Gustavo de Hoyos Walther
16/08/2022 - 12:03 am
Los culpables de un país en llamas
Los abrazos no pueden ofrecerse por un Jefe de Estado a quienes, militando en la delincuencia organizada, intentan dañar a todo un país y sus ciudadanos.
En su propuesta de Gobierno para acabar con la inseguridad el Presidente López Obrador propuso una política que bautizó como «abrazos, no balazos». Nunca es buena idea dejarse llevar por rimas o refranes para promover políticas públicas. Pero si la poesía de la frase es barata, la idea detrás de ella es absolutamente absurda en su planteamiento y nefasta en sus consecuencias.
Para empezar, como todos lo hemos experimentado en nuestras vidas, los abrazos son para los seres queridos y, quizás, para los amigos que aún no hemos conocido y que nos encontramos en el mundo. Los abrazos no pueden ofrecerse por un Jefe de Estado a quienes, militando en la delincuencia organizada, intentan dañar a todo un país y sus ciudadanos. Que tengamos a un Presidente incapaz de entender estos claros preceptos, debería preocuparnos.
La pretendida política de combate a la inseguridad emprendida por el actual Gobierno federal, hasta el momento, ha estado fundada en postulados equivocados acerca del comportamiento humano y es una afrenta al sentido común que debe normar la acción de cualquier gobernante.
Esta política, seamos sinceros, comenzó a fallar desde el primer minuto en que se puso en práctica. La razón principal es que siempre ha sido una tentativa por evadirse de la realidad. Pero el análisis quizás no termine ahí y habría que considerar un elemento todavía más ominoso: la posibilidad de que sea beneficioso para el grupo en el poder mantener un especie de concordato con el crimen organizado. Todo hace pensar que así es. En otra ocasión me referí a la manera en que el obradorismo ha utilizado los servicios de bandas criminales organizadas para ganar elecciones y, en algunas instancias, incluso para gobernar. La afinidad del Presidente con los criminales está a la vista y hay episodios icónicos que así lo acreditan, incluyendo la liberación fuera de proceso de delincuentes y la convivencia en el entorno familiar de conocidos criminales.
Nunca como hoy la cercanía entre el poder y el crimen había sido tan estrecha. En ningún momento como el actual habíamos estado tan cerca de transformarnos en un narcoestado. Los acontecimientos dantescos de los que fuimos testigos en los últimos días representan una escalada en la acción del crimen organizado. En Baja California, Guanajuato, Jalisco, Chihuahua, Michoacán y en otros lugares – en lo que parecieron ataques orquestados contra la sociedad civil – cientos de personas sufrieron vejaciones en su patrimonio y en su integridad física, sin que hubiera una reacción eficiente por parte de los elementos de la seguridad pública.
Lo ocurrido es algo inadmisible en cualquier sociedad civilizada que se organice bajo el amparo de la Ley. Quizás el momento cumbre de este desaguisado fue cuando la Alcaldesa morenista de Tijuana, Baja California, pidió a los delincuentes que con sus eventos violentos paralizaron a la metrópoli norteña, “cobrar las facturas a quienes no les pagaron” y no a las familias y a los ciudadanos. Esto deja ver que una parte del Estado mexicano ya se ha rendido de facto ante los criminales.
No estamos muy lejos de convertirnos en un Estado fallido. Ese sería el legado más siniestro de este Gobierno.
Aunque hay muchos responsables en los gobiernos, no hay duda de que la culpa mayor la concentra el Presidente de la República. Pero también lo son los serviles titulares de la Secretaria de Seguridad y la Fiscalía General de la República. Capítulo separado merecen los Secretarios de la Defensa Nacional y el Secretario de Marina que, deshonrando los deberes fundamentales de las Fuerzas Armadas, han confundido la subordinación institucional con la sumisión personal hacia el Presidente de la República. Muy seguramente los cinco habrán de responder en su momento a la justicia por sus omisiones y complicidades. Su lamentable y criminal actuación ha producido cientos de miles de muertes y demasiado dolor humano. Todos ellos, incluyendo al Presidente, deben enfrentar la justicia nacional e internacional. Si no es así, entonces tendríamos que decir que el filósofo Anacharsis tenía razón cuando mantuvo que las leyes eran como telas de araña, suficientemente fuertes para detener sólo al débil, pero demasiado débiles para sostener al fuerte. A pesar de todo no debemos desfallecer, pues ya se organiza la sociedad civil en la construcción de una ruta para recuperar la justicia, seguridad y paz en México.
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