Melvin Cantarell Gamboa
15/02/2022 - 12:05 am
Educar
A quienes inician su existencia en el mundo hay que prepararlos para vivir, a sentirse parte de un grupo, a considerar al otro y considerarse a sí mismo como un yo capaz de distinguir el bien y el mal en las relaciones intersubjetivas.
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Una digresión
Los niños han de educarse con dulzura, su enseñanza ha de ocurrir como el despliegue natural de sus juegos infantiles, pues el aprendizaje y la alegría son existencialmente practicables; esta experiencia existencial en los primeros años ayuda a los pequeños a percibir, pensar y reflexionar sobre el mundo en que viven de forma creativa, simple y no compleja, sensual y no intelectual, lúdica y no laboriosa. De esta manera verá su interrelación con los otros y con su comunidad como perteneciente a un universo abierto e incluyente, sin jerarquías, élites ni privilegios; lo que los prepara para discurrir sobre los problemas y la vida cotidiana como desafíos comunes a una colectividad.
A quienes inician su existencia en el mundo hay que prepararlos para vivir, a sentirse parte de un grupo, a considerar al otro y considerarse a sí mismo como un yo capaz de distinguir el bien y el mal en las relaciones intersubjetivas. Para emprender esta tarea extraordinaria debemos considerar que en todo ser humano habla la naturaleza cuya voz en la niñez es más pura, más fuerte y aguda; no debe nadie aprovecharse jamás, aduciendo en él la debilidad de la edad, su inexperiencia, su ignorancia y la liviandad de su ser, para valerse de mentiras y engaños o hacerles trampas o recurrir a argucias para implantarles creencias, mitos, religiones, doctrinas, ideologías, teorías extrañas y pensamiento que nada abonan a un camino recto, intachable, honesto y a un espíritu libre. Sólo una subjetividad libre, autónoma, soberana y despierta hace posible una conducta noble, recta, intachable y permite vivir como se piensa y pensar como se vive.
Esta es la razón por la que voy a permitirme la presente digresión: En el año 2014, el neurocientífico Andrew Smart publicó un sorprendente libro: El arte y la ciencia de no hacer nada (Capital Intelectual. Ciudad Autónoma de Buenos Aires) que inexplicablemente ha tenido poco impacto en el público. Smart sostiene en este texto que para sentirnos sanos y entender el mundo necesitamos percibirnos como un Yo coherente y continuo, algo que se logra cuando el cerebro se mantiene estable y sin modificaciones, pero flexible, sensible y reactivo a su entorno, y capaz de responder a los cambios del medio ambiente. Aun cuando nos ocupemos en la actividad más importante, el ocio será la acción más profunda de nuestras vidas; la neurociencia argumenta que el cerebro necesita descanso. La fatiga es peligrosa.
Ilustremos lo anterior con dos ejemplos que nos ofrece Smart: la empresa Foxconn, proveedor chino de Apple, ejerce una enorme presión sobre sus trabajadores para aumentar su producción de equipos electrónicos; para lograrlo los impulsa a límites tan extenuantes que conduce a sus empleados al suicidio. Foxconn, como muchísimas empresas a escala planetaria han adoptado Seis Sigma, un método sistemático y organizado para mejorar productos y servicios con un enfoque de alto rendimiento procurando que los seres humanos sean lo más eficiente posible en sus trabajos con la finalidad de que quienes adopten su metodología obtengan beneficios inmediatos y así alcanzar ventajas competitivas; esto es comprensible en la actual etapa de capitalismo, pero lo que debemos calibrar y rescatar, quienes vivimos de nuestro trabajo, es que en nada beneficia nuestra condición de explotados rebasar los límites de nuestras fuerza con el señuelo de un mayor ingreso.
Se vive mejor, más saludable y más tiempo cuando el cerebro opera en todo su esplendor y creatividad, es decir, en largos periodos de ocio, reposo y sosiego, con emociones positivas, bajos niveles de estrés y aleatoriedad, dice Andrew Smart: “Si supiéramos que mantenernos ociosos (preferentemente mientras estamos echados sobre una manta bajo un árbol con una botella de buen vino) más horas al día pudiera añadir años a nuestra vida ¿qué haríamos?… Holgazanear, pues los holgazanes consiguen buenos resultados” (ibíd). Lo ideal sería crearnos un jardín como el del filósofo griego Epicuro, quien se reunía con sus amigos para disfrutar de la conversación, “el más fecundo y natural ejercicio de nuestra inteligencia y la más deliciosa actividad de nuestras vidas”, según José Antonio Marina. No hacerlo nos expone al karoshi, término de origen japonés que significa “muerte por exceso de trabajo”. Trabajar más o compulsivamente es descabellado.
Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad (Obras completas Tomo II. Edit. Aguilar) escribió: “Quiero decir, con toda seriedad, que la creencia en la virtud del trabajo está provocando un gran daño al mundo moderno y que el camino a la felicidad y la prosperidad reside en una disminución organizada del trabajo”. No se equivocaba el filósofo inglés, el trabajo está destruyendo a los hombres, llevándose de paso a la naturaleza y al planeta por el elevado esfuerzo al que se les somete. Si fuéramos mejores observadores, veríamos que los que se benefician con la riqueza creada socialmente son los que no trabajan. Christopher Morley, quien acuñó la palabra «robot» escribió: “el hombre que es verdadera, cabal y filosóficamente perezoso es el único hombre feliz por completo. Quien se beneficia del mundo es el hombre feliz”.
Pensemos en lo siguiente: ¿qué pasaría si la riqueza (sumas gigantescas acumuladas en unas cuantas personas), los avances en la tecnología, la robótica y la automatización sirvieran para: disminuir las jornadas de trabajo, ampliar el tiempo libre, promover el ocio y, en consecuencia, poder dedicar mayor tiempo a la atención de la familia, a mantener relaciones de amistad, convivencia y, por tanto, a la disminución del estrés que provoca el deseo de tener más que los demás sin importar los medios para lograrlo? Si, además, como la neurociencia ha descubierto, el ocio es una de las actividades más importantes de la vida y el trabajar en exceso mata o puede llevarnos al suicidio, entonces ¿por qué a la hora de educar a nuestros hijos los cargamos de tareas extenuantes y en el mayor de los casos inútiles? ¿Por qué no hacer de la enseñanza un recreo?
Durante la presente pandemia de COVID-19, para evitar contagios se suspendieron las clases presenciales y se dieron de manera virtual a través de medios electrónicos. La decisión fue correcta, pero desnudó y exhibió al sistema educativo: los maestros cargaban a sus alumnos de tareas, a veces inservibles, infructuosas, improductivas e innecesarias, pues el desgaste y el tiempo perdido en la búsqueda de información en los libros o en Internet, por su volumen, sólo agotaba a los niños, a la vez que sometía a los padres a estrés y generaba, en ocasiones, disgustos familiares; cuando la opción era ofrecer algo más lúdico y creativo.
No quiero tocar el cómo de la enseñanza, pero Yákov Perelmán, escritor ruso y un apasionado divulgador de la ciencia, dejó un legado de enorme valía para todos aquellos que se dedican a la docencia: enseñar recreativamente; Perelmán escribió textos imprescindibles como Física recreativa (dos tomos), Matemáticas recreativas, Aritmética recreativa, Geometría recreativa, Astronomía recreativa, además, Problemas y experimentos recreativos, Mecánica para todos y otros libros de ficción. El escritor falleció hace ochenta años, era de origen humilde, su padre fue contador, su madre profesora de primaria; su profesión de técnico forestal no le permitió vivir con holgura; no obstante, dedico su vida al aprendizaje lúdico de la ciencia; se casó a los 27 años con Anna Davidovna Kamiskaya quien murió por desnutrición en enero de 1942, dos meses después, por hambre, le siguió Yákov. Anhelaba despertar en los estudiantes el interés por las ciencias mediante un método muy simple: iniciarlos en la resolución de problemas recurriendo al ingenio del aprendiz, es decir, estimulándolos a pensar y animándolos a tomar en serio el desafío disfrutando lo que hacen porque se realiza recreativamente.
En consecuencia, si el ocio constituye el único camino para obtener la mayor y la más increíble actividad intelectual, cerebral, creativa e imaginativa, entonces, debemos propiciar un tiempo mayor a las actividades placenteras y agradables para el educando durante el proceso de enseñanza-aprendizaje. Entendemos por ocio cualquier momento del día en que un individuo no se encuentra sujeto a labores fatigosas y extenuantes ni a un horario impuesto externamente, para darle ocasión de dejar vagar el pensamiento a donde sea que lo lleven las ideas que se presenten en la conciencia en ausencia de ocupaciones.
Es un crimen horrendo el que cometen los profesores cuando recargan a sus alumnos de tareas y trabajos inacabables, quizá buscando disciplinarlos haciéndolos adictos al trabajo (como los quieren los patrones) o lo padres cuando a las tareas escolares de los niños suman un sinfín de actividades: deportes, lenguas extranjeras y clases extras de todo tipo; el disparate de este error radica en que los padres quieren ocupar todo el ocio del niño con la finalidad de disponer ellos de un mayor número de horas, para trabajar más, a veces por un mismo salario; evitándose así el complejo de culpa de no participar en la vida de sus hijos. Afirma Andrew Smart que “es posible que la actual generación de niños sea la primera que tenga menor esperanza de vida que la generación anterior. Más allá de datos epidemiológicos o clínicos… por una razón muy sencilla: los niños que no pasan varias horas todos los días corriendo al aire libre, compartiendo con amigos sin hacer nada en especial y, en cambio, destinan cada instante del día a tareas, a clases inducidas por sus padres, a verse con sus amigos con horario, a comer alimentos procesados y jugar a los videojuegos para explorar mundos virtuales aumentan de peso y se deprimen” (Ibíd, pág. 94). La fatiga, la depresión y el estrés son mortales por necesidad.
Otro aberrante desatino familiar, sea por ignorancia o desidia, es no responder a las preguntas inesperadas de los niños que en ocasiones llegan a hacer explotar la paciencia de los padres, sea por su corta ilustración, lenguaje limitado, insuficiencia de información e inepcia para entender la preocupación intelectual y espiritual de sus hijos. El colmo de este descuido se alcanza cuando al niño se le ignora o no se le hace caso porque los padres están ocupados frente al televisor, haciendo la siesta, atendiendo a las mascotas o el jardín con un egoísmo que linda en la estupidez. Dejar al niño sin respuestas apaga en él la curiosidad, el asombro ante los descubrimientos del mundo. Esta no es una derrota del pequeño, es de los padres, y no erraríamos si sumamos a la escuela y sus profesores, pues juntos contribuyen a producir seres humanos para consumo de la máquina social que los engulle sin piedad porque están imposibilitados para imaginarse otra forma de vida.
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