Alejandro De la Garza
09/04/2022 - 12:03 am
Aquellos días de guardar
«En la penumbra abigarrada de formas, rítmicos murmullos, cantos y lamentos, lo impresionaban las sufrientes y sacrificiales figuras de santos, mártires y vírgenes. Casi levitaba en esa atmósfera nebulosa y cargada, con olor a incienso y a multitud sudorosa y febril».
Antes de alcanzar su calidad de jacobino irreductible (herencia de su abuelo vasconcelista), el sino del escorpión fue marcado por la religión católica, tal como el de la mayoría de los mexicanos —si creemos en las estadísticas. El alacrancito reptó los primeros 10 años de su vida envuelto en los misterios oscuros del catolicismo, primero de forma inconsciente y, posteriormente, entregado a una artificial atracción infantil por lo escatológico y la trascendencia. Obligado por su abuela materna, acudió puntual al cumplimiento de los ritos infantiles propios de la fe católica: el bautizo y la confirmación, el catecismo y la primera comunión, los frecuentes rezos domésticos, las visitas dominicales a la iglesia y las mensuales y torturantes confesiones.
Con el tiempo y la natural rebeldía de la adolescencia, el venenoso clausuró en definitiva esa etapa de su vida, de la cual, no obstante, recobra pasajes vívidos y formativos. La idea del dios católico recibida en su infancia fue atemorizante y tormentosa. Un dios rígido y severo, omnipresente y de mirada reprobatoria ante nuestras humanas faltas. Ante esa concepción obsesiva y angustiante, el escorpión ideó mecanismos de defensa y remedios prácticos. Por ejemplo, mientras hincados y contritos sus familiares practicaban el periódico rezo de los días primeros de mes, el arácnido se abstraía en la musicalidad de la compleja oración endecasílaba recitada o leída en voz alta, una plegaria poblada de palabras y significados difíciles de comprender del todo para un infante aún sin aguijón, pero cuyo ritmo y melodía invadían la casa y su cabeza, alentando su afición al lenguaje y sus sonoridades (melopea, le dicen los cultos).
El mismo efecto le causaban las oraciones antiguas, fuertes y contundentes como espadas, blandidas de inmediato y en alta voz por su abuela y su madre ante alguna repentina tragedia, un accidente en la familia o el impacto histérico y atemorizante de un temblor de tierra. En esos momentos, las palabras dejaban poco a poco de tener sentido y significado, tornándose mero sonido. Al escorpión le impresionaba entonces su ritmo, la cambiante e intencionada velocidad del fraseo, la coloratura y los tonos —graves, oscuros y reposados o bien brillantes, ligeros y efusivos— de las palabras.
Del rito de la primera comunión, lo más creativo para el alacrán fue pertenecer al coro escolar durante dos años, pues el privilegio daba a los cantores la posibilidad de abandonar el salón de clases un par de veces por semana y acceder al auditorio a ensayar el “Ave María” de Schubert y otros oratorios y alabanzas a Cristo y a la Virgen. El inquisitorial rito de la confesión mensual fue siempre una auténtica tortura para el arácnido, una suerte de suplicio en la tétrica y oscura cámara del confesionario. Para soportar la presión y satisfacer al confesor, el venenoso utilizaba entonces una fórmula sencilla: la elaboración de una lista con una media docena de faltas inocuas (maldecir, decir groserías o mentir, desobedecer a los padres o desearle mal a alguien) y repetirlas como autómata al severo padre de la iglesia de la Coronación (ahí, justo frente al Parque España). Esa práctica reiterada le evitaba problemas y vergüenzas, le ahorraba media hora de penitencia y lo hacía sentir irremediablemente hipócrita (la culpa católica jode, se sabe).
Para contrarrestar el aburrimiento de las forzadas visitas dominicales a la iglesia, el escorpión se distraía observando a las jóvenes adolescentes, a quienes también, suponía, sus padres obligaban a visitar el templo. Sobre todo, el arácnido recuerda entre brumas la atracción hipnótica por la atmósfera de las iglesias mismas, un gusto transmutado por momentos en auténtica fascinación o delirio. En la penumbra abigarrada de formas, rítmicos murmullos, cantos y lamentos, lo impresionaban las sufrientes y sacrificiales figuras de santos, mártires y vírgenes. Casi levitaba en esa atmósfera nebulosa y cargada, con olor a incienso y a multitud sudorosa y febril. Más de una vez el arácnido llegó literalmente a alucinar en esas abarrotadas y promiscuas iglesias de los rumbos de la vieja colonia Roma, antes de gentrificarse brutalmente al punto de la estupidez actual.
Frecuentaba entonces la iglesia de la Coronación, con su baja y fina torre de campanario pequeña y amarilla, hoy remodelada sin gusto con la misma tendencia basada en enormes planchas de concreto, solemnes, modernistas y chafas, emblemáticas de la nueva iglesia de La Villa. La masiva y gigantesca mole de la iglesia conocida como La Sabatina, en Tacubaya, también asedió la infancia escorpiónica con su aire intimidatorio y ominoso. Gustaba mucho más de iglesias como Santa Rosa de Lima y San José de la Montaña, en la colonia Condesa, templos de reluciente y pulida cantera rosada bien cuidada hasta hoy, con sus campanarios barrocos. Entre las iglesias del rumbo destaca la conocida como La Sagrada Familia, única de estilo gótico, esbelta y elegante, ubicada en la esquina de las calles de Orizaba y Puebla.
De estas infantiles experiencias digamos místicas, el escorpión derivó en parte su gusto por el sonido de las palabras, por la poesía y la literatura, su indeclinable afición al canto y la música, además del curioso gusto de esteta profano por la arquitectura y las atmósferas cargadas de los templos religiosos. De otras concepciones católicas como la culpa, el pecado y lo prohibido, consideradas sus más provocadoras invenciones por el placer acrecentado de vencerlas y transgredirlas, derivó el alacrán otras inclinaciones sólo memorables en algún otro trance de evocativo misticismo hard core.
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