Antonio María Calera-Grobet
La vida nueva será sólo en gerundio: comenzando, decidiendo, corriendo, ardiendo.
No es necesario ya atrabancarnos a la vida, soltar las amarras de la incertidumbre o dejar las cosas al azar.
Cuando pequeños, camino de la vida, untados aún a las piernas y manos de nuestros padres, de paseo caminando o sobre un auto, leíamos y pronunciábamos todo.
Tenemos como el gran milagro –nadie se atrevería a negarlo—como el placer supremo, al acto de mirar. La contemplación es la dicha.
A todos, sin distinción. Ante tu cara en el espejo, ante las fotografías que muestran a los tuyos y otros en risas de mesa copiosa, enmelados dentro del cuerno de la abundancia, y parecía nunca irían a caer. Bajo el techo de tu casa vuelve a brotar, como en tus cimientos, la dura plaga de la pobreza.
Comerse el mundo, viajarlo y probarlo, recorrer sus espacios y sus tiempos como se pueda, ha sido el sueño, el deseo original por lo menos desde el hombre renacentista. Que uno lo contenga, lo represente, de alguna manera lo porte, lo sepa: lo lleve. Y habría que decir que desde el optimismo humanista, a las antípodas, claro está, de todo tumor de capitalismo salvaje, tal cosa pareciera menos imposible en el arte, esa zona de intersticio entre saberes, antagónica a los números de la economía y casi en peligro de extinción y, desgraciadamente, en peligro de extinción en el presente. La determinación del artista por aproximarse a ese ser omnicultural, representa en el arte y las ciencias sociales, más que un capricho, una postura ética (eso que hemos llamado forma de ser) de mirar, una ambición de habitar, trascender el mero decir, en los más variados lenguajes.
Habría que verlo ahí, a la espera de la apertura, con la paciencia de un pescador pero también ansioso por llevar las viandas y las vituallas con las familias felices. Paciente pero impaciente, quiero decir, porque se trata también de un guerrero dispuesto a dejarlo todo en la batalla: sangre, sudor, lágrimas, toda una gesta que podrá ser comprobable en el batidillo de sus telas al final de la jornada. Entonces digo que también con ansia de batirse, de barrerse en el terreno de juego. Habría que verlo ahí parado, impecable, en el rellano. Ya no aguanta más. Es un tipo seguro. Se sabe la cara visible del emporio. No sólo es el cancerbero de sus sabidurías, sino el gran escribano de su historia, al que le toca escribir con sus lomos todo el diario de fatigas del establecimiento. No es sólo un monosabio, está seguro de ello, un peón de brega, o sólo un jefe de cuadrillas, tampoco un mozo de espadas de los toreros. Es más que un cuidador. Un velador, un celador, de los toreros, sus hermanos mayores, sus pares mejores, los empresarios restauranteros que se hayan, claro está, acompañados de puras Ritas Hayworth en los gabinetes, disfrutando las mieles del poder: fumando el mejor tabaco, emborrachándose con los mejores vinos, engrosando sus arcas. Y ahí de nuevo él, justo donde debe estar, solicito y limpio, impecable. Habría que verlo ahí como un soldado romano: al mesero. Un guerrero fiel que, sin estudios de psiquiatría o psicología organizacional, sin saber un ápice de administración, apenas armado de mandil si bien le va, un sacacorchos, un encendedor, y un trapito con el que puede haber limpiado ya varias veces la circunferencia del planeta, aguarda la apertura del lugar para hacer la felicidad de los hombres luego de su batalla diaria, la supervivencia en este mundo hostil. Las puertas se abren, la angustia se cierra. Todos dentro del salón son humanos felices, que bien podrían firmar su muerte en este fabuloso instante, insuperable.
El agua para mí: eso incoloro inodoro e insípido (tibio en vaso de plástico con popote integrado), para el final de la comida. Y aún así. En todo caso sí que recuerdo, empapando la década de los ochenta y más atrás, a los coloridos polvos “radioactivos” de grandes nombres: Perk, Tang, Kool-Aid, para pintar por dentro todos los riñones. Me acuerdo que mis amigas los ocuparían tiempo después para pintar sus spikes e ir al Tianguis del Chopo con sus mohawk espectaculares. Luego vino el Nestea, el elixir para gente grande, y que para mis primos y amigos significaba lo mismo que tomar un Canada Dry-Ginger Ale, el refresco reservado a los adultos. Cada vez que uno abría esa lata del polvo para preparar la bebida como té sabor limón (una nube que parecía estar siempre flotando sobre nuestras molleras), el polvo se colaba por la nariz hasta emparentarse con nuestros pulmones, afiliarse al córtex, terminar como parte de nuestro código genético. Y bueno, ya ni decir de las amadas y odiadas Coca-Colas (la chica, una especie de cliché de lo mejor, la familiar de vidrio (no alguien sino el envase), la de dos litros, la de los litros y medio, la de tres litros y tres y medio (¿invento?), y todas la que habrán de venir, de 25 o 50 litros, de 95 litros y medio para bautizos, quince años, bodas, divorcios y funerales.
– Yo vengo de una especie de fuego cruzado: mi apellido Calera Grobet lo aclarará: yo soy hijo de una familia veracruzana, de San Andrés Tuxtla, por parte de mi madre. Franceses por parte de mi madre. Y por otro lado soy vasco. Mi abuelo era vasco. Yo tengo la doble nacionalidad. Entonces cuando yo digo fuego cruzado lo digo en realidad. Porque ellos se conocieron con una cuadra de distancia, mis padres. Entonces yo comía, en ocasiones, con uno y cenaba con el otro o cenaba con uno y comía con el otro y viajaba un poco. Entonces bueno, nuestra sapiencia o nuestro conocimiento delectativo de la cosa ya estaba ahí presente. Y por lo tanto fue una afición, una disciplina y una monserga al mismo tiempo de estar pensando qué comer de manera natural.
Siempre llamaron mi atención las etiquetas de las botellas. Las tipografías, las estampas, los emblemas. Había en ellos una celebración, a veces muy barroca, a veces muy grotesca, otras tantas elegantísima, de la existencia. No podía pasar por los aparadores sin dejar de otear las botellas y sus perchas. Me gustaba mucho, es una de mis preferidas, la del “Anís del Mono”. La recordaba de cerca porque, cuando visitábamos a mi familia española, mientras mi padre jugaba dominó con sus hermanos y tíos (todo eso es un pietaje vaporoso en la memoria, de dimes y diretes, de olor a cigarro y colonia, donde quizá sobresalía el olor del puro perenne del tío Antonio), se me pedía de vez en cuando fuera yo quien sirviera un poco de anís para alguno de los invitados. Y entonces me acercaba a la barra en forma de serpiente (una barra de carrizo, de bambú, muy elegante con su pretil de metal en el área de servicio, acabo de ver una igual en el Mercado de La Lagunilla y ofrecí un dineral por ella pero ya estaba vendida), y servía de la botella con la etiqueta de eso que tenía cara de mono, de hombre y de diablo a la vez, con su botella pesada, a cuadros, que lucía siempre con su barba de azúcar en el gollete, cristalizada ahí con el paso del tiempo.
La tristeza. Hoy por la mañana me despertó un mensaje de mi hermano: Anthony Bourdain había muerto. O mejor dicho, se había quitado la vida. 61 años de rock and roll culinario, musical, poético, habían llegado a su fin, bajado la pluma, apagado las cámaras, cerrado la llave amarilla del gas. Ya se lo decía él mismo en una charla que tuvo con Iggy Pop y que fuera publicada en la revista GQ: “Tengo un verdadero problema con estar contento. Incluso cuando termino un libro tengo me llega esa sensación lo mismo de pérdida y tristeza”. También le dijo a Pop, algo sobre no vivir más de la cuenta: “Estoy esperando en morir como en una ejecución tipo mafia”.
Propongo lo siguiente. Escoja usted a un acompañante que ame considerablemente. O bien los que quiera, si así lo considera poético. Luego elija un parque bien cuajado que le venga a modo por su cercanía o simplemente porque le gusta. Y bueno, si no hay parques disponibles, por lo menos una zona verde habitable en esta ciudad tan ruin. ¿Que cuál es el objetivo? Pues comer como se debe, a la manera de un picnic, comer bien, un día cualquiera, como acto libertario, en el espacio abierto.
Hace unos días, salí de casa de unos amigos y me puse a caminar por la colonia Nueva Santa Anita, unas calles en las que se todavía respira un ambiente de barrio que otras zonas han ido perdiendo. Mis pasos me llevaron, como siempre, a deambular por el mercado de la colonia. Me dispuse a explorar. Dentro de él, lo habitual y necesario en cualquier centro de abasto inmediato para los habitantes cercanos: pollerías, verdulerías, abarrotes, carnicerías y demás comercios para surtir las necesidades que surgen en el transcurso de la vida diaria. El recaudo, la canasta, el mandado esencial. Nada más.
El postre mágico, que da risa, tranquilidad, emoción, ternura, que provoca fraternidad con el semejante, el postre como generador de conversaciones, el creador de ese momento justo, en donde las amarras del cuerpo ceden, del miedo a ser uno ceden, los escudos defensores ceden y somos por fin una familia atada en el mismo haz, un espacio donde la comunicación es no verbal y, como ha ansiado toda su vida Lisa Simpson, el conocimiento no es problema. Por fin: el postre como un lugar o tiempo en el que sólo se habla del postre mismo: no escritores, no artistas, no presupuestos. Y como ejemplo esta colación vivida hace unos meses en la hostería. A la mesa de “La Bota”, antes de regresar al trabajo y conversando sobre comida, junto a Mauricio Marcín Pequeño e Iván Terrible Edeza. La cosa comenzó hablando del cine y sus viejas salas, grandes y no partidas, como las del cine Futuraza, el Cine Latino, y sus dulcerías. He aquí el registro (agárrese el paladar o amárrese las manos, mi pre-empalagado amigo): Chiclosos Kori, Chicles de Hierbabuena Flecha, Chiclosos KRAFT, Esponjas, Salim y Chilim, Miguelitos secos o de agua, Duvalines, Pulparindos, Burbusodas, Paletas enchiladas Luxus, Palelocas, Chupirules, Chocolates La Vaquita, Almonris, Cazuelitas, chiclosos Bocatti, dulces Acuario, Laposse y Selz Soda.