Óscar de la Borbolla
Hay momentos en la biografía de las personas y en la historia de los pueblos en los que nadie quiere entender nada...
No pretendo descubrir el hilo negro: sé que a propósito de la promoción de la lectura corren y han corrido caudalosos ríos de tinta; pretendo, tan sólo, ordenar algunas ideas y elaborar una reflexión, que por fuerza resultará incompleta, a partir de dos simples preguntas:
1 ¿Por qué hay algunos que no pueden leer? y
2 ¿Por qué quienes puede leer no lo hacen?
Hace muchos años, en la FIL de Guadalajara, el stand de la editorial donde publicaba fue allanado una noche.
Durante décadas, he sido profesor de Ontología y desde siempre me he interesado en escudriñar lo que hace que las cosas sean: he pensado largas horas en “lo que es" según Parménides, en los eidos platónicos y en la sustancia aristotélica; le he dado infinidad de vueltas a la res cogitans y a la res extensa cartesianas y me he roto la cabeza frente al inaccesible noumeno kantiano y ante la Idea que se niega a sí misma para devenir espíritu y materia en Hegel y, en fin, he visto consumirse mis tardes de lucidez ante el asunto heideggeriano de que el ser habita en el lenguaje. Y hoy tengo mis dudas a propósito de si, en lo real, habrá "algo" cuya consistencia merezca ser llamado ser.
Desde que tengo uso de razón me he percatado de lo veloces que han sido los primeros quince días de todos los eneros de mi vida: en un abrir y cerrar de ojos vuela la primera quincena de cada año. Y también he notado que el tiempo se alenta o va más de prisa según esté yo aburrido o divertido. Y pensaba, como es lógico y real, que era tan solo una experiencia psicológica que tenían relación no con el tiempo mismo sino con mi percepción del tiempo.
Gustoso llegaría al mismísimo infierno si ahí mi madre volviera a sonreírme como cuando llegaba del colegio.
Pero lo que fue sencillamente ya no está, porque es pasado, y el porvenir -el que uno quiere- es no sólo una sorpresa sino que viene, si acaso viene, como un fatigante vuelo demorado.
Sin embargo, no todos tienen no digamos la capacidad de autocriticarse, sino siquiera los arrestos como para cobrar distancia de sus certezas.
Entre las muchas actividades que realizamos todos los días, hay una (o muchas) que no desearíamos hacer; son compromisos laborales, familiares, sociales ante los que nos encantaría poder esgrimir algún pretexto; sin embargo, solemos sopesar eso que los economistas llaman "relación costo-beneficio" y accedemos sumisos. ¿Quién no se escabulliría feliz de ese trabajo urgente que en el último momento alarga su jornada sin remuneración ninguna, o del cumpleaños insufrible del pariente político al que asistimos porque no queda otra?
Se cree que identificar un problema es ya ponerse en el camino de su solución. Sin embargo, es a lo sumo, una verdad a medias que a fuerza de repetirse ha terminado por convencernos: hay problemas identificados desde la más remota antigüedad y no por ello se han resuelto. En concreto, estoy pensando en el problema de derrotar a la muerte que aparece, más que claro, en el fondo de la historia: en la leyenda de Gilgamesh.
El bienestar -y también el malestar- que experimentamos actualmente es el resultado de que alguien antes de nosotros tomó lo que había, lo dado, como problema e intentó resolverlo: nuestro mundo, de hecho, no es más que la herencia de esa infinidad de soluciones que ahora constituyen lo dado para nosotros.
Todos hemos oído de la Teoría del Todo, una explicación que busca hacer compatible la teoría de la relatividad con la mecánica cuántica, pues una y otra, siendo inconsistentes entre sí, son extraordinariamente eficaces para explicar, por un lado, lo macro y, por el otro, lo micro. La búsqueda de la unificación la emprendió Einstein, y de unos años para acá ha tenido un nuevo auge con la teoría de cuerdas.
Por ejemplo, “silla”. Entro a una mueblería y me dirijo a un determinado departamento: ante mí hay objetos de madera, de plástico, de metal; unos están tapizados con tela, otros con piel y otros más, en cambio, ofrecen sus asientos y sus respaldos sin cubrir; y también los respaldos y los asientos son variados, unos son lisos, otros labrados y los hay de una pata o de cuatro y, además, cada uno de esos objetos es de un color distinto y de diferente tamaño, y podría extenderme largamente en la especificidades de cada uno; sin embargo, ¿qué veo ante mí? Veo sillas: esa inmensa diversidad de objetos pierden su identidad concreta en el instante en que veo "sillas". Obviamente sé que son distintas, pero también sé que son lo mismo: sillas.
Envidio a quienes tienen una memoria poderosa, capaz de traer a la conciencia con pelos y señales cualquier día de su vida. En mi caso, el pasado es una masa informe y cuando me dicen imperativamente "acuérdate", hago un esfuerzo y, a lo mucho, me parece que sí, que tal vez sí, que así como lo narran debió de suceder, pero no estoy seguro, porque, la verdad, no lo recuerdo, tan sólo me “suena”.
La vida es nuestro tiempo. No el que pasa y se va, sino el que se queda marcado en la memoria y en el cuerpo. Y qué remedio, habrá que pagar las consecuencias.