Óscar de la Borbolla
La sabiduría es entender que nada tiene importancia, pues somos como sombras que simplemente pasan, fantasmas u hologramas que se toman desesperadamente en serio y, a la vez entender que esas pequeñas o grandes preocupaciones que forman lo humano valen, sin excepción, la pena, que literalmente nada tiene importancia pero todo vale la pena y eso incluye también comprender la tristeza de la quinceañera. Porque en el fondo la sabiduría es tan sólo la amarga comprensión de la condición trágica del ser humano y, precisamente por eso, implica el condolerse con cualquiera y entender simultáneamente que ningún dolor es para tanto.
Uno cree que es importante, literalmente portador de algo que llega al mundo a través de uno y solo gracias a uno. Esta seguridad nos hace suponer que hacemos falta, que ahí -por donde andemos- somos necesarios, valiosos, insustituibles.
Pero hay algo muy importante que también se cayó: algo que damos por tan bien sentado que ni nos damos cuenta de que nos acompaña siempre, me refiero a esa sensación difusa de que mañana seguiremos aquí, de que nuestra vida la tenemos y que la seguiremos teniendo por una temporada larga o indefinida.
El termómetro del tiempo debe tener un gradiente: una serie de muescas que vayan del cero al 100.
He buscado una palabra que me sirva para referirme a este fenómeno y la más cercana que he hallado es “esnob”.
El absurdo es una vivencia muy desagradable, igual que la desconfianza o la duda; corroe, vuelve todo vano, hace que den lo mismo cero que mil.
A sabiendas de lo absurdo que resulta discutir los matices que cada sinónimo aporta a nuestras frases en un contexto donde el vocabulario anda en harapos voy, no obstante, a deslindar algunas palabras para que penetremos en su fondo y estemos en condiciones de usarlas más adecuadamente (nótese lo largo de las frases anteriores. Quiero […]
¿Cómo dejar de creer en lo que creo: apartarme de mi cosmovisión, de mis verdades científicas, de mis juicios morales, de mis preferencias estéticas, de mis elucubraciones filosóficas, de mi adorada razón occidental… de todo lo que doy por válido espontáneamente? Sé que con el mismo fervor fueron suscritas otras convicciones en otros lugares y en otros tiempos, y que las mías no son más que las de hoy de acuerdo con mi formación.
Es muy difícil, durante un largo tramo de la vida, admitir que “eso”, lo que sea que cada quien sea, es lo que uno es. De niño, uno dice “cuando sea grande”, y con esta fórmula prefigura un yo ideal que sirve de horizonte: lo que uno será no es todavía, y en la infancia se sueña con ese mañana cuando por fin se tengan en las manos las riendas de la vida y se haga y se deshaga al antojo de uno.
Al parecer, el sentido común no es, como temía, una especie en extinción, sino una especie de alguna zoología fantástica que nunca existió más que en las alucinaciones extáticas de un loco empedernido...
Una vez que el acontecimiento, por muy espectacular que sea, se vuelve explicable entra en el campo de la normalidad y hoy, por ejemplo, nadie piensa que un eclipse de sol sea un milagro; aunque, seguramente, en su momento fue vivido así.
Yo trato de entender a algunas personas que me quedan cerca. La más inmediata: a mí mismo; pero no las entiendo; no decodifico el porqué de sus conductas acto a acto: quieren una cosa y hacen otra y, en ocasiones, hacen todo lo que pueden por lo que quieren y, cuando por fin lo tienen a un paso, desisten o quieren otra cosa.
Lo mismo pasa con los seres humanos: hay que verlos, por ejemplo, dirigirse a un estadio de futbol, pues, aunque no van en hilera, sino en tropel, desde lejos parecen iguales: gastan el mismo uniforme, corean las mismas consignas: parecen uno. Sin embargo, si reparamos bien, los disfraces que portan no son de la misma calidad y los decorados con los que muchos adornan su rostro son únicos, pues existe en el ser humano un prurito por singularizarse incluso cuando busca fundirse en una masa.
El lenguaje nos hace ver del mundo su croquis esencial, una mera abstracción y no ese arsenal de detalles que es lo que realmente tenemos ante los ojos. El lenguaje rectifica la mirada orientándola a lo universal y abstracto y, por ello, es contraria a la mirada del amante; el amor no nos muestra del otro su estructura abstracta, sino su concreción individualizada en una persona irremplazable.
Es cierto, cada quien su noche; cada quien tendrá su noche, y hoy lamento que la noche se haya tendido sobre José Luis Cuevas. Estoy aquí, arrinconado por tantas ausencias, comprendiendo hondamente un par de versos del poema que Sabines dedicó a la muerte de León Felipe: “y dije, para qué…/ es tan corriente morirse ahora”.
Aunque indudablemente estamos vivos todo el tiempo mientras no llegue la muerte, no siempre la experiencia de estarlo nos hace exclamar ¡esto sí es vida! Me llama la atención el subrayado que imprimimos a la vida con dicha frase, pues parece que todos identificamos distintos grados de estar vivo: no es igual ir pasándola vegetativamente […]