Fabrizio Mejía Madrid
17/03/2022 - 12:05 am
Aeropuerto
El aeropuerto Felipe Ángeles ha sufrido la calumnia, la insidia y el ninguneo de los medios de comunicación, cuyos dueños eran accionistas del barril sin fondo del peñanietismo.
Este 21 de marzo será inaugurado el aeropuerto Felipe Ángeles en Santa Lucía. En más de un sentido simboliza los mejores ángeles —como se dice— del Gobierno de la 4T: emerge de la cancelación por consulta popular del proyecto de un aeropuerto, el de Texcoco, sobre cuyos cimientos fueron una brutal represión en 2006 ordenada por Vicente Fox como Presidente y Enrique Peña Nieto como Gobernador del Estado de México en contra de los campesinos de San Salvador Atenco. Ya en campaña por la Presidencia, el candidato del PRI, Peña Nieto fue recibido en la Universidad Iberoamericana el 11 de mayo de 2012, con una manta en la entrada del auditorio que decía: “Todos somos Atenco”. Su coordinadora, Alejandra Lagunes, trató de repartir billetes de 500 pesos para calmar a los estudiantes, pero su candidato acabó huyendo de los estudiantes y refugiándose en un baño. Anunciado por Fox, el aeropuerto fue durante los siguientes dos sexenios un lodazal: los terrenos sirvieron a la especulación de funcionarios, empresarios, organizaciones campesinas como Antorcha, y hasta un obispo de Ecatepec. Pero, cimentado más en la corrupción que en la ingeniería civil, en el fondo fangoso del lago de Texcoco, el aeropuerto iba a necesitar que, cada año, se le inyectara concreto. Las empresas de mantenimiento de una estructura que irremediablemente se iba a hundir, ya se frotaban las manos, pensando en las cuentas millonarias en Panamá y Andorra. Enfangado en la evaporación del sexenio de fachada desfachatada de Peña Nieto, iba a costar 300 mil millones de pesos y unas tres veces más por su manutención.
El aeropuerto Felipe Ángeles ha sufrido la calumnia, la insidia y el ninguneo de los medios de comunicación, cuyos dueños eran accionistas del barril sin fondo del peñanietismo. Escogí diez para hacer un recuento: en el lugar había un cerro llamado Paula contra el que se estrellarían los aviones; las rutas aéreas entre Santa Lucía, la ciudad de México y Toluca no podían operar al mismo tiempo porque no había suficiente cielo aire; las pirámides de Teotihuacán se desprenderían por la vibración tan cercana de los aviones; se estaba construyendo sobre ruinas prehispánicas y mamuts perdidos ahora para siempre; la Torre de Control estaba inclinada; no había transporte para llegar y los precios de Uber serían excesivos; el tren interior al que se subieron el Presidente y el Gobernador del Estado de México no existía, y era sólo una simulación con pantalla verde; las aerolíneas internacionales se negarían a ir al nuevo aeropuerto y el Gobierno comunista las iba a obligar; los baños parecían de pulquería; los techos eran como los de una terminal de autobuses de pasajeros.
Pero el aeropuerto Felipe Ángeles es una señal de lo que significa la 4T. Es una obra de infraestructura del Estado mexicano, es decir, no fue concesionada a los privados como las carreteras, los trenes de carga, los fideicomisos turísticos, la electricidad y los medios de comunicación. Para saborealo debemos dar un bocado cada vez. Lo primero es volver en el tiempo a los años del New Deal, entre 1933 y 1939, de Franklin Delano Roosevelt en los Estados Unidos. Se vendió como las tres “erres” de Roosevelt que eran “aliviar, reformar y recuperar”, por sus nombres en inglés, “relief, reform, recovery”. Roosevelt surgió de la crisis que trajo la especulación financiera en 1929 y que, eventualmente, precipitaría al mundo en la Segunda Guerra Mundial. La idea era gobernar para los olvidados y su primer objetivo, aliviar, se refirió a generar 8.5 millones de empleos temporales, en la construcción y regenerando bosques. Piénsese en el periodo neoliberal como una crisis económica, política, moral y cultural que duró los últimos 40 años y, ahora, piense en los programas de alivio del Presidente López Obrador: becas para aprendices, obras de infraestructura que crean polos de atracción para los trabajadores de la construcción, y el Sembrando Vida. En el lado de “reformar”, Roosevelt trató de regular el dinero especulativo, responsable del crack de 1929 en la Bolsa de Valores de Nueva York. Legisló sobre el trabajo infantil, los salarios mínimos y las jornadas de trabajo. Intervino con fuerza para controlar los precios de los alimentos. Piénsese en López Obrador y su separación entre política y negocios como una forma de terminar con el neoliberalismo que en México no sólo creó una casta empresarial inseparable de los funcionarios públicos, sino empeñada en transformar los contubernios en leyes. Piénsese en los aumentos al salario mínimo que, en tiempos neoliberales, se aseguraba que disparaba la inflación. En la lucha contra el outsourcing, es decir, la contratación de trabajadores externos sin seguridad social ni estabilidad laboral. También en los precios garantizados de las cosechas de maíz y frijol, y los apoyos a los pescadores. Ahora, en la revisión de casi un millón de contratos colectivos de trabajo que, en épocas priistas cuidaban los billonarios líderes sindicales y, en los panistas, los mercadólogos del “échele ganitas, aquí la ganancia colectiva no sabe a éxito individual”. Roosevelt, al igual que López Obrador, reconoció la importancia estratégica del control de la electricidad por parte del Estado y fundó una compañía estatal que le permitía influir en los precios de la luz y evitar inundaciones por el desfogue de presas. Además, inauguró sus “charlas caseras”, un programa de radio en el que informaba de los resultados e intenciones del New Deal. No era en las mañanas, sino por las noches. Al final, el gran obstáculo del New Deal fue la Suprema Corte que trató de declarar inconstitucionales muchas de las intervenciones del Estado en la economía, pero no pudo evitar la permanencia de Roosevelt en la Presidencia durante 12 años. Queda la frase de Roosevelt: “Gobernar es justicia más infraestructura”.
La idea de que existen obras y servicios que los privados no pueden garantizar porque están determinados por sus fines de ganancia y utilidad, está en el centro de la 4T: un aeropuerto o una carretera transístmica sólo pueden provenir de un Estado cuyo objetivo es el interés general y de la Nación. Es una inversión pública que trata de darle continuidad al país más allá de lo inmediato de los rendimientos. En el periodo neoliberal, los doctores en economía de Harvard y el ITAM decían estar en una cruzada contra los monopolios del Estado y, dentro de ellos, incluían la luz, las gasolinas, y los medios de comunicación. Reducir al Estado a una mera empresa, quería decir que también los recursos públicos eran vistos como gastos pero jamás diferenciaron que la soberanía de un Estado marca los límites de las decisiones que le dan consistencia a un país hacia el futuro. Los empresarios no tienen por qué actuar en ese marco soberano porque sus obligaciones son ganar el máximo de dinero para sus accionistas. Así que, como sucede con la luz y el gas en Europa, lo que menos importa es si con tus precios monopólicos creas 8.5 millones de pobres energéticos, como en España, donde la gente tiene que decidir entre usar un microondas y comprar carne, porque no le alcanza para las dos. Por eso, el Estado no puede ser pensado, como hacían los neoliberales, como una empresa, como un monopolio que debe deshacerse, porque tendería a ver utilidades donde sólo debe haber inversión en la soberanía nacional. Lo que falló en España y su electricidad no fueron nada más los monopolios que se pusieron de acuerdo para fijar un precio de la luz siempre más alto, sino el Estado español que no supo ver las funciones para las que había sido electo.
Vuelvo, entonces, al aeropuerto. Simboliza la 4T como un redirigir la atención a los fines del Estado. Desde su creación, esa relación de obediencia voluntaria que llamamos legitimidad ha tenido dos piernas: el cobro de impuestos y el ejército. Uno es para hacer las obras de interés general que no pueden hacer los privados definidos por sus fines de lucro. El otro es porque un ejército es el único organismo de subordinación y acato que puede construir en tiempo récord un aeropuerto civil o ayudar a repartir vacunas hasta el poblado más lejano en un país que, como el nuestro, tiene a una tercera parte de su población viviendo en localidades. Una de las críticas de los medios corporativos al aeropuerto fue que “militarizaba”, pero los Estados tienen ejércitos como agrupaciones disciplinarias, como la escuela y la cárcel y, como ellas, depende de que hagas con ellas. “Militarizar” no es que haya gente con uniformes construyendo un aeropuerto, es que el ejército invada las vidas privadas de las personas, como en el Chile de Pinochet que prohibía que se reunieran más de tres personas durante los estados de sitio. Represión y ejército no son sinónimos y se puede usar a los médicos e ingenieros militares en labores que no sean las masacres y las ejecuciones sumarias. Decir que se “militariza” un país porque usa a sus soldados en labores de construcción equivale a decir que los impuestos se cobran como una forma de robo. Los dos son pilares de un Estado conforman el espacio de su decisión para darle continuidad en el futuro. Como nacionalizar el litio.
Es inevitable ver un contraste entre la gente circulando por las pistas del nuevo aeropuerto, sacándose fotos en la fuente de la Piedra del Sol, y celebrando con el estupor y la indignación cuando se abrieron al público las instalaciones vacías de la residencia presidencial de Los Pinos; la gente insultando a las estatuas de los expresidentes. El fervor en torno al nuevo aeropuerto Felipe Ángeles está dirigido a una idea que los neoliberales nos habían dicho que era vieja, pre-moderna, e ineficiente: el Estado. Sobrevivimos a la larga noche de la corrupción por sus instituciones de educación y salud que no fueron del todo desmanteladas. Y ahora el regreso de la idea de gobernar del New Deal de Roosevelt, “gobernar es justicia más infraestructura”, resuena como un arraigo nuevo, no el del nacionalismo revolucionario, sino el de la novedad de una república de los antes excluidos, donde el país se vuelve un compromiso.
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