muchísimos chavos encabronados y con razón, que se han pasado, en su propia visión, a ser simplemente antagonistas de cualquier cosa que pueda llamarse Estado, gobierno, autoridad o lo que sea”.
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El 26 de octubre del 2008, El M. propuso a Rutilio Morales Cabrera El Rutis un secuestro. Antes habían cometido cuatro y este sería simple. El M. había escogido a José Javier, conocido y cercano de sus padres y cuya familia comerciaba en un tianguis de la Colonia Escuadrón 201, en Iztapalapa.
Las familias mantenían estrecha relación al grado que los padres de José Javier habían costeado, apenas dos años atrás, la fiesta de 15 años de El M.
El domingo 26 de octubre, el muchacho de 17 años buscó a José Javier entre los puestos del mercado callejero y lo subió a un taxi.
Lo llevó a una casa rentada y El Rutis quedó a cargo de su vigilancia. Cada día, durante el poco tiempo que duró el secuestro, El M. aportó la comida del secuestrado, al tiempo que negociaba con su familia. La discusión no demoró y la policía, al principio, desconoció el plagio. El M. y el padre de José Javier pactaron el pago de 300 mil pesos a cambio de la libertad de José Javier.
“A él sí pensé en dejarlo ir, porque me caía bien. Me hablaba bien. Le daba de comer pollo rostizado. Estaba en un cuarto sólo y lo dormíamos en una colchoneta. Vestía pantalón de mezclilla azul y una playera negra con unos zapatos que tenían una línea blanca.
“Cuando acordamos el rescate, le dije a mi causa que lo dejara en lo que yo cobraba el dinero. Le di las llaves del carro y no me di cuenta… él ya también estaba drogado y se lo llevó caminando. Cuando regresé vi el carro ahí. Me pareció raro. Entré a la casa y no estaba El Rutis. Pensé que andaba tirando el rol. Me fui confiado con el dinero y lo guardé. Saqué 10 mil pesos y compré ropa y tenis. Regresé a las ocho de la noche y vi a El Rutis [entonces con 21 años de edad]”.
–¿Todo bien? –preguntó El M.
–Sí, todo bien –respondió.
La denuncia ya estaba hecha. Según El M., El Rutis cometió el descuido de pasearse por la calle con el secuestrado. La policía dice que la pista la dio el taxista que condujo del tianguis a la casa de seguridad.
Fue un asunto de horas. Con toda su experiencia, el muchacho no reparó en una camioneta estacionada afuera de la casa de sus padres. Apenas se acercó, bajaron varios hombres armados.
–¿Tu eres El M.? –le cuestionó un policía.
–Sí, pues sí –respondió el chavo.
–Pues chingaste a tu madre.
–¿Y ahora qué?
–Estás por el secuestro de José Javier. ¿Dónde está?
–¿Dónde está quién?
–El secuestrado, no te hagas pendejo.
–No sé nada.
–¿Quieres que te diga quién es? –ironizó el policía judicial y lo llevó a empujones a la camioneta. Le metió la cabeza por la ventanilla y ahí estaba El Rutis a quien, según El M. habrían torturado para que hablara e involucrara a sus padres.
Los jueces resolvieron que el padre golpeador, la madre golpeada y el hijo asesino son cómplices de secuestro y homicidio. El matrimonio fue condenado a 55 años de cárcel y el muchacho a casi cinco.
– ¿Quién era José Javier?
–Yo lo conocía. Preguntaba por su mamá, pero yo le decía que ella andaba de vacaciones… Era un niño de cinco años.
– ¿Cómo murió el niño?
–A él se le aplicó una inyección de ácido para batería de carro en el corazón.