Ciudad de México, 1 de julio (SinEmbargo).- Tirado boca abajo sobre el montículo de arena en el que había caído tras saltar con sus piernas largas manteniendo el rictus de esfuerzo, supo que se había convertido en leyenda. El 2374 relucía en el pecho de su indumentaria azul con la que representaba a los Estados Unidos de América. Carl Lewis (Alabama, 1961), tiene una mirada perdida de ojos bien abiertos que durante poco más de una década y tres Juegos Olímpicos dominó el deporte.
El 29 de julio de 1996, en Atlanta y ante su gente, ganó su novena medalla de oro en atletismo. De rasgos físicos únicos, con los genes de su tez de color, dominó la disciplina reina de las olimpiadas. La velocidad combinada con la destreza física de Lewis, nunca antes vista, le dieron una fama mundial digna de todos sus logros. La gente sentía mucho más que admiración. Ese atleta que parecía un ser humano como todos los demás, provocaba asombro mientras ponía en la mesa el debate sobre hasta dónde puede llegar la capacidad de una persona.
A Carl le pusieron el mote de "Hijo del viento". Tom Tellez, un entrenador de atletismo, vio a un chico de 16 años que, sin tanta masa muscular, tenía las propiedades de una futura figura mundial en la historia del deporte. Fue la velocidad a quien tomó de la mano para construir un legado que cimentaría muchas grandes historias de las siguientes generaciones. Carl Lewis fue esa inspiración para muchos jóvenes que entenderían el poder seductor de la competencia emblemática por excelencia que se da cada cuatro años.
Las primeras muestras de la destreza de Lewis fueron vistas en el salto de longitud. El cambio a velocista fue una espera paciente gracias a los consejos de Tellez. Carl siguió al pie de la letra cada indicación de su entrenador. Imposibilitado de representar a su país en los Juegos Olímpicos de Moscú 1980, por un boicot político, fue hasta 1984, en Los Ángeles, cuando Lewis hizo suyo. "Quiero ser millonario y no tener un trabajo cotidiano", fue la frase que definía la ideología de Lewis en 1979. Tenía 18 años y la posibilidad de hacer su deseo realidad.
Heredero de la misma estirpe de Jesse Owens, una figura emblemática a principios del siglo XX, Lewis se entregó a la disciplinada y celosa vida de atleta de alto rendimiento. El boicot estadounidense a la organización rusa de 1980 fue visto al principio como un lamento. La pausa no pedida le dio un tiempo de preparación que el atletismo agradecería más tarde. El que solo había saltado, empezaría a correr como velocista de primer nivel. El hijo de padres deportistas que llegó a Houston para que Téllez lo moldeara, estaba a punto de entrar a la élite.
En Los Ángeles compitió en 100 y 200 metros dentro de la pista ganando las pruebas. El salto de longitud, la prueba en la que se inició, también fue dominada por él. El relevo con el equipo estadounidense fue de mero trámite. En total, cuatro medallas de oro, igualando a su ídolo Owens a quien lo describía como leyenda. En tiempos en que a los atletas se les permitía competir sólo en una justa olímpica, Owens rompió las marcas ganando la idolatría de la gente. Lewis lo empató con todo el mérito de quien lo único que quería era "ser un modelo a seguir y ayudar al deporte para que siga creciendo".
La actitud de Carl fuera de la pista llamaba mucho la atención. Un hombre arrogante al que le gustaban los reflectores de las cámaras de los periodistas mientras calentaba con lentes oscuros más propios de una playa que de una competencia seria internacional. Lewis grabó una canción, hizo comerciales y se convirtió en un icono de los nuevos afroamericanos que querían salir del anonimato. Todo parecía ir de acuerdo al deseo de ser millonario sin un trabajo convencional a donde acudir. La presión de una competencia, le era natural. Corría y saltaba más que nadie.
En 1987, el canadiense Ben Johnson logró lo que nadie creía posible. Dueño de una masa muscular imponente, le arrebató el título de campeón del mundo al extrovertido estadounidense. El debate sobre quién sería el hombre más rápido del planeta, alimentó la expectativa de los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988. En la final de los 100 metros de la justa olímpica, Ben Johnson superó a Lewis tras un arranque explosivo que dejó a el mundo boquiabierto. Un registro de 9.79 en el cronómetro daban la medalla de oro a Canadá. Cuando nadie sabía cómo corría tan rápido, llegó la respuesta desde el lado oscuro del deporte. Ben fue descalificado por dar positivo en un control antidoping.
Carl Lewis siguió con el camino ascendente. Su capacidad mental para dominar escenarios complicados lo puso a la altura de grandes figuras del deporte. Lo que empezó en Los Ángeles 1984, lo concluyó en Atlanta doce años después. En medio, campeonatos mundiales fueron dominados por el "Hijo del viento". Barcelona 92, los mejores juegos de la historia, fueron iluminados por el súper atleta que, con 31 años, ganó dos medallas de ensueño cuando la resistencia en carrera le ganó terreno a la explosividad de cien metros.
Aquella tarde de Atlanta, una carrera olímpica llegaba a su fin mientras la ovación y los aplausos de la gente arropaban el camino de Lewis hacia la eternidad. Intentó cantar el himno de los Estados Unidos con Michael Jordan en cancha e hizo el ridículo, dio a entender que los registros de Usain Bolt estaban detrás de algún dopaje. El jamaicano, que superó sus récords, lo increpó tras declarar que Lewis no le merecía ningún respeto. La leyenda de un súper atleta, que hoy cumple 52 años, es parte primordial en la historia. A Lewis Hamilton, pusieron su nombre en honor a Carl. El piloto de Fórmula 1, siguió con la tradición de la velocidad arriba de un bólido. Cantando, corriendo o saltando, los Juegos Olímpicos son lo que son, gracias a la leyenda del hijo del viento.