Enrique G. Gallegos
Los ángeles que llevamos dentro (Paidós, 2014, 2ª. Imp.) de Steven Pinker es un título inocuo que se podría prestar a malentendidos si no reparamos en el subtítulo: El declive de la violencia y sus implicaciones. Es un grueso volumen de novecientas páginas, traducido en ese horrible español para españoles en el que brotan como hongos los “tíos” y otros localismos tolerables para el habla de la península, pero para nuestra Latinoamérica son traducciones que molestan y empobrecen la riqueza del lenguaje.
En México, si hay un escritor vivo que ha poetizado la infancia de manera constante es Raúl Bañuelos (Guadalajara, 1954). Parte de los antecedentes de esta poesía están en los hermosos versos del Ismaelillo (1882) en los que José Martí afirma “hijo soy de mi hijo”, pasan por el poema proustiano El poeta niño (1971) […]
Jean-Paul Sartre practicó el boxeo; Albert Camus, el futbol. Sartre provenía de una buena familia, fue educado en la prestigiosa École normale supérieure y era bajito de estatura (medía un metro cincuenta y ocho); Camus procedía de una familia pobre, estudió por altruismo, era alto y tenía finta de galán de cine. Sartre era bizco y a decir de Simone de Beauvoir, “muy feo”; pero —como recuerda en sus Memorias su compañero normalien, Raymond Aron— “su fealdad desaparecía en cuanto hablaba, en cuanto su inteligencia [aparecía] borraba los granos y las tumefacciones de su cara”.