Sandra Lorenzano
Cuarenta años, dicen. Lo pienso y me da vértigo. 1976-2016. Tenemos el alma cubierta de cicatrices: los 30 mil desaparecidos, la gente querida tan extrañada, un viejo río color león...
La palabra piel me provoca siempre un estremecimiento.
La palabra piel me provoca un casi imperceptible espasmo que es a la vez placer y horror.
La mirada es a la vez profunda y triste. Enormemente triste. Quizás así sea siempre la mirada de los refugiados.
En México hoy estamos parados sobre muertos; las fosas clandestinas aparecen todo el tiempo, todos los días, a lo largo y ancho del territorio. Tal como lo imaginó Juan Rulfo, nuestro país todo es Comala y las voces que escuchamos son las voces de los difuntos. ¿Difuntos, dije? No despoliticemos a los muertos: son víctimas de la violencia, son asesinados, torturados, desaparecidos.
El cine fue siempre su gran pasión, pero a pesar de ello no estuvo presente en la ceremonia de entrega de los Óscares aquel 24 de marzo de 1985.
¿Qué necesidad tenía de contar una historia como ésa que pusiera en entredicho –entre otras cosas- su reputación? Y sobre todo ¿qué necesidad tenía de contarla después del éxito impresionante que había obtenido, apenas tres años antes, con Extraños en un tren, novela de la que se vendieron millones de ejemplares, en especial a partir de la película que hizo Hitchcock con guión de Raymond Chandler?
Y al hablar de naufragios pienso hoy en los refugiados africanos llegando a las costas de Italia, en los sirios a las puertas de Turquía, en el mar, las balsas, la violencia, pero pienso también en nuestras fronteras, en los migrantes centroamericanos subidos en la Bestia
Es un lujo tener en nuestra ciudad una exposición como “Tierra de esperanza” en la cual la curaduría, la museografía, los textos de sala, incluso las explicaciones de los jóvenes que pueden acompañar la visita si uno lo desea, son estupendas. Aprovecho para felicitar a Linda Atach, a Ignacio Vázquez Paravano, a Gunnar B. Kvaran y a todo el equipo de Memoria y Tolerancia.
“…de dónde son los cantantes…” Para lxs queridxs amigxs de Casa de las Américas Ella tiene un vestido verde ajustadísimo que brilla bajo los reflectores. Canta un poco, dice algunos chistes, sonríe, coquetea con el público. Ellos suben al escenario, le ponen algún billete en el escote, y le dan un casto y respetuoso beso […]
La primera mirada, al abrir la puerta, siempre se dirigía hacia el suelo, esperando encontrar la tarjeta rosa con el simbolito de “Correos de México”.
“Y ustedes, ¿por qué viajan montadas en una cama?”, pregunta el hombre. “Para soñar que no estamos huyendo”, contestan ellas. Soñar que no estamos huyendo, repito yo. ¿Nos es acaso lo que soñamos todos nosotros? El escenario es negro, está vacío y prácticamente a oscuras. De pronto se escuchan los gritos de la vendedora: “¡Reliquiaaaaas!¡Reliquias […]
¿Para qué sirve un peine? No, no se trata de una pregunta retórica, ni de una perogrullada.
Por la ventana se alcanza a ver el paisaje; el campo, las montañas, el mar, un río serpenteante, un camino de tierra, una ruta apenas transitada, un sendero cubierto por la maleza…
Pienso que esas “coisas pequenas” son las únicas que valen la pena en estos días de palabras grandilocuentes y plagadas de soberbia.
El árbol que poníamos dentro de la casa -a diferencia del que languidecía bajo la lluvia-, cobijaba paquetes de todos los tamaños. Con los años pasé de ser parte de la cuadrilla que envolvía regalos, a ser una Santa Claus bajita y pelilarga que llegaba cuando se apagaban las luces y sonaban las campanillas, con una almohada en la panza y barba de utilería, a repartir regalos.
Pero, sobre todo, la biblioteca es una espera / Que va más allá de la letra, / Más allá del abismo. / La espera concentrada de acabar con la espera, / De ser más que la espera, / De ser más que los libros, / De ser más que la muerte.