Óscar de la Borbolla
Aunque tarde, me alegra haber terminado de entender lo que de unos años para acá me ha hecho más fácil la vida: desterré, por fin, la idea de que era yo omnipotente. Esta idea, obviamente absurda, me fue inoculada desde la infancia y para mi infortunio no he tropezado en mi camino más que con personas que me la han reforzado.
La idea de crear un muñeco de barro y darle vida es un deseo que pareciera estar inscrito en la zona atávica del ser humano, es una de esas ideas fijas que están en nosotros como el afán de descifrar el futuro, volar o tener de todo en abundancia. Producir a partir del barro está en el Popol Vuh y en el Génesis. En el primer caso, el hombre de barro falla y los dioses terminan creando a los seres humanos a partir del maíz y, en el segundo, en cambio, sí resulta y la primera pareja es sacada de la tierra (Gen 1-27) son Adán y... Lilit (dicen algunos, pues Eva vino posteriormente de una costilla).
He soñado con todo lo que existe y con incontables cosas que no existen.
Hace tiempo que no miro debajo de las palabras, sino lo que me muestran cuando estoy dentro de ellas en el vertiginoso laberinto del discurso, quiero decir que mis ojos andan regularmente apalabrados y no veo lo que veo, sino lo que me muestra el lenguaje.
La escritura está entreverada con mi vida desde toda mi vida: comencé escribiendo versos en la infancia y he terminado por practicar todos los géneros y, además, he intentado aclararme el cómo, el qué y el por qué de la escritura en muchísimos momentos.
Cuando miro lo que tengo frente a mí y adelanto la mano, o doy unos pasos para alcanzarlo, sé que estoy en la realidad, que estoy y me muevo en un mundo que posee existencia y si, además, interactúo con los objetos o con las personas que pueblan ese ámbito, más me convenzo de que son reales. Lo extraño es que esta sensación de realidad no sólo se experimenta en el mundo, sino también cuando se sueña, o se encuentra uno absorto en la lectura, o está uno metidísimo disfrutando una película, o cuando se entra en los llamados paraísos artificiales que producen los narcóticos.
No saber, no entender, no distinguir, no pensar es perjudicial. Todo el mundo cree saberlo y se llena la boca con fórmulas vacías: “es bueno saber", "es bueno entender", etc.; pero ¿realmente se sabe por qué es bueno saber, entender, pensar...? Veámoslo a través de un asunto en apariencia trivial que, de tan cotidiano, ni siquiera merecería que nos ocupáramos de él: la diversión.
Lo primero que viene a la cabeza cuando se escucha la palabra "camino" es una vereda (o una carretera, da igual) que une dos puntos y, por culpa de Euclides, uno piensa en una línea recta, pues hemos aprendido que la recta es el camino más corto entre dos puntos. Parece claro, pero nada es tan sencillo actualmente.
Por supuesto, que en modo alguno creo la fatuidad de que se trate, ni para usted ni para mí, de una gran oportunidad, pero es una coincidencia que no deja de llamar mi atención, pues precisamente por fortuita, por improbable, por innecesaria es por lo que no termina de parecerme obvio que precisamente sí se dé: que nos hayamos encontrado.
La escalera muestra la forma analítica de acometer un problema y también ilustra que lo problemático de ciertos problemas es su complejidad y, por eso, mientras más complejos sean más peldaños deberá tener la escalera: lo que no podemos solucionar entero lo resolvemos por partes.
Hay trabajos absurdos -infinidad, supongo- pues son antes que nada una pasión y no todas las pasiones nos llevan a algo, pero nos llevan. Esto es lo propio de la pasión: que gastamos en ellas nuestra vida. Conste que no digo “perdemos”, sino “gastamos”, pues habría que preguntarles su opinión a los personajes citados.
Morir tiene sus ventajas. Y no estoy pensando en el alivio que la muerte representa para aquellos que están atenazados por un gravísimo dolor -sea físico o moral- que no tiene remedio y, tampoco, en quienes están condenados a una cama por la enfermedad y los años, sino en el beneficio que se deriva de saber, lúcida y vivencialmente, que las cosas acabarán tarde o temprano. Estoy pensando en la certeza del fin que nos hace apreciar el rato.
Hay, sin embargo, una idea que está implícita o que aparece de manera franca en el discurso que hoy domina: que el pueblo es bueno, que sabe: que hay nobleza.
Estoy escribiendo esta nota a unos días de su aparición, el lunes 2 de julio, y deseo con toda el alma que la votación y el conteo se hayan llevado a cabo de manera legal. Si es así, lo primero que deberá hacer, gane quien gane, será buscar la conciliación y la reconciliación de un país hondamente dividido, más que dividido, fracturado.
La idea de pensar en un asunto complicado a través de otra cosa más sencilla o familiar para explicárnosla no es nueva: realmente viene desde el diálogo Fedón donde Platón, ante la grave pregunta acerca de la causa general de la generación y de la destrucción, propone un abordaje metafórico, pues, así como no es posible -nos dice- contemplar un eclipse de Sol directamente sin cegarnos y conviene verlo reflejado en un plato con agua, de igual modo aborda el peliagudo asunto con lo que llama "una segunda navegación". Desde entonces -a veces conscientemente o sin explicitarlo- el uso de metáforas para avanzar en el conocimiento se ha dado en innumerables ocasiones.
Entre los asuntos más complejos que existen para la reflexión está el tiempo, pues, por un lado, todos sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de él: "no tengo tiempo", "me gustaría aprovechar mejor mi tiempo", etc., son frases que no implican ninguna dificultad Y, por el otro, es muy difícil responder a la pregunta ¿qué es el tiempo? ¿Será algo independiente de nosotros que se da en lo real? O ¿será, como lo propuso Kant, una condición establecida por el sujeto? Esta disyuntiva de veras es compleja, equivale a preguntarnos: ¿El tiempo existiría si no hubiera seres humanos?, ¿o solo existe porque somos nosotros quienes temporalizamos nuestras experiencias?