Epigmenio Ibarra
Les quitaron el bozal y la correa. Dejaron de darles línea. No saben qué hacer, no saben para qué sirve la libertad de expresión de la que ahora gozan, porque siempre han escrito y hablado ante el micrófono o la cámara por consigna, vendiéndose al mejor postor. Eran servidores del poder y se sentían parte de él. Entre los poderosos, a los que veían como iguales, se sentían a sus anchas. A su amparo hacían negocios, colocaban a sus parientes y socios, ganaban influencia, amasaban grandes fortunas; se volvían, más que líderes de opinión, estrellas; eran conductores carismáticos de masas que podían –si el monto era el correcto- elevar hasta las alturas a un político o defenestrarlo según conviniera a los intereses de su patrocinador en turno.
Que poco saben los que creen que lo saben todo.
A las 8:00 de la mañana del 19 de septiembre de 2107, cruzamos la plancha del Zócalo mi compañera Verónica Velasco y yo –que llevaba mi cámara al hombro- siguiendo los pasos de Andrés Manuel López Obrador. Al llegar frente a Palacio Nacional, volteó a vernos y dijo, mirando directamente al lente: “Esta vez será a La Chingada en Palenque, Chiapas, o a Palacio”. Acto seguido tomo aire, sonrió y luego de una de sus proverbiales pausas recapituló: “pero yo estoy seguro de que será a Palacio, porque así lo quiere la gente y ahí estaré –dijo señalando el edificio- a partir del 1 de diciembre, para servir al pueblo de México”. No se equivocó. Ahí estará a partir del mediodía de este sábado y yo, por primera vez en mis 67 años de vida, podré decir: ya tengo Presidente.
Ni en los momentos de mayor confrontación en la última campaña electoral se sintió en la prensa y en las redes sociales el odio, el miedo, el encono y la rabia que se siente en estos días en contra de Andrés Manuel López Obrador, de sus compañeros y de quienes simpatizamos con él y lo apoyamos.
No podemos tolerar que se siga derramando sangre en México. Que se siga convirtiendo a nuestro país en una gigantesca fosa clandestina. 250 mil muertos, 45 mil desaparecidos, más de 300 mil desplazados, centenares de miles de familias desquebrajadas por la violencia en sólo 12 años, en los 12 años infames de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Esto nos impone el deber ineludible de actuar de inmediato y de manera radical para poner fin a la guerra, para poner fin a esta masacre frente a la que nadie puede pretenderse ajeno, ante la que nadie puede sentirse a salvo.
Ningún presidente electo había actuado jamás -antes de asumir el poder- de manera tan contundente y radical como lo ha hecho Andrés Manuel López Obrador. En esta larguísima y peligrosa transición el que, dentro de 3 semanas, habrá de ceñirse la banda presidencial ha dado ya 4 golpes de timón decisivos. Para cuando preste juramento López Obrador se habrá liberado de los poderes que, hasta ahora, habían sometido a su arbitrio y de manera ominosa a Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto determinando no solamente el errático rumbo de sus mandatos sino el del país entero.
En esta hora en la que el encono y la confrontación se apoderan de los medios, las redes y las calles; cuando parece haberse diluido, por la cancelación de las obras del NAICM en Texcoco, la posibilidad de una transición tersa; a solo un mes de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador, conviene tomar conciencia de la necesidad urgente de poner a México por encima de los intereses particulares y luchar unidos contra los grandes males que nos aquejan. El país -ya lo he dicho en este espacio- se nos deshace entre las manos, enfrentamos una crisis humanitaria por la espiral de violencia incontenible, y vivimos lo que puede definirse como una verdadera catástrofe ética. El 1 de julio pasado las y los mexicanos, urgidos de poner fin a esto, no nos pronunciamos sólo por un cambio de Presidente. Salimos a votar con un propósito: cambiar de régimen, y con nuestros votos dimos órdenes precisas a López Obrador: cumple con esa tarea, haz lo que prometiste, cueste lo que cueste.
El coro de opositores a la consulta promovida por Andrés Manuel López Obrador repite, en los medios y en las redes, una y otra vez, la misma cantaleta: ¿Por qué van a decidir la ubicación del nuevo aeropuerto esos que nunca han tomado un avión? ¿Por qué ha de consultarse a quienes nada saben de aeronáutica? ¿Por qué no dejar que quienes nos gobiernan decidan sobre estos asuntos estratégicos? La respuesta es sencilla y contundente: porque los dineros que han de emplearse en la construcción de esa obra no pertenecen al gobierno.
El mundo entero presta atención, conmovido y horrorizado, a la tragedia de los migrantes que se ahogan en el Mediterráneo. Las imágenes de los barcos yéndose a pique, de los cadáveres llegando a las playas de Europa ocupan las primeras planas de los diarios y los espacios informativos más importantes de la TV mundial. Poco o nada se dice en cambio de las decenas de miles de migrantes centroamericanos que, en su travesía por México, son devorados por el mar embravecido de la violencia y la corrupción en nuestro país.
La campaña continúa. La guerra sucia también, incluso con más virulencia y recursos que antes de las elecciones.
La defensa nacional ya no es la prioridad. Ningún ejército extranjero atacará a México. Ninguna potencia tiene interés en ocuparnos militarmente. Nuestros recursos naturales, el único botín apetecible, lo obtuvieron los extranjeros sin necesidad de invadirnos. No hay, por otro lado, disputas territoriales en curso con ningún país del mundo y la defensa de la soberanía nacional hoy, más que nunca, está en las manos de quienes, en los foros diplomáticos, representan los intereses nacionales o en las de quienes negocian los acuerdos comerciales con nuestro poderoso vecino del norte.
Se va Enrique Peña Nieto, comienza a caer con él todo el andamiaje político, militar, policiaco, judicial, propagandístico y mediático montado por su gobierno, a lo largo de 4 años, para evitar que se conociera la verdad y se hiciera justicia en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa. 43 que representan a las más de 40 mil víctimas de desaparición forzada en este país convertido, por acción y omisión de gobernantes (como el propio Peña Nieto y su antecesor Felipe Calderón), en una enorme fosa clandestina. 43 que han mostrado al mundo la forma, a un tiempo despiadada y banal, en la que opera un régimen criminal para el que la vida de las y los ciudadanos no tiene ninguna importancia.
Como una fiera herida, pero todavía con enorme fuerza, el régimen corrupto sigue dando coletazos. Se resiste a asumir la suerte que 30 millones de mexicanas y mexicanos le escrituramos en las urnas. PAN y PRI, aunque tocados por la derrota, mantienen la capacidad ofensiva y tienen de su lado a la mayoría de los medios masivos de comunicación, a presentadores de noticias de radio y TV, y a una amplia gama de los llamados líderes de opinión.
Leo en los periódicos sobre el ultimo escándalo de corrupción de este régimen al que quedan apenas un poco menos de tres meses de vida. “Me atacan, dice Rosario Robles en el colmo del descaro, porque mi nombre vende”. No señora -le respondo en Twitter- se le señala como corrupta porque usted se vende al mejor postor y porque usted y sus cómplices se han enriquecido desviando dinero de los programas sociales. “Que me investiguen hasta por debajo de las piedras”, vuelve a declarar la funcionaria. Los medios trivializan el asunto, los columnistas que sirven al régimen tratan de vender la idea de una vulgar vendetta política y a mí los 220 caracteres me quedan cortos y me siento frente a la máquina a escribir con rabia.
Obtuvo Andrés Manuel López Obrador, el pasado 1 de julio, un histórico y arrollador triunfo electoral pero aún no se pone la banda presidencial, aun no asume el cargo de Presidente Constitucional y toma el mando; faltan para que eso ocurra tres largos y peligrosos meses en los que cualquier cosa puede suceder. La pradera está seca, sopla el viento y una chispa puede desatar el infierno. La activación de los grupos de porros en la UNAM y su agresión a los estudiantes del CCH Azcapotzalco es sólo la muestra de que hay quienes están listos para comenzar el incendio.
De la guerra -se podría decir-, yo hablo y escribo siempre en primera persona. Y lo hago porque la conozco, la he vivido, la he sufrido en carne propia. Estuve muchas veces bajo fuego a lo largo de 12 años, en distintos frentes de guerra. Han silbado más balas a mi alrededor que las que han silbado en torno a esos arrogantes generales y almirantes que hoy, desde sus oficinas blindadas, dirigen la guerra en México.