Jorge Zepeda Patterson
Putin, Trump y López Obrador contra Apple, Amazon o Danone.
Hace una semana sugerí en este espacio algunas series de televisión para entretenerse en estas vacaciones. Pero después de un par de maratones en Netflix decidí tomarme un descanso y regresar a la magia de los libros. Ninguna producción televisiva supera a la composición de escenas y personajes que el lector se hace ante una buena novela. Y, por lo demás, en la mayoría de los casos las series suelen desmejorar a partir de la segunda temporada, cuando los guionistas se ven obligados a estirar las tramas y forzar la personalidad de los protagonistas.
La Navidad ofrece la posibilidad de una breve pausa en la frenética discusión en la que los mexicanos nos hemos enzarzado tratando de dilucidar si nos encontramos al arranque de una cuarta transformación o de una transformación de cuarta. No es un asunto que vaya a resolverse pronto, lo que en cambio no va a volver es la posibilidad de tomarse unos días de asueto para recargar baterías para la larga polémica que nos espera en este sexenio. En otras ocasiones he sugerido la inmersión en algunos libros que a mi juicio pueden ser una oportuna compañía en las vacaciones, ahora en cambio, rindiéndome a lo inevitable, les comparto algunos comentarios sobre algunas de las muchas series televisivas disponibles.
Para quien queda atrapado veinte minutos en el Metro por tercera vez en la semana entre sofocones insoportables o es asaltado una vez por mes en los peseros que trepan colinas sin servicio de agua potable, el equilibrio de poderes entre el Ejecutivo y el Legislativo es una exquisitez pequeño burguesa aunque no lo exprese así. Para ellos es más grave que el aguacate haya desaparecido de su canasta porque su ingreso ha perdido poder adquisitivo. Por desgracia la democracia no se come. Peor aún, algunos comienzan a sospechar que la democracia se los come a ellos.
Este sábado 1 de diciembre sucedió algo más trascendente que un traslado de la banda presidencial de las bíceps trabajados de Peña Nieto al corpacho corrido en terracería de López Obrador. En su discurso el ahora presidente hizo todo lo posible por convencernos de que lo que allí estaba escenificándose era un cambio de régimen. La verdad, no necesita de tantos argumentos para entender que el modelo seguido en los últimos 30 años ha dejado daños profundos en la sociedad. Podemos diferir en los matices, pero la mayoría de los mexicanos coincidimos en el diagnóstico. El país no podía seguir por el despeñadero en el que se había precipitado.
El problema para percibirlo es que cada uno habla en la feria según le va en ella. Para las clases altas y medias altas el sexenio que termina es de claroscuros pero aceptable. Después de todo no hubo crisis económicas que lamentar, devaluaciones inesperadas ni ocurrencias presidenciales descabelladas (del tipo “defenderé el peso como un perro”). Un crecimiento promedio superior al dos por ciento es modesto y queda corto frente al cinco o seis prometido, pero no pinta mal en un contexto en el que los países del llamado primer mundo no crecieron más que eso y Brasil y Argentina padecieron debacles estrepitosas.
No pretendo rasgarme las vestiduras ni echar leña al fuego por la incorporación al tren de los vencedores de personajes que en otro momento fueron considerados parte de la mafia en el poder. Una y otra vez, el propio líder opositor se quejó de las televisoras y la manera en que manipulaban la realidad en beneficio de sus intereses y el de las élites. Hoy ha decidido gobernar con ellos.
Si sumamos todos estos hechos terminamos por entender que está pasando algo más grave que un simple repunte de la inseguridad. El fenómeno me hace recordar un escenario más propio de una película de ciencia ficción distópica, en la que una devastación natural, un virus o una invasión alienígena provocan la desaparición del entramado institucional, del orden, del Estado.
Poco o nada saben de aeronáutica la mayor parte de los que han votado este fin de semana respecto al nuevo aeropuerto para la Ciudad de México. Peor aún, ¿por qué habrán de determinar un asunto tan delicado miles de personas que ni siquiera han tomado un avión en su vida? ¿Por qué no dejar que quienes nos gobiernan decidan sobre estos asuntos estratégicos?. Epigmenio Ibarra ofrece una respuesta en un artículo reciente: porque los dineros que han de emplearse en la construcción de esa obra no pertenecen al gobierno.
Pero nada de eso los disuade de la misma manera en que durante décadas un desierto mortal no ha logrado amedrentar a millones de mexicanos que dejan familia y hogar por las mismas razones por las que lo hacen hoy los hondureños que se agolpan a las puertas de la frontera con Guatemala.
Desde luego que es válido ser un militante antilopezobradorista verbal y en redes sociales. Hay muchos a quienes no les gusta el personaje o sus postulados. No votaron por él y están en todo su derecho de preferir otra opción política. Ni siquiera se puede decir que sean ciudadanos decepcionados o desilusionados, porque en realidad la mayoría de ellos nunca se ilusionaron.
El problema para López Obrador es que una cadena es tan fuerte como el más débil de los eslabones. De nada sirve la disciplina de 99 por ciento del gabinete y del primer círculo si uno sólo de sus miembros pierde el piso subido sobre un ladrillo. Algo que está sucediendo y seguirá sucediendo. Basta uno solo para que las redes sociales y, por ende parte de la opinión pública, condenen como una farsa todos los esfuerzos de sobriedad del resto.
El saber acumulado se transmitía de una generación a otra con una implacable jerarquía cronológica. Aprendices, estudiantes e hijos reemplazaban o superaban a sus padres y maestros sólo cuando habían asimilado la pericia y la habilidad de sus tutores.
Si el nuevo Gobierno consigue tener invitados del primer mundo, algo inédito, alimentará enormemente la percepción de que incluso en el exterior se asume que algo diferente e histórico está sucediendo con el cambio de régimen. Y desde luego, Trump es clave. Si él viene, otros habrán de sumarse.
El próximo presidente de México va a necesitar echar mano de toda la lucidez de la que sea capaz pero también de sus zonas oscuras. Tendrá que ser un conciliador para encontrar consensos y un impertinente tozudo si quiere sacar adelante algunas de sus promesas; perdonador de pecados en aras de la estabilidad y, al mismo tiempo, justiciero para impedir que su generosidad se traduzca en impunidad. Sabe que algunos de los empresarios con los que ahora intercambia abrazos son unos pillos, o que la mayor parte de los líderes sindicales que le apoyan han llegado allí gracias a la manipulación y la corrupción; pero también sabe que es imposible mover a este país en confrontación abierta con los poderes reales.
Justo la pregunta que acaba de hacer Andrés Manuel López Obrador.