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Antonio Calera

26/11/2016 - 12:00 am

Comederas. 30 o más lugares para comer en el Centro Histórico (1 de 3 partes)

Nota. Habrá que ceder de una vez por todas que en cuanto al mundo de la comida se refiere, los ratings salen sobrando. El lugar atiborrado no siempre es el mejor y el que está vacío no resulta obligadamente el más malo, así como tampoco el sitio de moda garantiza una revelación de vanguardia. Tampoco […]

Foto Cuartoscuro
Foto Cuartoscuro

Nota.

Habrá que ceder de una vez por todas que en cuanto al mundo de la comida se refiere, los ratings salen sobrando. El lugar atiborrado no siempre es el mejor y el que está vacío no resulta obligadamente el más malo, así como tampoco el sitio de moda garantiza una revelación de vanguardia. Tampoco es verdad que el sitio viejo sólo por sobreviviente conserve el antiguo fulgor de sus comales rodeados de comelones babeantes. Entendemos luego de varios golpes que una valoración certera puede complicarse entre fenomenologías y hermenéuticas palatinas, o simplemente rendirse ante esos caprichos que denominamos como el gusto, la sazón, el estilo de la época, y con tal vaivén la cosa de las clasificaciones (y calificaciones) mínimamente se mueve, día con día y, como siempre lo hemos sabido, en gustos se rompen géneros, cada quien habla como le fue en la feria, y vaya que hay para todos en esta viña del señor.

En todo caso lo que comienza a preocupar (ya no del lado de los establecimientos sino de los comensales), es la capacidad creciente del Comelón Metropolitano de comerse todo lo que se le ponga enfrente sin valorar, distinguir o jerarquizar mínimamente lo que se lleva al plato (y a la boca que curiosamente hace las veces de entrada a eso que solíamos llamar cuerpo), y que viene desde hace un cuarto de siglo “dando de comer” a un bonche enorme de fondas y restaurantes ramplones, de medio pelo, sin chiste alguno y hasta ciertamente peligrosos que continúan dando servicio gracias a la aportación de las carteras y la abulia tristemente inagotables de la clase media. Y esto no en relación, queda claro, querido lector, a la capacidad adquisitiva de dichas carteras (cada quien come donde quiere y puede), sino en relación al sabor francamente nulo en miles de lugares por toda la urbe.

Ahora bien, a sabiendas que dicha relatividad en el mundo de la comida resulta casi infranqueable (una variable que amalgama desarrollo personal, usos y costumbres, pretextos relacionados con la oferta y la demanda, la propensión a la fiaca o la orgullosa valentía de jambarse todo, la capacidad paranoico-crítico-artística de sus creadores o comedores más o menos aventajados), es cierto también que, por otro lado, la inevitable acumulación de sitios en los que uno ha comido en su vida, conforma una automática comparación de pesos específicos, una especie de memoria culinaria personal que conlleva a fuerza una incómoda pero automática clasificación natural. Ni hablar. Así las cosas, todo comelón que se digne de serlo, no tiene más remedio que “soltar la sopa” de su carnet culinario a su grupo social inmediato, con la intención de platicar en grupo de tales universos como gente civilizada: fulminar (los más primitivos), valorar (los más tolerantes) o conocer (los más entrañables), los pesos y medidas de cada una de dichas memorias, compartir los más recientes hallazgos en el terreno de la comida corrida, el changarrito callejero, el centro botanero o el nuevo restaurante de baja o alta cocina.

Sólo dos recomendaciones. Uno. Como lo he escrito y lo defiendo, querido amigo, en materia del arte del comer no hay nada que pelear y todas las guerras salen sobrando. En otras palabras, en este maravilloso mundo, toda vez que se halle uno fuera del mal gusto no hay desperdicio alguno. Le recomiendo por ello nunca se desgarre por una receta. Si en alguna familia tal o cual platillo se realiza con otro ingrediente y a su madre esto le parece una majadería déjela pelear su batalla y dedíquese a comer y vivir su propia vida. Tampoco intente imponer su gusto a los demás ya que dicha cerrazón lo podría convertir en uno de esos fatigosos seres que terminan comiendo con los perros. Y por ende, defiéndase con la cuchara de aquel que intente meterlo a su secta de lugares favoritos. No existen tales cuotas ni reglas en los horizontes de la cultura. Conceda pero no retroceda. Siempre y cuando esté seguro de lo que hace, en su mesa usted es el rey y las listas de los cien mejores lugares para comer antes de morir según Juan de las Pitas Sutano Camaney, salen sobrando. Ponga esas listas en la panza del anafre, préndales fuego y cocine lo que se le antoje y si es posible para dos personas. Son solo maneras de complementar información y no quedarnos diciendo que el Centro Histórico es monocromático.

Dos. Por lo que más quiera no sea celoso de los lugares que presenta por primera vez a sus amigos. La comida, como cualquier elemento constitutivo de una cultura, es un producto social pasado por tiempo. Mucho tiempo. La comida no es de nadie, es de todos, y además es un arte de procesos. Y además, seamos sinceros, pongamos los pies en la tierra, en todo caso no se trata, querido amigo, de sus inventos, o de sus descubrimientos. Tal como sucede con la comida de esos lugares que usted cela (dada a conocer a sus nuevos cocineros por otras manos tiempo atrás gracias a un modelo de imitación), los lugares que usted presenta ahora le fueron presentados por un comensal tal vez más esmerado que usted. No se haga, no hay que ser así: comparta con alegría o mejor no lo haga. (¡Por cierto de paso agradezco a mis Virgilios culinarios!). Le entrego pues esta primera parte de mis propuestas, delimitadas en la zona Centro de la ciudad. Espero le sea grata.

Pues bien, ese es el rumbo de esta nota. Poner sobre la mesa (¿la sobremesa?), algunos sitios que a diferencia de otros, guardan desde hace mucho tiempo o por ahora un estilo particular para los comelones de hoy, y que hay que enlistar para su compartición amorosa. Se trata de lugares que aportan algo de nostalgia por lo que ya casi no existe, se fue o está por irse, seguramente para no volver, y que hicieran de puntales o comparsas de nuestra cocina en su largo y bello camino por la historia, que la llevaría sin que lo advirtiéramos a convertirse en las mejores del mundo.

Vayan pues los primeros nombres de mi lista de veintitantos lugares con personalidad en la zona céntrica de la ciudad, que pienso nos fueron dados para comer con los seres queridos y ser felices. La parto en dos para no indigestarlo con tanta propuesta, aligerar el ansia glotona de su servidor. No se trata de un ranking o una exhaustiva y pretenciosa lista de los mejores sino una mera compartición de surtidores de placer en la zona centro-norte de la ciudad por ser la que este servidor más conoce. Va por ustedes pues, cada uno con propuesta de paseíllo incluido ya que debe ir “junto con pegado”. Ojalá y el respetable aumente en algo su acervo de maravillas y tenga el tiempo de responder a ésta lista con la suya, con lo que estoy seguro todos los comelones quedaremos absolutamente satisfechos.

 

  1. Panadería y Pastelería “Ideal”

Un universo de azúcar y gente en estado de gracia. Vale la pena como forme de escapar al estrés. Desde las 6 de la mañana. (16 de septiembre 18 y Uruguay 74, 5130-29-70.

  1. Dulcería Mazapanes “Toledo”

La casa matriz está en el Centro Histórico desde 1939. Turrones, peladillas y tortas imperiales e imparables. Orgullo nacional sin tache. Grande por histórica y deliciosa. En 16 de septiembre (5512-16-98). O qué tal la Dulcería de Celaya en La Roma si no quiere ir a la matriz del Centro. Un bastión del postre mexicano de altura desde hace 125 años. (Orizaba 37, 5514-84-38).

  1. Jugos y licuados “María Cristina”
  2. Luego de visitar el bello Museo de la Ciudad a unos metros. Lo deja listo para comer luego en “Helús”. Desde 1940 en Pino Suárez 18.
  3. Restaurante Árabe “Helús”

Comida en viejo barrio sirio-libanés. Camine por ahí pensando en viejos mercados africanos. Que está en Marruecos. Piérdase en esas viejas fachadas y métase hasta el fondo del túnel de tiempo. De 8 de la mañana a 7 de la tarde. (República de El Salvador, 5522-21-30).

  1. Restaurante Yucateco “El Coox Hanal”. Bueno desde hace décadas. ¡Pruebe por dios las manitas de yo al Pibil! Vale la pena ir en bola y hacer sobremesa un sábado por la tarde. Y llegar hasta el postre. Luego de pasear por San Jerónimo o Regina, la Librería Madero la mejor del Centro. (Isabel La Católica 83, Segundo Piso. 5709-36-13).
  2. Tortería “La Texcocana”. Chiquitas con sabor a tiempo. Desde hace más de 70 años. Camine antes por la Alameda muy temprano. Cánsese de árboles y pájaros. Y tómese luego un trago en la bella barra del “Tío Pepe”. (Independencia 87-A, 5521-78-71).
  3. Cafetería “Las Goyas”

Grandiosa. Bella y simple. En la Colonia Obrera. Uno de los mejores desayunadores de mundo culinario metropolitano. Cosa rara, abre de domingo a viernes (José T. Cuellar 15, a una cuadra del Eje Central). O el que ya es consabido patrimonio genético-cultural: “El Popular”. 24 horas de gran antojería mexicana. (5 de Mayo 52, 5518-6-081). Y es que la serenidad de los desayunadores o merenderos de la ciudad puede ser equivalente a la que genera una experiencia religiosa. Ahí, resguardados por el calor de los comales, los olores de los guisos y la paz transmitida por los comensales en familia, los visitantes se conectan en paz con el todo del universo, el todo del tiempo. Esos desayunadores queridos por su gente a través de décadas, constituyen para sus colonias verdaderos santuarios en donde el silencio pacífico es posible, en donde el silencio significa algo positivo: una prueba fehaciente que es posible vivir en este mundo, una prueba de conmiseración con él. Tal es la sensación que se vive en cuatro lugares tradicionales para desayunar en la capital como “Las Goyas”, o bien el “Café La Habana” en Bucarelli, “El Popular” y “La Blanca”, ambas ubicadas en la calle 5 de Mayo el Centro Histórico. O bien vaya al “Serra’s”, al “Jimmy’s” (los dos en la avenida 20 de Noviembre), o sin ningún prejuicio a la terraza del Sears o del Hotel Majestic, todos en el Centro Histórico. No hay pretexto para no darse cualquier día una mañana de reyes. Como si se estuviera en provincia, suspendido en una fondita pueblerina o en una cafetería de antaño, se logra en estos lugares de la ciudad contemporánea una sensación plena de pertenencia a algo bello y estable. Ahí, en estos puertos que barren y trapean nuestras fobias cada mañana, la ansiedad se funde en los quemadores o se recluye en el congelador, todo el mal se evapora en ollas hirviendo y la alegría se presenta en forma de Pan Dulce, de Huevos Tirados, de Pancita, Taquitos Dorados o Champurrado. Cualquier cantidad de platillos típicos de la comida metropolitana, pan dulce, café con leche. Y es ésta una sensación universal que opera en todos los países y para todos los seres humanos porque, como escribiera Ramón Gómez de la Serna: “Los desayunos del viaje son lo único que no se olvida del viaje”. Porque uno sabe que es en el desayuno y no en las cenas (uno lo sabe bien, hipócrita lector), lo mismo en la intimidad de un cuarto o en una mesa retirada del mesón, o bien en un bufet grandilocuente, que existe una confabulación entre el Café y las dendritas, entre la Mermelada, la Mantequilla y su Pan, entre el periódico en las manos y la alberca solitaria, que hubiera sido posible, de pronto, llorar de alegría por estar vivos.

  1. Mariscos “Guaymas”

Está en el Centro Histórico. Por la decoración (delirantemente tropical, con peces de plástico, estrellas de mar, azulejos, mandíbulas de tiburón con mucho estilacho), por la tripulación a bordo (piratas de viejos mares, de película), por un estilo de hacer marisco como no hay dos (compruébelo pidiendo el Pulpo y los Cocteles de Camarón), para corretear de mesa en mesa las Verduras necesarias para el coctel que va a pedir, para ver la disposición de las latas de Tomate, por un Mundet Rojo o ver el refrigerador de donde salen las Cervezas, por sus Mojarras, por el Arroz con Pulpo. No se lo pierda nunca. Chiquito pero siempre hay mesa, aunque sea en la segunda sala. Barato y pintoresco. Bien cuajado su estilo por los años: como si todo fuera de hace 80 años en alguna costa del país, o viviéramos todos sumergidos en una pecera. Uno olvida que se encuentra en el centro del país, en el país mismo, en el mundo como lo conocía anteriormente. Y en medio del Centro Histórico, en la calle de Uruguay casi esquina con Bolívar.

  1. El Cardenal

Para degustar comida mexicana de alto nivel. Fue fundado por los esposos Oliva Garizurieta y Jesús Briz, en el año de 1969, en el edificio que albergó a la Real y Pontificia Universidad de América en la esquina de las calles Moneda y Seminario. Pero se trata de un restaurante migrante. En el año de 1984 abrió sus puertas el que conocemos como el clásico “El Cardenal” de la calle de Palma, en un edificio porfiriano de estilo francés. Ahora tiene varias sucursales: Alameda, San Ángel y más.

  1. Hostería de Santo Domingo

Pintado de colores azul rey, rosa mexicano y blanco; desde la entrada se pueden apreciar las Papirotas que adornan los salones dependiendo la época del año y sus festividades. Es emblemático su mural hecho por la gran casa de vidrieros de Felipe Derflingher, que reproduce la portada del menú de la Hostería diseñado por el pintor José Gómez Rosas, «El Hotentote». Hay que venir por acá para descubrir otra zona del centro pero también una carta ingente de buenos postres y comida mexicana elaborada sin remilgos, en una casa que perfila su visión de esta manera: “Que la tradición mexicana perdure a través de los platillos y ambiente, enalteciendo la riqueza gastronómica y cultural del país, sustentando en tradiciones y productos de origen”. (Belisario Dominguez 70.  5526 5276)

  1. Tostadas La Güera

Bueno, limpio y barato. Para comer de paso. Son ya muy viejas por el rumbo y cumplen su cometido para tapar la muela. Ya saben, tostadas de salpicón, pata y tinga. En 5 de febrero 39 entre Mesones y El Salvador.

  1. El Danubio

Puedo decir, más honrado que jactancioso, que he pasado la mitad de mi vida caminando las calles del Centro Histórico. A lo largo de más de dos décadas, la caminata libre y demorada con maestros y amigos ha sido, un tanto sin querer, el método para descubrir sus profundidades, sus ritmos, los diferentes rostros que conforman su compleja personalidad. Me refiero a ese Centro Histórico irreductible a los visitantes epidérmicos, las reseñas a volapié, refractario a los ábrete sésamo presumido por los jefes expedicionarios de tours instantáneos a la velocidad de la luz: el centro del Centro. ¿Será que en verdad nadie lo conocerá, que se trata de una entelequia cubista, un aleph que configura sus señas de identidad de manera distinta cada vez? Puede ser. En fin, que como suele suceder desde la antigüedad con los rondines de los más humanistas viajeros (que no turistas), las marchas flaneurs más intimistas, las derivas más experimentales de los nuevos expedicionarios, muchas de aquellas viejas y nuevas caminatas terminaron o descansaron en los sitios para el más señorial solaz, los más bellos establecimientos para el restauro no sólo de las fuerzas del cuerpo sino también las luces de la razón y el espíritu. Así, levantar grupalmente el relato de cada caminata en los templos de El Casino Español, la Hostería de Santo Domingo, El Cardenal, el Mesón del Cid, La Ópera, fue parte fundamental del ritual imaginativo de este y otros caminantes. O en el Danubio, por ejemplo, que hace las veces de mi cuartel general. Y no por razones accesorias. No por olisquear desde sus puertas abatibles mi origen vasco, mucho menos por las personalidades más o menos importantes que han escrito en los mantelillos que decoran sus muros (“Yo a lo tuyo”, escribiría García Márquez en el suyo): no. El Danubio por lo importante. Por esa libertad y sencillez que hace que en sus gabinetes se abra la sensación de un comedero vitalista (como sus sopas siempre en ebullición), lejos de la rigidez de un recinto disecado, una museografía del pasado. Porque El Danubio no es un hospital o un geriátrico culinario: es un lugar auténtico, señorial, que lleva su vida con toda naturalidad. Y eso reclama distinción.

  1. Cuatro taquerías del rumbo

Cuando se habla de tacos en el Centro Histórico es imposible no comenzar por hablar de los viejos conocidos, como quiera que estos nos caigan de bien al ánimo o al estómago. Unos famosos son los llamados, por falta de nombre, “Tacos de Canasta de la calle de Uruguay”. En este tipo de casos es necesario hablar de la relación cantidad-calidad. Si bien para muchos comedores profesionales no es posible atribuir a la cantidad ningún mérito –ni siquiera una medalla por la perseverancia, el hecho impresionante de que sean visitados por miles de clientes cada mes–, para muchos otros entre los que se incluye este escritor, es un acto permisible el actualizarse en estos establecimientos cada dos o tres años, sobre todo cuando se halla uno de paso y hace la méndiga hambre. En este sentido, por el Centro, por toda la ciudad, por todo el mundo, habrá por ahí unos restaurantitos, fonditas, mesoncitos sin otro chiste que no saber mal y estar calientes sus platos. A secas, se come bien.

Otra cosa son los “Ricos Tacos Toluca”, registrados erróneamente por una revista como “El Gran Taco Toluqueño”. Van y vienen todos los días desde Toluca y están instalados por las calles de López y Puente de Peredo. A estos buenos Tacos se debe asistir con hambre de verdad, con dolor en la boca del estómago para atizarle con ganas. No hay pierde: hay cecina de cerdo (a esa que llaman ahora nada más enchilada), cecina salada de un gran nivel, obispo y queso de puerco, de canastito, provinciano. Bien fritos los tres, por supuesto. Las salsas son perfectas y el queso de puerco frito, derretido, es algo que, además, se encuentra en peligro de extinción. La pasa uno bien, platique y platique con el taquero: una joya de veras, una preciosidad que cierra a las cuatro de la tarde.

Los “Tacos del Güero” están ubicados muy cerca del anterior puesto. Son conocidos como los de Marroqui (están en López 100), o bien los “Tacos del si no le gustan me voy”. Se trata de un local blanco en una esquina, atendido por el padre y los miembros de una familia –ataviados con playeras del lugar y sus apellidos–, y que vende exclusivamente Suadero, Bistec (que viene de Beefsteak) y Suadero. Tampoco hay mucho que moverle: aunque vea gente que campechanea, yo le aconsejo que usted vaya por el que parece la sensación del lugar: bistec o suadero con harto guacamole, uno de los mejores de la ciudad, y que elaboran por cubetas que guardan debajo de las camionetas del negocio. No deje de visitar, sobre Bolívar casi con San Jerónimo, los tacos de cabeza de la taquería “Arandas”.

  1. Cantina “Tío Pepe”

En la esquina de Independencia y Dolores. Historia pura. Dicen que fue visitada por William Burroughs. Una fotografía de cantina arquetípica con la mejor barra de la ciudad. Desde 1902. Un obligado para los que quieren salir de las clásicas recomendaciones de las revistas frivoletas.

  1. La Dulcería de Celaya

Fue fundada por la familia Guízar en 1874. La primera tienda estaba ubicada en la calle de Plateros (hoy Madero). Al iniciarse el siglo XX, se traslada a la calle en donde sigue ubicada hasta el día de hoy: 5 de mayo número 39, Col. Centro en la Ciudad de México. Pa<ra muchos los grandes dulces de la ciudad. Cocadas, jamoncillos, camotes, frutos cristalizados y demás, todos de fabricación artesanal e ingredientes naturales.

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