Tomás Calvillo Unna
Encendidas llamas del maguey
punzantes elixires en las sienes,
descubren los pasajes de la noche,
y como un espejo en ella
parpadean sus verdes estrellas.
El lenguaje de las nubes puede ser visto como caprichoso, pero su entendimiento químico enseña un orden que nos rebasa.
El peluquero pregunta
si así está bien,
o más corto…
Le digo que ya estuvo,
y sin abrumarlo demasiado,
le pregunto, qué siente
al mirar el espejo
donde se consume
la luz.
Es un respiro en la madrugada
y si fuera con mayúsculas
seríamos la puntuación:
el cielo, el árbol, el río
ese ir del agua y nosotros;
Para Conchita, quien el pasado julio de elecciones escribió:
“A mis 100 años la Patria me importa”.
La violencia cotidiana no es ajena a ello, la política y el poder que la define, están prácticamente atenidos a sus escenarios y ritmos.
Por eso dominan los sentidos
y definen el aliento;
alcanzan el desorden,
lo vuelven costumbre,
y en la pulpa de sus aciertos
nos dicen que sí:
la vida es una mordida
de inalcanzables deseos.
En un tiempo de todos y de nadie, donde el vacío de poder sólo incrementa la inseguridad y violencia en el país, se expresan acciones que pueden calificarse como fuera de lugar, porque el tiempo político y el espacio de poder están desarticulados, y el calendario sexenal a la mexicana: desdibujado.
En términos políticos estos dos conceptos se fusionan en uno: la democracia está en la operación política.
Y se fue el tiempo,
Nos restan parcelas de sentimiento,
Orquídeas de atrevimientos
Sueños sueltos como siempre
Horas ya sin peso alguno
Mañanas en instantes
Un saberse abrumado
De las ciudades del deseo
Aspiraciones inalcanzables
Una tras otra, ya millones;
Estamos ante una imposición sistémica que erosiona nuestra consistencia y aceptamos sin mayores reparos, proviene de la barbarie filtrada por la tecnología como realidad comunicativa avasallante.
En otra ocasión nos sumamos a una gran marcha, donde al frente iba el rector de la UNAM, los acompañamos unas cuadras en silencio, era la primera vez que experimentábamos algo así, miles de personas, la mayoría estudiantes, marchando calladas, sin palabras, sin gritos. Sentimos como la piel se nos enchinaba y entendimos que ese silencio era también una ruptura, como si los vidrios de decenas de ventanas de una enorme casa su hubieran quebrado al unísono y el viento fresco y cada vez más frío penetrada todos sus rincones.
Le traía ganas desde el primer día de clase, cuando el director nos invitó a su despacho. Juan miró con atención y gusto el lábaro patrio que estaba al lado derecho del escritorio de caoba donde sobresalía un pesado crucifijo de color dorado.
Me levanté como si el ejército rojo, aquel de Stalin, hubiera ocupado la habitación donde dormí.
Junto a la ventana puedo ver esa luz del poste: traza una línea irregular que llega hasta la pared del cuarto.