Jorge Zepeda Patterson
29/05/2022 - 12:05 am
Alito y París Hilton
«El peso electoral del PRI, paradójicamente, no le alcanza para ganar territorialmente nada importante, entre otras cosas porque allá donde tiene presencia, Morena lo supera con creces».
Alejandro “Alito” Moreno y Rubén Moreira, los dos dirigentes más encumbrados del PRI actual, me hacen recordar a Paris Hilton y otros miembros de cuarta generación de una familia millonaria: a pesar de la debacle moral en la que se encuentran o los imperdonables errores cometidos, de alguna manera se las arreglan para seguir beneficiándose de los restos del imperio que construyeron sus antecesores, por más “esfuerzos” que los herederos hayan hecho para destruirlo. Alito es el presidente del PRI y Moreira el coordinador de su partido en la Cámara, fue exsecretario general, un puesto que hoy detenta su esposa, quien además es candidata a la gubernatura de Hidalgo. El primero, Alito, se encuentra en la picota luego de hacerse públicos escandalosos audios atribuidos a su persona, en los que se habla de matar de hambre a los periodistas y exige a un ayudante negociar partidas ilegales con el dueño de Cinépolis (lo cual el empresario ha tachado de infundio). El segundo, Rubén, se encuentra en medio de un pleito con su hermano Humberto, ventilado públicamente en redes sociales en el que, con profundo conocimiento de causa, supongo, ambos ofrecen datos para constatar que no son precisamente unas finas personas.
El hecho de que el desprestigio moral incide tan poco en el comportamiento del capital, sea político o económico, habla bastante mal de los valores de la sociedad en su conjunto. Digo lo anterior, porque si bien es cierto que las derrotas electorales del PRI están a la vista, el otrora poderoso partido mantiene una intención de voto entre 16 y 20 por ciento, según las encuestas disponibles. Una cifra sorprendente si se considera que su propuesta ideológica se ha desvanecido, y la agencia de empleos en la que se había convertido dejó de cumplir las expectativas al perder, uno tras otro, los gobiernos estatales que controlaba y, por tanto, nómina y presupuesto a repartir.
Esto explicaría la mediocridad de sus cuadros, porque todo operador político de valía se habría cambiado de manera oficial o simulada a Morena. Allí están los casos de los exgobernadores priistas que de forma abierta o soslayada favorecieron el triunfo del partido de López Obrador en su estado (Hidalgo o Oaxaca en este momento, Sinaloa o Sonora meses antes).
De allí que personajes con tan poco fondo político como Alito se hayan quedado con los despojos. Grillos astutos para el juego de la acechanza, la zancadilla y el acomodo oportunista, sin duda, pero sin fondo político para encabezar un partido que, quiérase o no, sigue siendo un protagonista decisivo en el desafío que tienen las élites políticas para afrontar los grandes problemas del país.
Se dirá que este tipo de dirigentes es lo esperable en un partido que carece de convicciones ideológicas más allá del juego de la supervivencia. ¿Por qué no lo serían ellos también? Quizá, pero el problema con la ausencia de fondo político es que la mediocridad se traduce en una gestión encaminada no a conservar el partido, sino a hacer prosperar su carrera política por encima de su responsabilidad institucional. No tengo dudas de que Manlio Fabio Beltrones, Beatriz Paredez e incluso Osorio Chong eran igualmente habilidosos para ver por sí mismos, pero poseían también una noción de la “cosa” pública y una relativa conciencia de las consecuencias de sus actos en lo que respecta al “día siguiente”. Es decir, tenían la habilidad para tomar decisiones que les favorecían, pero también poseían una percepción de su responsabilidad histórica para con el grupo que encabezaban. Los actuales líderes parecieran carecer de esto último.
Pareciera que la actual dirigencia subordina toda consideración por el partido al interés personal. Más allá de que los audios remitan o no a la voz de Alito, o que los extractos divulgados estén fuera de contexto, la interpretación de su desempeño en los últimos meses conduce a la conclusión de que la búsqueda de la candidatura presidencial por parte de la Alianza es la única prioridad en su agenda.
Nada que sorprenda, se dirá, pero el asunto va más allá de una recriminable conducta de las muchas que abundan entre nuestra clase política. El hecho de que esta ambición personal, ausente de más proyecto político e ideológico que el provecho propio, esté sentado encima de una fuerza política que, mal que bien, representa la intención de voto de la quinta o la sexta parte del electorado, constituye una infamia para la salud, de por sí precaria, de nuestra vida pública. Ya es grave que la cuota de penetración del Partido Verde, alrededor del cinco por ciento en las boletas electorales, sea utilizada como moneda de cambio para el exclusivo beneficio de su dirigencia. Que también transite a ello lo que aún queda del PRI, un patrimonio electoral que equivale a tres veces al del PVEM, es un golpe a las aspiraciones democráticas de un país.
El peso electoral del PRI, paradójicamente, no le alcanza para ganar territorialmente nada importante, entre otras cosas porque allá donde tiene presencia, Morena lo supera con creces. Sin embargo, la participación que alcance en las cámaras o su decisión para participar o no en un bloque opositor o, por el contrario, dividirlo, convierten a esta fuerza en la poderosa bisagra que podría definir el futuro en los próximos años entre distintas versiones de país que se disputan la escena política, como tendría que ser en cualquier democracia. Preocupa que los desenlaces a esta disputa, legítima y necesaria, terminen definiéndose por la decisión que asuman los mercenarios de la política. Tal fue el caso, me parece, de la reforma eléctrica, más allá de sus virtudes o defectos.
@jorgezepedap
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