Fabrizio Mejía Madrid
13/09/2023 - 12:05 am
Ebrard y la traición
Cuando se traiciona, no se cumple con lo prometido, que es un compromiso hecho ante los demás. Cuando se negocia, se preservan los principios y se cede sólo en lo que no es esencial para cada una de las partes. Para traicionar se necesita ser moralmente relativista, para negociar se requiere ser un moralista.
Hace dos meses, al inicio de la conversación que sostuvo con Alejandro Páez y Álvaro Delgado para la serie Los presidenciables, Marcelo Ebrard hizo una confesión que me pareció extraña: recomendó Elogio de la traición, un libro de finales de los años ochenta del siglo pasado, escrito por Yves Roucaute y Denis Jeambar. Me extrañó porque ese libro es parte de la cauda de títulos que cimentaron el neoconservadurismo, la corriente ideológica de políticos como George W. Bush. Hay que decir que uno de los autores, Ives Roucaute, sostiene sin miedo a las lecturas de secundaria, que el fascismo no es una derecha radicalizada, sino una izquierda que, cito, “quiere exterminar a los judíos por burgueses”. Es una aseveración que vulgariza lo que fue aquella tendencia revisionista de la historia en manos de los conservadores que empezaron a decir, sin demostrarlo, que socialistas y fascistas eran lo mismo porque estaban contra el liberalismo, sin atender a que fue el liberalismo que generó al fascismo para combatir a los comunistas y socialistas. Nolte, por cierto, acabó por endilgarle a los bolcheviques toda la responsabilidad de los crímenes del nazismo, al sostener, sin prueba alguna, que Auschwitz era una reacción a las matanzas de Stalin. Así, Nolte y los revisionistas fueron la justificación ideológica del neofascismo alemán y su organización, Alternativa por Alemania. Dudo mucho que Ebrard no sepa esos datos. Roucaute fue asesor político del conservador Presidente de Francia Nicolas Sarkozy, ha defendido a Donald Trump y escribió un libro cuyo título nos dispensa de la vergüenza de leerlo: El neoconservadurismo es un nuevo humanismo. Denis Jeambar, el otro autor del libro que recomienda Ebrard, es también un neoconservador, también apoyador de Sarkozy y discípulo de Samuel Huntington, el teórico de que el futuro será un choque entre el islam y Occidente y, más recientemente, en 2004, el que alertó sobre la “invasión”, así dice, de los inmigrantes ilegales mexicanos a la supuesta cultura blanca y occidental de los estadunidenses. Huntington, profesor en Harvard de Carlos Salinas de Gortari, ha sido un teórico de las guerras identitarias donde una cultura no aporta a la otra, sino que debe ser combatida. Es por eso que me causó extrañeza. De pronto, Alejandro Páez toma el libro del asesor de seguridad de Bill Clinton, Joseph Nye, Do Morals Matter?, y Ebrard acaba por decir que es lo contrario del otro libro, que dice “es muy bueno”. Nada de esto me parece fortuito. Ebrard sabe que lo van a entrevistar y aparecen dos libros, uno que elogia la traición y el otro, que discute la moral en la política.
Hace mucho que leí Elogio de la traición pero todavía recuerdo que me pareció tramposo, como todos los argumentos de los neoconservadores. Es un texto que sostiene que, como el tiempo cambia, los políticos acaban por no cumplir sus promesas y por traicionar sus principios. Dice, por ejemplo, en la introducción: “La traición es la expresión política de la flexibilidad, la adaptabilidad, el antidogmatismo; su objetivo es mantener los cimientos de la sociedad”. De acuerdo a esto, entonces, no es que los dirigentes traicionen a sus representados, sino que se adaptan a las circunstancias, siempre efímeras, porque la sociedad a la que pertenecen sus representados se ha, cito: “sustraído al dominio de la política y ésta debe plegarse a sus procesos tumultuosos y caprichosos”. Es una sociedad que no existe como tal, sino que es la suma de individuos, por lo tanto, dominada por modas, antojos, y veleidades. Por otro lado, comenzando con el ejemplo del rey Juan Carlos de traicionar la memoria de Franco y dar paso a la transición democrática española, los autores confunden “traición” con “negociación”, dos cosas que son diametralmente opuestas. Cuando se traiciona, no se cumple con lo prometido, que es un compromiso hecho ante los demás. Cuando se negocia, se preservan los principios y se cede sólo en lo que no es esencial para cada una de las partes. Para traicionar se necesita ser moralmente relativista, para negociar se requiere ser un moralista. Pero estos dos neoconservadores franceses confunden los dos términos y acaban haciendo un ensayo, lúcido sólo en apariencia, porque carece de solidez, al confundir términos como acordar o compromiso con “traición”.
Esa confusión les lleva a su siguiente escalón. Que es nada más ni nada menos que reivindicar a Judas. Así lo escriben los franceses: “Sin Judas, la aventura cristiana hubiera concluido en una secta y no hubiera cambiado la historia de la Humanidad”. Aquí hay otra trampa argumental burda: juzgar la acción de un hombre, no por su deslealtad, sino por las consecuencias que acarreó, siglos después. Es como decir que sin Díaz Ordaz no habría existido la elección de 2018, porque él sembró la disidencia al asesinar a los estudiantes desarmados en la Plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Es una estupidez argumentar así, pero los autores del Elogio de la traición lo hacen sin pudor. El punto al que quieren llegar es éste, y los cito: “En política, innovar es siempre traicionar (…) el traidor es un personaje eterno, acelerador indispensable de la historia de las grandes fracturas”. Hay que recordar que estos autores escriben su panfleto elogiando eso que llaman “traición” cuando Reagan le está pidiendo a Gorbachov que tiren el Muro de Berlín. Todavía no sucede la caída del socialismo real y ellos están interesados en vender una idea de democracia que no es buena en sí misma, es decir, moral, sino que es “eficiente” y tratan de demostrar que las democracias elevan el ingreso de los países, desarrollan sus economías, y son más felices. No dicen cómo es que la democratización eleva el PIB, pero lo sostienen porque sí. Y la democracia que venden es un poco como la del IFE de los años noventa: se trata de un estilo, no de un contenido, ni de principios. Es pura forma porque sí, como si la democracia fuera el arte de servir el té de los japoneses, pura formalidad. Escriben: “A organizar la libre competencia política, la democracia crea un sistema de oposición de estilos, en el que se crean y venden modas para el porvenir. Es el sistema de la competencia estilística”. En la última página del Elogio de la traición se lee: “El traidor recibe los ataques y las acusaciones de los moralistas con equanimidad: es parte de su gran estilo. Esta actitud frente a los moralizadores le da un encanto seductor en un mundo desencantado”.
Me he extendido quizás abusivamente en este librito porque quizás hay en él algunas de las claves que Ebrard ve en la práctica política. Si el dice que es un “buen libro” debe ser porque comparte alguno de sus razonamientos: pensar que adaptarse a las condiciones es traición; pensar que negociar es traicionar; pensar que la democracia es una apariencia, un método, sin contenido. O quizás sea ese de que la sociedad es un tumulto de caprichos, que es arbitraria en sus demandas, y que el papel de los políticos no es dirigir, sino plegarse a sus inconsistencias. Es justo lo contrario de Andrés Manuel López Obrador, quien ha reivindicado la moralidad del ejercicio público, que habla todo el tiempo de “anclarse en los principios”, que apela a la sociedad mexicana, “el pueblo” como fuente de legitimidad, como origen del proyecto nacional, y como consistente en el deseo de la transformación.
Desde un inicio Marcelo Ebrard tenía un capital político del que fue despojándose por servir a esa apariencia y una fluidez artificiosa. De ser el Canciller de la obtención de vacunas por todo el mundo y el que le salva la vida a Evo Morales durante el golpe de Estado en Bolivia, pasó a preparar un mole en TikTok. Nunca entendí esa superficialidad que le negaba el contenido político a una campaña política. En vez de apostar por la movilización en el territorio, que sí hicieron Claudia Sheimbaum y Adán Augusto López Hernández, optó por hacer una especie de programa de televisión de comida en los estados. En lugar de enfatizar sus principios políticos y morales en lo público, como Gerardo Fernández Noroña, habló de sistemas de vigilancia absoluta para combatir la inseguridad o de tarjetas violeta, en vez del ataque a las causas y los derechos universales del obradorismo.
En una videocolumna en esta misma plataforma de Sin Embargo, encontré desde hace dos meses, la principal diferencia entre Ebrard y Sheinbaum: la creencia de uno en la meritocracia, es decir, la idea de quien tiene lo merece y quien no, es su culpa; contra el principio de Sheimbaum y de Andrés Manuel de los derechos universales. Recibí insultos, calumnias, y una que otra exclusión. Jamás me refería al excanciller, sino a lo que promovía como idea, pero aún así, sus seguidores llevaron las cosas al insulto personal. No escribo estas videocolumnas para los políticos, sino para la audiencia y por eso vuelvo a criticar las ideas de Marcelo Ebrard.
Cuestionó el proceso de elección interna de su propio partido desde “el piso disparejo” hasta la última denuncia que presenta, condicionando su salida de Morena a que se anule el método de cinco encuestas en las que ninguna, ni siquiera la que él propuso, le dieron ventaja sobre Claudia Sheinbaum. En todas tiene tan sólo el 25 por ciento de la intención. Hizo montajes para denunciar que le tapaban sus bardas, insinuó que la Secretaría del Bienestar estaba usando programas sociales para favorecer a Sheibaum, y hasta trató de involucrar a la policía de la Ciudad de México en un intento de portazo con prensa y todo, en el hotel en el que se hacía el conteo. Luego, manejó una confusión muy burda entre encuesta y votación. Lo que en una es algo cotidiano, en la otra es un fraude. Así, por ejemplo, si se cambia la sección de una encuesta porque no se pudo acceder al lugar, pues se hace en otro lugar con igual demografía. Se está tratando de conocer matemáticamente la opinión de un sector social. Pero si se le confunde a eso con una votación, pues cambiar una sección si es un fraude electoral. En una votación efectivamente los sufragantes tienen derecho a votar. En una encuesta no hay tal derecho porque es una medición de una demografía. Lo mismo sucede con su queja de los folios y las boletas o de que la cadena de custodia: se trata de encuestas, repito, y no cambia el resultado porque no se trata de un sufragio que es individual e intransferible.
En su impugnación ante el Consejo de Honor de Morena, Marcelo Ebrard ha puntualizado la vaguedad: que la presidenta de la Comisión de Encuestas, es decir, la que organizó sólo una de las cinco encuestas, Ivonne Cisneros, tiene “afinidad” con Claudia Sheinbaum. “Afinidad” es una palabra muy débil para levantar una queja. Luego, dice que la Secretaría del Bienestar hizo visitas casa por casa para promover a Sheinbaum. Esta es una acusación que tendría que probar, sobre todo, porque involucró en su dicho a toda una Secretaría de Estado. También sostiene que el equipo de Sheinbaum sabía los lugares de las encuestas y que, por lo tanto, fue a amenazar gente para que cruzara su nombre en la boleta redonda que aceptaron todos los aspirantes. De existir tal denuncia, ya hubiera aparecido el testimonio en Reforma, El Universal, o Latinus. Una vez más, se trató de sembrar la desconfianza hacia una encuesta porque no se organizó como una elección primaria. Y es que, como ya dije y repito, ambas tienen condiciones distintas.
Ahora Marcelo Ebrard anuncia un movimiento “progresista” sin todavía renunciar al movimiento obradorista. Por estatutos y por la historia de las “corrientes” y “tribus” del PRD que degradaron a ese partido al grado de que fue el final de sus posibilidades de hacer política hacia afuera, están prohibidas en Morena. No existen las facciones o grupos organizados en su interior porque la política de Morena es de movilización, territorial, hacia afuera. El propio López Obrador ha dicho que cree en el “territorio” y no en el escritorio. La historia de la destrucción del PRD fue por la endogamia y la canibalización entre ellas, los cambios de alianzas internas los aislaron en el exterior. Es por eso que está prohibido y Marcelo lo anuncia como si no supiera que es ilegal.
Lo que hay que saber es que, adentro de Morena, Marcelo obtuvo 25 por ciento de las intenciones de voto, pero si fuera por el Partido del Movimiento Ciudadano, cae hasta el nueve por ciento, cuando Samuel García, el Gobernador de Nuevo león, le da a su partido el 12 por ciento. “Si las incidencias que se dieron en el proceso se quedan igual, yo no estaría dispuesto a permanecer. Porque si se le da cartas de naturalización a la intervención de secretarías y gobernadores, por qué permanecería. No avalo esas conductas”. Lo que supongo que está proponiendo es que se “limpie” la encuesta como se limpia una elección. Es un disparate: a diferencia de una elección, las encuestas tienen márgenes de error. A diferencia de una elección que es contar cada voto, en las encuestas hay ponderación, es decir, se disminuye o aumenta de acuerdo a un horizonte que es hacer más representativa una muestra.
El peligro es la traición de Marcelo Ebrard, no por denunciar lo que él cree que es una “irregularidad”, tampoco por haber aceptado las casas encuestadoras, sus métodos, y condiciones, ni siquiera por anunciar un movimiento que sería una “corriente” dentro de un partido que las prohíbe. Es por la idea que revela del quehacer político es casi opuesto a lo que ha propuesto el partido del que quiso ser coordinador: la movilización territorial, la moralización de la vida pública, y la sociedad como fuente y garante de una transformación de dimensiones históricas. Como dije hace dos meses, el lema de la campaña de Ebrard —“Sonríe que todo va estar bien”— es desmovilizador porque confía en una élite de políticos profesionales que harán que nada importe. La política de la traición es moralmente indiferente. Proponer eso en un momento de continuidad de las transformaciones es, sin duda, una trampa.
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