Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
15/08/2022 - 12:04 am
Tres motivos para no querer
«La evidencia que nos da la Ciudad de México es que un Gobierno honesto y bien coordinado puede dar resultados con una institución de mando civil, y que esta experiencia, si no puede directamente adoptarse a nivel federal, al menos debería poder replicarse en el resto de los estados».
El lunes 8 de agosto el Presidente anunció: “ya por acuerdo de la Presidencia pasa la seguridad que tiene que ver con la Guardia Nacional, completa… a la Secretaría de la Defensa. Ya la cuestión operativa está a cargo de la Secretaría de la Defensa, pero voy a emitir un acuerdo para que ya por completo la Guardia Nacional dependa de la Secretaría de la Defensa y esperamos nada más el resultado de la reforma”.
La idea, a partir de entonces, ha sido que, dado que los partidos de oposición se declararon en “moratoria constitucional” y adelantaron su rechazo a cualquier reforma legislativa que propongan el Presidente o su partido, el Presidente buscará la manera de modificar el mando civil de la Guardia Nacional e incorporarla a la Secretaría de la Defensa Nacional por vía, ya sea de un decreto, o de una modificación de ley, que para aprobarse no requeriría de mayoría calificada en el congreso.
Como ya es costumbre, la propuesta de López Obrador no ha sido bien recibida por los sectores opositores, pero también ha sido vista con recelo incluso por algunos de sus simpatizantes. La razón es un poco más compleja que el tradicional acto reflejo de quienes rechazan, sin examinar, cualquier cosa que proponga el Presidente.
Aclaro que no me propongo aquí analizar el grave problema de inseguridad y la espiral de violencia, en apariencia interminable, en la que el país ha estado sumergido desde al menos el 3 de enero de 2007, cuando Felipe Calderón inició una guerra frontal contra el narcotráfico para la que empleó la fuerza militar bruta e indiscriminada. Lo que me interesa analizar, y esto apenas como un punto de partida para entender un problema por demás embrollado, es cuáles son las ideas detrás de la reticencia tanto de simpatizantes como de opositores al Presidente a aceptar la propuesta de pasar el mando de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa.
Como mencioné, esta renuencia va más allá de un acto reflejo, o de la repetición automática de consignas que, en vista de las circunstancias actuales, parecen más la expresión de una fantasía que un reclamo serio, como aquella que exige regresar inmediatamente a todos los militares a sus cuarteles.
Por lo que hemos podido escuchar en diferentes foros, de parte de voces tanto afines como opuestas al proyecto gobernante, podemos reconocer, por lo pronto, tres motivos detrás del rechazo a la propuesta. El primero es la desconfianza histórica y fundada de parte de varios sectores sociales en contra de las fuerzas armadas y su historial irrefutable de violaciones a los derechos humanos. Si bien es cierto que en esta administración el desempeño tanto del Ejército como de la Marina están muy lejos de los actos abominables cometidos en sexenios anteriores, las matanzas de Tanhuato, Ostula o Tlatlaya -sólo por mencionar las atrocidades más recientes- no se borraron de la memoria una vez que las fuerzas militares cambiaron de mando.
El segundo motivo es el hecho de que el papel preponderante de las fuerzas armadas en el Gobierno de López Obrador es tal vez el único aspecto que no estaba explicado desde su proyecto de Gobierno. Ni en el libro que precedió a su última campaña presidencial, ni en sus discursos y arengas en mítines, ni en sus declaraciones a la prensa, ni en su toma de posesión, ni en el Plan Nacional de Desarrollo presentado ya en 2019, se habló franco y claro de todas las facultades y responsabilidades que se concederían a los órganos castrenses.
Esto, desde luego, no es razón para rechazar en automático la ampliación de su ámbito de acción e influencia -algo que sí hacen quienes, sin mayor examen, califican los cambios de “militarización”, un término controversial que, desde mi punto de vista, merece ser empleado con mucho mayor consciencia de sus implicaciones-. El caso es que, por decirlo de manera simple, no estábamos preparados para esto.
Una vez que se confirmó el triunfo de López Obrador en las urnas teníamos ya una idea sólida de cómo sería la política social – “primero los pobres”-, sabíamos qué esperar de los recortes en el gasto administrativo – “austeridad republicana”-, teníamos idea de cómo sería la relación entre los empresarios y el fisco -”separar el poder político del poder económico”, e incluso sabíamos dónde estarían los huecos más importantes de la administración. Aunque pudieran sorprendernos acaso los detalles de la implementación, lo cierto es que las ideas fundantes detrás de cada política estaban largamente anunciadas y se engaña quien diga que no veía venir las decisiones más emblemáticas del Presidente, esté en contra de ellas o esté a favor.
Pero en todo esto apenas figura el papel de los militares. Y eso incluye aceptar que nunca se prometió, como tratan de hacernos creer algunos, regresarlos a sus cuarteles -si algo, en el Plan Nacional de Desarrollo se habla de la necesidad de seguir recurriendo a estas instancias en labores de seguridad pública-. En realidad, se hablaba poco de los militares en general, y eso, me parece, es lo que ahora nos genera cierta incomodidad cada vez que una decisión de Gobierno recurre a ellos de manera estratégica.
El tercer motivo, menos visible, de rechazo a la propuesta del Presidente es, si me permiten decirlo así, un hueco en el argumento de que las labores de seguridad a nivel federal no pueden llevarse a cabo por una institución de mando civil porque ésta sería, en la visión del Presidente, inevitablemente corrompible.
Como sustento de esta afirmación se recuerda el desempeño de la policía federal comandada por Genaro García Luna, actualmente bajo proceso penal en los Estados Unidos acusado de conspiración para importar, poseer y distribuir cocaína -sucintamente dicho, acusado de vínculos con el narco. Y si a esto se añade la inoperancia de la policía federal de Calderón, o la de Peña Nieto en la pacificación del país, es entendible la desconfianza en este tipo de instituciones.
El problema es que el propio Presidente omite mencionar un contraejemplo que, toda proporción guardada, es un caso bien conocido de buenos resultados en seguridad, apoyados exclusivamente en instituciones civiles y que parte de los mismos principios obradoristas sobre la construcción de la paz. Es el caso de la estrategia implementada por Claudia Sheinbaum en la Ciudad de México.
La estrategia consta de cuatro ejes. El primero es la atención a las causas, por medio de programas sociales y apoyos a la educación. Aquí se incluyen programas como Barrio Adentro, en el que los servidores públicos recorren casa por casa las zonas de mayor delincuencia para identificar focos de violencia, o programas como Reconecta, diseñado para reincorporar a primeros infractores en labores productivas.
El segundo eje es el desarrollo policial, un proyecto llamado “más y mejor policía”, y que, como explica su encargada, Marcela Figueroa, se basa en la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública de 2009. Esa ley, a su vez, establece cinco ejes: (i) carrera policial; (ii) profesionalización de la policía; (iii) certificación, (iv) régimen disciplinario y (v) seguridad social.
El tercer eje de la estrategia es el de dotar a la policía capitalina con facultades de investigación. Anteriormente, las labores de investigación estaban concentradas en la Fiscalía, y los elementos de la Secretaría de Seguridad sólo podían hacer detenciones en flagrancia o con una orden del juez. A partir de una reforma legal se creó la Subsecretaría de Inteligencia e Investigación Policial, con sus áreas propias de investigación y análisis, que les ha permitido identificar, seguir y detener a grandes generadores de violencia.
Esta dependencia trabaja coordinadamente con el área de investigación de la fiscalía, lo que nos lleva al cuarto eje: la coordinación. Todos los días hay un gabinete de seguridad en el que se reúnen la Jefa de Gobierno, el Secretario de Gobierno, el Secretario de Seguridad, la Fiscal, el titular del C5, y diferentes servidores públicos, dependiendo el tema que se deba tocar. En cada reunión se analizan los hechos del día anterior y se comparte información entre dependencias.
Como resultado de esta estrategia de cuatro ejes, en la Ciudad de México los homicidios dolosos han descendido 65 por ciento y los delitos de alto impacto han bajado 58 por ciento durante esta administración.
El primero y el cuarto ejes de esta estrategia no son diferentes de los propuestos desde hace años por López Obrador como su propia política de pacificación: atacar las causas que generan la violencia, por un lado, erradicar la corrupción en las instituciones y coordinar a las dependencias encargadas de la seguridad, por otro. No hace falta recordar que el propio Presidente tiene un gabinete de seguridad que se reúne todos los días a las 6 de la mañana, antes de iniciar su conferencia.
Las estrategias contrastan en que, mientras que a nivel federal se recurre a instituciones militares, en parte para aprovechar sus recursos tanto materiales como inmateriales, en la Ciudad de México se apostó -pues no quedaba de otra- a reformar desde sus mandos y hasta sus bases a toda la policía. Se implementaron controles de confianza y sanciones a mandos corruptos o denunciados por abusos, pero también sistemas de reconocimiento de méritos, profesionalización universitaria y capacitación. Los salarios de las y los policías de base aumentaron más de 45 por ciento en tres años.
Y aunque se podría argumentar que una policía estatal no se compara ni en responsabilidades ni en tamaño con las demandas que enfrenta la seguridad pública a nivel nacional, hay que recordar que la policía de la Ciudad de México, con sus 37,000 elementos -80,000 si contamos a la Policía Bancaria e Industrial- conforma el 30 por ciento de la fuerza policial de nivel estatal de todo el país y en ese mismo nivel es la policía más grande de América Latina.
En el Plan Nacional de Desarrollo se establece que “La Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública tendrán como otra prioridad el fortalecimiento y la profesionalización de las corporaciones policiales estatales y municipales”. También se dice que, como parte de la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, “se desarrollará un Modelo Nacional de Policía que considere y articule los esfuerzos y aportaciones de los tres órdenes de Gobierno”.
Si bien se podrá decir que el enemigo que enfrentan las fuerzas armadas en sus labores de seguridad pública es mucho más colosal del que enfrenta cualquier policía estatal, lo cierto es que está pendiente el reforzamiento de las policías estatales más allá de la de la Ciudad de México, y que de todos modos, y a pesar de sus precariedades, éstas participan en las acciones coordinadas contra la delincuencia organizada.
En suma, respecto a este punto que llamo “hueco argumental”, creo que la explicación de la Presidencia no ha sido suficiente para convencer de la necesidad -no sólo de la conveniencia factual, sino de la necesidad legal- de dotar de un mando militar a la Guardia Nacional en tanto organismo fundamental encargado de la Seguridad Pública a nivel federal. La evidencia que nos da la Ciudad de México es que un Gobierno honesto y bien coordinado puede dar resultados con una institución de mando civil, y que esta experiencia, si no puede directamente adoptarse a nivel federal, al menos debería poder replicarse en el resto de los estados. Paradójicamente, el éxito de la estrategia cuatroteísta capitalina tiene todavía que ser incorporado en la argumentación con la que debe convencer el Presidente.
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