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Fabrizio Mejía Madrid

27/01/2022 - 12:05 am

El culpable de tus pesadillas

No sólo deberíamos de combatir el linchamiento contra el doctor Hugo López Gatell, sino reconocerle a él, a todos los médicos y enfermeras que enfrentan todos los días a la enfermedad.

El pasado 20 de enero un Juez ordenó a la Fiscalía General de la República investigar por homicidio al encargado del control de la pandemia en México, el doctor Hugo López Gatell. Según la demanda interpuesta por dos empleados del despacho del abogado Javier Coello Trejo, el subsecretario de Salud “no previno el atacar la pandemia”. No obstante el disparate, una organización llamada UNE, convocante de la alianza Sí por México, que todos conocemos mejor como el PRIAN, se adhirió con rapidez a la denuncia. No debería provocarnos más que una media sonrisa si tan sólo no implicara a un Juez, a la oposición, y a algunos de los más rabiosos comentaristas de los medios corporativos de comunicación.

Nadie es culpable de una pandemia como tampoco lo es de un terremoto o una inundación. Sostener lo contrario sería como cuando mi abuela decía que te enfermabas por no ponerte el sueter y no por un virus que circulaba. Si hubiera culpables, ¿se diría que los enfermos no se cuidaron de cumplir 60 años? Es así de absurdo.

Que una persona sea culpable de una epidemia nos regresa a una mentalidad medieval, anterior al pensamiento científico. Durante la peste negra del siglo XVII, se pensó que existían personas que sembraban los contagios, que deliberadamente esparcían la enfermedad, y que deberían ser perseguidos y castigados. Los culpables eran los extranjeros, los viajeros, los marginales y los judíos. Se les acusaba de envenenar los pozos de agua, de untar ponzoñas hechas de sapos, serpientes, y baba de los pordioseros en las bancas de los parques, de aprovechar los funerales o las misas públicas para diseminar sus unguentos mortales. La peste negra era llamada “flamenca” en España; “holandesa” en Inglaterra; “peste de Milán” en Francia; “húngara” en Lorena. Existían “sembradores de peste” que, una vez atrapados y torturados, confesaban su alianza con el Diablo.

Pero lo que recuerda esta demanda en pleno 2022 es la de agosto de 1630 en Milán. Ahí se acusó de diseminar deliberadamente la enfermedad a Guglielmo Piazza, el comisario de Salud Pública. No obstante haber estado en la primera línea de atención médica a los enfermos, los jueces decidieron que había usado un ungüento mortal repartido en las barberías para rasurar —y así contagiar— a cientos de milaneses. Lo declararon “enemigo de la Patria” y, junto con el peluquero y afeitador Giangiacomo Mora, fueron atenazados con fierros al rojo vivo, cortadas sus manos derechas, sus huesos rotos. Tras seis horas de tormentos en una rueda, fueron quemados; sus bienes vendidos en subasta, sus cenizas arrojadas al río y, a fin de eternizar la memoria de este hecho, el Senado mandó derrumbar su casa para que, en su lugar, se alzara una columna llamada Infame. En la estela, que existió hasta 1778, se leía: “Atrás, buenos ciudadanos, que este suelo maldito no los manche con su infamia”.

Desde el inicio de la pandemia, los encargados de su control en diversos países han sido declarados como culpables de los contagios, las hospitalizaciones y las muertes. Tanto Anthony Fauci en los Estados Unidos, como Matt Hancock en Gran Bretaña —entre muchos otros— han soportado los ataques de los medios que los han responsabilizado de lo que se esparce por el viaje de la saliva en el aire, que se exacerba en los adultos mayores, los que tienen sobrepeso, y los diabéticos. Desde julio de 2020, el líder de los senadores de Acción Nacional, Mauricio Kuri González, acusó al doctor López Gatell de ser culpable: “no recomendó el uso del cubrebocas, no aplicaron suficientes pruebas, no se restringió a tiempo la llegada de visitantes extranjeros, el confinamiento inició tarde, no se prepararon con la suficiente infraestructura hospitalaria, material o equipo médico elemental para atender la emergencia”. Sólo le faltó decir que había untado con veneno las barbas de los ciudadanos.

La respuesta al pensamiento mágico de la oposición sería reiterativa de las 451 conferencias diarias que dio la Secretaría de Salud entre el 22 de enero de 2020 y el 11 de junio de 2021 sobre la pandemia. Las repito, por si los opositores se las perdieron: 1) No es que no se recomendara el uso del cubrebocas sino que daba una falsa seguridad a quienes lo portan, a media boca o de tapa-papada, y tienden a olvidar la sana distancia, la ventilación, y el lavado de manos; 2) la aplicación de pruebas no mide más que el instante y, por ello, puede haber falsos negativos en la calle, además de que las pruebas de antígenos sólo tienen una precisión de 50 por ciento, es decir, de un volado; 3) la restricción a los viajeros no es una medida útil si no estamos en el Milán del siglo XVII porque ahora sabemos que, para cuando cierras las fronteras, ese virus ya hace tiempo que llegó; y 4) la mala infraestructura hospitalaria es la gran herencia de —sí— Acción Nacional y el PRI de Peña Nieto.

Pero me preocupa más la idea de la ciencia que tiene la derecha. Se le reclama a los doctores no haber tenido una varita mágica… o una espada…. para —como dice el abogado Coello Trejo— “atacar la pandemia”. Es una enfermedad nueva, un nuevo coronavirus, cuyos caminos no estaban claros en 2020, cuando desgraciadamente murieron los familiares de los que hoy demandan al doctor Gatell. La ciencia no funciona como oráculo, como profecía, como adivinación. Examina, experimenta, replica resultados y eso, aunque les pese a los que creen en la magia, lleva tiempo. El SARS-COV-2 se aisló en un laboratorio chino hasta el 12 de enero de 2020 y, siete meses después, el 11 de agosto se anunció la primera vacuna en Rusia. Pero todavía vendrían los tres, cuatro, cinco picos más de contagios, las hospitalizaciones, las muertes.

Las variantes, del Alfa hasta ahora el Ómicron. Todavía faltaba producir o conseguir las vacunas, envasarlas, congelarlas, comprarlas, y repartirlas. Faltaba convencer a la gente de que se vacunara, cuando no de demostrarles que el virus realmente existía. Faltaba convencer a la gente de que las medidas sanitarias eran científicas, basadas en la prueba y el error, y no conjuros de hechicería que, con unos cuantos pases mágicos, terminarían con la enfermedad.

Esto me lleva al punto que me parece más relevante: la relación entre lo individual y lo planetario. Las demandas penales contra los doctores son sobre casos, no sobre la dimensión epidémica. Entre ambos –lo que a mí me ocurre y lo que le sucede a las comunidades– no hay lógicas equiparables. Por ejemplo, muchas de las cosas que, como individuos hacemos son intuitivas pero no necesariamente científicas: pisar tapetes sanitarios, lavar las cosas del super, quitarnos la ropa y ponerla en cuarentena. Son rituales de la angustia. No hacen daño. Pero hay otras, como no vacunarse y exponer a los demás al contagio porque personalmente no crees en la ciencia, que son riesgosas, no en lo individual, sino en la posibilidad de que surjan nuevas variantes más agresivas. Un amigo compara a los anti-vacunas con los fumadores: ¿Por qué reividicar como libertad individual lo que le podría perjudicar a los que están a tu alrededor? Nadie se opone a la restricción de fumar en lugares públicos, ¿por qué, entonces, se alteran tanto con las limitaciones para los no-vacunados?

La otra relación entre lo individual y lo colectivo es la idea de que la pandemia es una mera opinión. Esto tiene que ver con las malas creencias, es decir, las que encuentran controversias donde no las hay. Un ejemplo, es el racismo o el sexismo –que existen razas o géneros superiores e inferiores– que son creencias que cualquier autoridad científica puede desmentir.

La clave del pensamiento mágico detrás de la demanda del abogado Coello Trejo es justo esa: la evidencia científica no se refiere a los problemas individuales sobre los que estamos tratando de decidir, sino a la confiabilidad de los mensajes de los médicos y cómo miles de millones de personas respondieron a esa evidencia. Para ponerlo en claro: no es lo mismo mi opinión o la de una dentista que la de los organismos de salud del mundo entero. Delegamos en los médicos a cargo de la pandemia nuestra confianza. Creemos en que existe el virus, que todas las vacunas funcionan, y que los modelos matemáticos que diseñaron para contenerlo, fueron buenos. La autoridad del conocimiento existe, independientemente de nuestras opiniones personales. Nadie de nosotros requiere, para creerles a los médicos, haber visto la secuencia genética del virus, ni saber qué es un ARN-mensajero, ni entender el análisis de contingencia de una secuencia estadística.

La mayoría no le depositaría su confianza a la opinión de una dentista o un cantante o un historiador porque carecen del conocimiento, la justificación, y la opinión fundada de las autoridades sanitarias. Menos confiar en las opiniones de un despacho de abogados. Al final, no sólo deberíamos de combatir el linchamiento contra el doctor Hugo López Gatell, sino reconocerle a él, a todos los médicos y enfermeras que enfrentan todos los días a la enfermedad, que hayan salvado millones de vidas, que se hayan comprado y aplicado las vacunas. Que hayan logrado que nuestras peores pesadillas hayan sido sólo nuestras.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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