Jorge Alberto Gudiño Hernández
19/02/2022 - 12:05 am
No entiendo gran cosa
«Entiendo las motivaciones de mis alumnos cuando me presentan un pretexto en lugar de un trabajo. Y, para ir más lejos, también entiendo el drama que se desarrolla en la colonia de al lado porque el marido encontró a su mujer entrepernada con otros dos sujetos y ahora todo se ha vuelto un caos».
No entiendo a cabalidad al mundo. Nunca podré hacerlo aunque me gustaría. No entiendo la física de partículas, las matemáticas del caos, las razones de la turbulencia o los mecanismos para la edición genética. Soy incapaz de comprender los procesos de reproducción celular, la teoría de la relatividad, el funcionamiento de las pistolas de electrones y cosas mucho más simples, como por qué un día cualquiera, en un momento determinado, un clavo se da por vencido y deja caer al cuadro que sostenía.
Mi oficio no es, sin embargo, el de entender el mundo. Es una labor ingrata para aquéllos que hemos nacido después de la Ilustración. El conocimiento existente es tan grande que hay quienes piensan en el Paraíso como la posibilidad que se abre, después de la vida, a la comprensión absoluta. Intento, cada tanto, intentar entender a las personas. Sé que en esto también me quedo corto.
Pese a ello, cada que paso al lado de una gran mole de departamentos u oficinas, no puedo evitar imaginar cómo es la vida de cada uno de sus habitantes. Citadinos, al fin, termino asumiendo que tienen preocupaciones similares a las mías pero, al entrar en los detalles, descubro un cúmulo inmenso de pequeños sesgos. Variaciones a una misma trama que, a la larga, no es sino la vida. Cuando replico el ejercicio en algún viaje, con alguna fotografía de un paraje remoto o con la idea que se atraviesa porque así sucede con ellas, sonrío por mis fútiles ensayos de crear esas tramas.
Pero hablaba yo de entender a las personas y no de reconstruir sus historias. Es aquí cuando se activa la paradoja en mi limitada comprensión. Entiendo a mi amigo cuando no está de acuerdo con algo que digo. También a mi jefe cuando discutimos y termino cediendo o dándole la razón. Entiendo las motivaciones de mis alumnos cuando me presentan un pretexto en lugar de un trabajo. Y, para ir más lejos, también entiendo el drama que se desarrolla en la colonia de al lado porque el marido encontró a su mujer entrepernada con otros dos sujetos y ahora todo se ha vuelto un caos. Podría yo entender, incluso, si la perdona, si la abandona, si ejerce una clase de violencia, si los dos amantes huyen, si se quedan a defenderla, si termina todo en un orgiástico final que incluya al ofendido.
Y lo entiendo porque, en realidad, somos demasiado simples y muy complejos. He ahí la paradoja. Porque, en ocasiones, me da por no entender hechos cotidianos. Cometo el consabido error de creer que el entendimiento es una forma de la justificación cuando está lejos de serlo. Entiendo al que tira la basura en la calle pero me parece mal. A fuerza de repetirse un patrón como ése, termino asegurando que no entiendo por qué lo hacen. Como a los sujetos que se pasan el alto cerca de la escuela de mis hijos. Es un cruce peatonal, es cierto, pero el semáforo ahí está. Supongo que, como durante la mayor parte del día nadie cruza (salvo por los horarios de entrada y salida), los automovilistas se han acostumbrado a ignorarlo. Llaman la atención, empero, no los distraídos sino aquéllos que viéndonos cruzar, aceleran. Llaman la atención no por lo agresivos que pueden ser (ya ha habido peleas que, por fortuna, no han llevado a más que unos cuantos golpes e insultos), sino porque, pese a su tremenda aceleración y velocidad, no pasan más de veinte o treinta metros para que deban detenerse porque, ahora sí, el siguiente semáforo está en el cruce con una avenida y siempre hay tráfico.
Así que mi comprensión se reduce conforme me afectan algunos actos y, también, en tanto la asocio con una serie de justificaciones inexistentes. La paradoja, creo, no radica en la simpleza y la complejidad de lo humano, la que nos permite, por una parte, establecer patrones y, por el otro, regodearnos en lo excepcional. La paradoja, supongo, consiste en que yo mismo no entiendo a cabalidad por qué pienso como lo hago. A diferencia de mi falta de comprensión del mundo o de las personas, en este caso particular, me tranquiliza que sea así. Creo que no quiero conocer las causas profundas y específicas de mi pensamiento. La paradoja descansa, pues, en que no entiendo gran cosa.
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