Perder el norte para recuperarlo: Páez Varela cierra su Trilogía del Desencanto con “Música para perros”

03/10/2013 - 12:00 am
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Alejandro Páez. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

Ciudad de México, 3 octubre (SinEmbargo).– La narconovela anda norteada. Y no sólo por ambientarse la mayoría de las narrativas de este subgénero mexicano en el Norte fronterizo, donde campa la violencia, sino porque en su discurrir –y en el de la Historia– ha pasado de literatura de género a literatura de fórmula, catálogo de estridencias predecibles con un ojo en el panfleto y otro en el mercado.

Las novelas que integran la Trilogía del Desencanto de Alejandro Páez Varela abrevan de ese entorno y de ese contexto pero lo hacen con una intención toda otra: contar historias. Verbigracia el último filón, Música para perros (Alfaguara), relato ambientado no en el presente sobreexpuesto (aunque incomprendido) sino en un pasado reciente que presagia ya la tormenta social que se cierne hoy sobre el Norte.

Entrecruzamiento de historias y personajes que se enfrentan a lo inefable con un laconismo acaso lógico, es radiografía intimista de vidas que no son cifras pero tampoco víctimas, que humanizan el escándalo para devolverlo al terreno –más conmovedor, infinitamente más perturbador– de tragedias personales en que el mismo peso tienen el crimen y la violencia que la familia, la música o la cocina.

– Música para perros es una novela ambientada en un entorno que recientemente ha dado mucho para la épica y, sin embargo, es una novela en un registro, diría yo, intimista. ¿Por qué se te antojó contar una historia intimista en un entorno épico e incluso trágico pero esto en un sentido social y no emocional?

– Por dos razones. La primera es que una historia de cuatro personajes aislados en una región que de por sí tiene una economía de palabras –sus habitantes son gente callada, incluso quieta– me condujo de manera casi irremediable a una novela más íntima en que los personajes razonan muchísimo más lo que están haciendo, lo que están hablando. Por el otro lado está no solamente esa geografía digamos física sino la misma geografía literaria que exigía ese entorno: esa zona de Chihuahua es una zona donde la gente casi no habla, es una región donde la gente tiene contactos muy distantes con otros personajes.

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– Hay, de hecho, un personaje que a lo largo de buena parte de la novela no habla.

– Una vez oí a Carlos Montemayor decir que cuando él quería dedicarse realmente a escribir se encerraba en la sierra de Chihuahua porque la gente saluda con la mano: no te dice “¿Cómo estás?” ni mucho menos. Yo tuve un tío que, cuando estaba muy, eufórico, movía dos veces la cabeza en señal de “Estoy muy, muy feliz”. También debes saber que, como lo digo al final de este libro, esta trilogía no corresponde a lo que sucedió en Chihuahua en los últimos años: ése es un momento de Chihuahua en que sí hay una violencia implícita –porque esa región es violenta– pero no es este tipo de violencia que estamos viendo.

– Más que violencia lo que parecería haber en Música para perros es un vacío sociocultural. Más que violencia parecería haber condiciones propicias para la violencia, para el caos, más que la violencia o el caos mismos. ¿Es en ese sentido una novela que nos permite comprender los antecedentes de lo que vive Chihuahua ahora?     

– Siempre recuerdo un texto de Charles Bowden, un periodista impecable, que fue escrito en los ochenta y se llamaba “El laboratorio de nuestro futuro”: en él hace un análisis de una región que está a punto de convertirse en algo –no sabemos qué es– y especula algunas cosas: si es un antecedente de lo que vendría y si es un mal presagio también el ambiente de ahí. Si te fijas en los personajes, muchos de ellos no tienen nunca un solo contacto con alguna otra autoridad que no sea la del crimen organizado –por decirlo así–, y otros que tienen contacto con la autoridad lo tienen con una autoridad perversa o pervertida y pervertidora. Ahí está el caso específico del mushasho en esta novela, que crece efectivamente como una especie de Mowgli porque así crecen muchos niños en este país y en muchas partes del mundo donde la primera autoridad es posiblemente la familiar pero también hay un Estado que está totalmente disuelto. No lo había pensado de esa manera pero posiblemente es un presagio de lo que vendría después.

– El contrapeso a esta situación en la novela parecería ser la familia: no la familia en términos biológicos sino la familia como constructo sociocultural y como constructo emocional incluso. ¿En qué reside el poder de la familia?

– En este caso es una familia muy peculiar porque la abuela es capaz de llevar a su hijo sin ningún empacho, sin ninguna carga moral ni ética, a cometer lo que cometen los dos juntos en el camino y lo hacen porque no existen esas fronteras morales y éticas en un mundo donde hay que sobrevivir. Cuando terminé la novela y la volví a leer no me di cuenta de que había dibujado una novela sin fronteras éticas, en que no sabes qué está bien y qué está mal. Y esta familia es una entidad con códigos difíciles de aceptar pero es una familia que al final responde por los personajes: responde a su manera –no de la manera a que estamos acostumbrados– pero responde y sí da un cierto contexto, un cierto sentido a la vida.

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– ¿Música para perros es también un libro de cocina?

– Música para perros es un libro en que tuve un gran interés en la cocina: tengo un gran interés personal en la cocina –y más en esa cocina, en la cocina de Chihuahua– aun si no a nivel académico porque nunca lo he intentado ni creo que esté en este momento en mi visión.

– No se antoja además muy referible en términos académicos la cocina de la que hablas en Música para perros

Yo hice una consulta muy importante conmigo de qué quería contar de esa región y por dónde quería abordar esa región aparte de este paisaje que es en sí mismo muy duro y me iba a referir siempre a una rudeza que a lo mejor iba a ser excesiva considerando las tragedias personales de los personajes; entonces recurrí a la cocina, que además es una cocina de mi familia. No tuve dificultad porque la he preparado en mi casa aquí en el Distrito Federal: puedo hacer una sopa de chacales, por ejemplo, hablar de los asaderos de Villa Ahumada o hablar de la carne seca, hablar del caldo de oso que es de esas regiones. No tuve dificultad alguna porque la he probado y además la he preparado. Si hay un guiño importante hacia la cocina creo que es en tanto la parte más cálida de la novela, porque también se vincula con la vieja.

– ¿Por qué te interesa la cocina? ¿Qué permite la cocina?

– La cocina es un viaje cultural en sí mismo. La cocina no sólo arrastra valores tan primitivos como el concepto mismo de las familias sino que arrastra países, naciones completas y en este caso una región completa. Estamos frente a una de las ramas de la cultura en la que casi no nos interesamos de manera puntual sino cuando la tenemos enfrente y la degustamos. Y me gusta en los términos más terrenos como sentarme y partir y picar tomate o cebolla y echar a andar la lumbre: lo hago mucho muy seguido, cocino mucho por placer.

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– Quizás un elemento que tiene un valor cercano al de la cocina en la novela es la música; el título mismo deriva de esa idea: de la flauta que posee tu personaje principal durante un pasaje de la narrativa. ¿Será que la música y la cocina representan formas de simbolización distintas a la verbal? 

Puede ser. Ahora, yo le di significados muy distintos: la cocina es una cocina tan compleja que sí alimenta la idea de que hay una familia, mientras que la música, a través de esa flauta, habla de otra cosa. Cuando el niño escucha la música siente una gran impotencia: cuando ve el instrumento y ve a aquellos niños sabe, primero, que él no va a la escuela, segundo, que él no es un niño junto con todos los niños y, tercero, que hay algo a lo que él no puede  tener acceso y es esa flauta; después la flauta se plantea más como parte de su inocencia, y luego eventualmente pierde esa inocencia. Creo que de los momentos más duros para él es cuando se la quitan: es el momento en que odia por primera vez; no conocía tal sentimiento a pesar de que había llevado una vida de perros.

– Sin embargo, él tiene una relación automática con la música: en el momento en que oye una flauta, desea eso para si y busca una forma de hacerse de una lo antes posible. Y su relación con las palabras es mucho más compleja, mucho más reticente. ¿Será que la música es una mejor manera de simbolizar, una mejor manera de relacionarse con el mundo, que las palabras?

– Cuando pienso en él pensando sobre sí mismo ya muerto,  hablando sobre él, veo una complejidad de pensamiento más fuerte que la que la música misma podría dar. Cuando él ya está más introspectivo y termina comiéndose sus propios animales, por ejemplo, es un tiene una complejidad mucho mayor que la que la misma flauta le podía proporcionar.  La flauta lo acompaña hasta un nivel en que él todavía es muy inocente, cuando los perros son realmente su compañía, junto con la vieja, y lo acompañan hasta que se rompe eso. Pero creo que el tipo de alguna manera explora cosas y abismos que son bastante complejos para un hombre que ha nacido silvestre.

– ¿Música para perros es una suerte de novela de formación?

– No, no lo vería así.

– ¿O digamos un reverso perverso de la novela de formación?

No, creo que es una novela con una aspiración muy simple: había una historia que contar de una región muy particular del país que tiene eso: que es una región con una economía bárbara y también con una complejidad muy densa. Yo veo la historia de cuatro personajes, y esos cuatro personajes con una simpleza brutal traen grandes tormentas al interior, que se mezclan, y las tormentas del interior construyen una historia

– ¿Por qué sabes que, junto con Corazón de Kalashnikov y El reino de las moscas, Música para perros constituye una trilogía? ¿Cómo sabes que no tendrá otros filones? ¿O no lo sabes?

– No lo sé pero no porque esté trabajando algo más. Estoy de hecho trabajando una cosa muy distinta: de hecho me salgo del Norte y experimento otra cosa. Pero yo hice un esquema que se sigue en las tres novelas: un capítulo central en torno al cual hay otros tres, y en cada uno de los tres hay siete, y cada uno de estos se tocan en momentos muy concretos. Esa estructura se violentó cuando algunos capítulos y personajes muy específicos empezaron a quedarse en mi computadora. Y ahí están. Entonces yo no sé si un día los rescate para armar otra cosa; no sé cómo le voy a llamar. Esto definitivamente se cierra ahí pero no sé si alguno de ellos vaya a brincar a otra cosa.

– ¿Eso depende de tu propio proceso como escritor o de lo que pase en el Norte?

– De mi propio proceso. De hecho estas novelas se empezaron antes de que pasaran cosas en el Norte: empezaron muchísimo antes. Más bien tiene que ver con que yo tenga el tiempo para hacerlo y tenga la fortuna de vivir para seguir haciéndolo.

. ¿Qué tan periodista eres cuando eres narrador?

Los dos coquetean mucho. Los dos pelean su tiempo, y es una lucha permanente.

– ¿Y quién quisieras que ganara?

. En los siguientes años de mi vida, creo que el escritor.

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Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

Ése es un gran, gran tema. Un periodista también es un narrador y es un narrador constante, Renato Leduc diría que de la historia de lo inmediato. Eso es lo que hacemos los periodistas: cuando los otros están simplemente contando historias, nosotros hacemos las de lo de lo inmediato: somos narradores y somos escritores por supuesto. Pero yo creo que el debate sería entre la ficción y la realidad. Un día me toco compartir una mesa con Gabriel García Márquez y le pregunté que qué era más complicado para él, si escribir novelas o hacer periodismo. Y me dijo “Cuando descubrí que era posible inventar personajes, inventarles situaciones, crearlos y recrearlos, saber cuándo iban a morir, y no tener que verificarles un solo dato, me di cuenta de que era mucho más fácil hacer literatura que hacer periodismo”. Y tiene una gran razón en eso. Con eso respondería una parte de tu pregunta, y la otra no: creo que ni uno manda sobre sus propios personajes; ninguno de nosotros mandamos. Hay momentos en que la vida te plantea cosas y te abre puertas, y luego la vida misma te las cierra de repente. Yo no tengo manera de ordenarle al futuro que es lo que voy a terminar siendo: tengo una intención ahora pero a lo mejor más adelante cambia. Soy periodista al cien por ciento –no conozco otro oficio, no he hecho otra cosa en mi vida–y eventualmente se ha acercado a mí la literatura de una manera muy apabullante que me secuestra grandes tramos, y cada día es más exigente.

– Además un periodista ficciona aunque no se lo proponga y un narrador está anclado a la realidad aunque quiera sustraerse de ella, ¿no?

– La literatura no viene de la nada: viene de lo que somos, y lo que somos en realidad es un montón de recuerdos, y los recuerdos son realidades. Aún escribiendo ficción nos alimentamos de algún lado. Música para perros y toda esta trilogía están alimentadas de una realidad muy específica que yo vi y viví en los ochenta y principios de los noventa en Chihuahua.

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– Más allá de la realidad, más allá de la anécdota, más allá de la historia con h mayúscula y con h minúscula, ¿qué de Alejandro Páez está en Música para perros?

– Creo que este libro, a diferencia de los otros dos, es muy intimista y tiene que jalar mucho de mi. Yo siempre pienso que los siguientes años quisiera hablar menos, comunicarme menos, ver a menos gente, encerrarme mucho más: yo creo que ésa es la esencia de esta novela. Y yo mismo, mientras voy caminando hacia allá, estoy conservando a los amigos lo más que puedo y tratando de no sumar uno solo más porque es difícil conquistar amigos. Estoy tratando de reducirme, reducirme, reducirme, y también de dar los menos pasos posible: eso es real y está ahí, en la novela.

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Nicolás Alvarado
en Sinembargo al Aire

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