Donald Trump amenaza con negar su derrota e impugnar las urnas, porque probablemente no se ajustarán a su deseo. Esto es lo más peligroso de las elecciones presidenciales de hoy en Estados Unidos.
Por Francesc Badia I Dalmases
Madrid, 3 de noviembre (OpenDemocracy).– «El sujeto ideal para un Gobierno totalitario no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción, y entre lo verdadero y lo falso han dejado de existir»: Hanna Arednt, Los orígenes del totalitarismo.
Donald Trump conecta emocionalmente con una parte importante de los norteamericanos porque les parece auténtico, real. Se parece a lo que son ellos mismos. Si se les pregunta, muchos creen que, como es un empresario, dice la verdad, y no como los políticos, que siempre dicen mentiras. «Dice lo que piensa, es honesto», afirman. Y Trump grita en sus mítines: “miren a esos políticos mentirosos y corruptos. Yo no soy como ellos. Yo no soy un político, y lo sabes”.
Y es sobre este ataque frontal a la política y sobre la muerte de la verdad sobre lo que ha construido su legado populista, que viene a resumirse en: “diles lo que quieren oír y luego haz lo que más te convenga a ti y a tus negocios”. Esa es la ética empresarial, individualista y sin escrúpulos, que comparten tantos compatriotas suyos. Los Estados Unidos no son una nación, son un negocio, piensan. Y en eso coinciden con Trump.
Así, su Presidencia se ha basado, no en gobernar, es decir, en buscar la mejor de las soluciones posibles y duraderas para el mayor número de gente, sino en cerrar tratos. Se trata de un juego de suma cero: nosotros ganamos, ellos pierden. Su foto favorita ha sido esa en la que enseña orgulloso un contrato (normalmente, un decreto) con su interminable firma estampada, rodeado de los sonrientes y satisfechos beneficiaros del negocio, principalmente lobistas de todo pelaje, que medran adulando al presidente.
MANIPULAR LA REALIDAD
Desde el primer momento, Trump ha construyó su presidencia sobre la base de manipular la realidad que no le conviene, o que simplemente no le satisface. Empezó su carrera política apuntándose a la teoría de que Obama no nació en EU y que, por lo tanto, era un Presidente ilegítimo. Tanto insistió, que Obama se vio obligado a enseñar públicamente su certificado de nacimiento. Pero Trump nunca rectificó.
Y así, aunque fue del todo evidente que en la fiesta inaugural de su Presidencia había mucha menos gente que en la de Obama, él determinó que eso no era humillante y que, por lo tanto no era verdad. Respondía a una construcción de los medios de comunicación hostiles, fabricantes de noticias falsas, como no ha dejado de repetir durante estos cuatro años. Su portavoz dijo que los medios mintieron sobre la cantidad de gente que asistió a la inauguración y que ellos, la Casa Blanca, tenían “hechos alternativos”. Da igual que la realidad científica demuestre otra cosa. Esa es la pesadilla de Orwell hecha realidad.
Como señala la crítica literaria del The New York Times Michiko Katutani en reciente su libro La muerte de la verdad, en la distopia descrita en la novela 1984, “la palabra ‘ciencia” no existe porque ‘el método del pensamiento empírico, sobre el que se fundamentan todos los avances científicos del pasado’ representa una realidad objetiva que amenaza el poder del Gran Hermano para determinar lo que es verdad y lo que no lo es”.
Así, toda su presidencia ha girado en torno a desacreditar la verdad cuando ésta no se ajusta a su interés. Su método es atacar sistemáticamente a los medios no afines y construir esos hechos alternativos que se ajustan a su capricho. Por eso, Trump amenaza ahora con negar su derrota e impugnar las urnas, porque probablemente no se ajustarán a su deseo. Esto es lo más peligroso de estas elecciones de hoy.
Ontológicamente, Trump no puede perder. Para él, esta realidad es inconcebible. No puede ser que lo echen de la Casa Blanca. Hay que comprender la psicología del personaje. Él construyó su inmensa popularidad en el programa televisivo “El aprendiz”, donde su frase favorita era: «está usted despedido». Trump confunde el poder político con el poder de echar a la gente, y no concibe ningún escenario en que alguien pueda echarlo a él. Por eso es tan peligroso para la democracia, por eso amenaza con declararse victorioso, sea cual sea el resultado de las elecciones de hoy.
IMPUGNAR LA VERDAD
En cualquier caso, nos enfrentamos a la posibilidad de cuatro años más de Presidencia de Donald Trump si éste consigue ganar las elecciones, o imponer a la fuerza su victoria. Las encuestas (y las apuestas) dicen que lo tiene difícil, pero no imposible. Si, por el contrario, como parece mucho más probable, gana Biden holgadamente, es muy posible que Trump diga que todo ha sido un fraude (viene preparando ese argumento desde hace meses). En ese caso, asistiremos al peligroso espectáculo de un Trump que se niega a abandonar la Casa Blanca, gritando como un niño histérico que no quiere obedecer a sus papás.
La evolución de la política en la democracia norteamericana ha sufrido importantes retrocesos estos últimos años, pero ninguno como el de la Presidencia de Trump, cuando hemos asistido a la voladura del terreno común, donde se tejen los consensos sobre los valores y principios que deben regir una sociedad abierta y a la separación de poderes que asegura en la práctica la democracia liberal.
El ataque a la verdad ha sido fulminante, mientras que la política espectáculo, concebida como un show continuo donde el actor principal ocupa casi toda la pantalla casi todo el tiempo, ha sido un remedo histriónico del Gran Hermano orwelliano. El show de llegada a la Casa blanca el helicóptero tras drogarse en un hospital militar contra el coronavirus pasará a la historia de los espectáculos propagandísticos más grandilocuentes.
No abandonar nunca la pantalla y ocupar toda la esfera pública en base al ruido, la propaganda y al tuit compulsivo del líder supremo alentando la mentira, la confrontación y la violencia, recuerdan la peor pesadilla de los años 30 del siglo pasado.
Pero hacerlo, además, no desde la política sino desde la anti-política, ha sido la aportación más tóxica del trumpismo vivido en los últimos cuatro años. La fórmula empleada ha sido posicionarse sistemáticamente en contra de las instituciones democráticas y atacarlas siempre que estas no jueguen al juego del engaño y la manipulación que favorecen la posición del jefe. Así, el ataque al doctor Fauci, principal asesor del Gobierno en la pandemia, por decir que el coronavirus está desatado en el país, o al tribunal que da por válidos 127 mil votos en Texas, depositados por ciudadanos asustados por la COVID-19 que han preferido votar sin bajarse de sus automóviles, constituyen las últimas entregas de este melodrama peligroso.
“Yo estoy aquí para sanar el terrible daño que hicieron a este país Obama y Biden”, predica en sus mítines Trump. Ahí se presenta como el “salvador” de América, que ha hecho verdaderos milagros en sus 3 años y diez meses de Presidencia, y que ahora viene a salvarnos del socialismo.
Sólo el maldito virus, «enviado por los chinos (sic)», que ha infectado a 9 millones de norteamericanos y ha matado a más de 230 mil, ha podido estropear la verdad de la mejor Presidencia de la historia de los Estados Unidos.
Cuando el populismo más despótico, basado en la impugnación sistemática de la verdad, se instala en el sillón más poderoso del mundo, sólo la rebelión de la propia realidad puede desalojarlo. Y esa realidad, hoy, se llama COVID-19.