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Carlos A. Pérez Ricart

14/09/2021 - 12:00 am

¿Qué hacer con Nicaragua?

Lejos de entender el descontento social, Daniel Ortega dobló su apuesta.

Daniel Ortega Foto Ap

No hay límites a lo peor.

Desde hace más de catorce años —exactamente desde el 10 de enero de 2007—Daniel Ortega demuestra que no hay límites a lo peor. Siempre hay forma de degradarse más.

El actual presidente de Nicaragua es todo menos un desconocido; ha sido una figura clave para Centroamérica desde finales de la década de los años setenta. Fue, primero, parte de la lucha contra el gobierno de Anastasio Somoza —cruel dictador al que Ortega no hace sino imitar. En 1979, tras la victoria revolucionaria, Ortega asumió como Coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de Nicaragua, una suerte de administración transitoria que tuvo como tarea sentar las bases de lo que —supuestamente— sería un sistema de gobierno democrático popular. En 1984 se postuló como candidato a la presidencia de Nicaragua; ganó abrumadoramente. Su primer gobierno (1985-1990) no fue malo: sorteó con éxito el embate de la contraguerrilla de derecha financiada por los Estados Unidos y ejecutó una valiente y novedosa Cruzada Nacional de Alfabetización en un país en el que la mitad de su población no sabía leer ni escribir.

Ese primer gobierno de Daniel Ortega fue razonablemente bueno y tuvo la virtud de reconocer la victoria en las elecciones de 1990 de la candidata opositora Violeta Chamorro. Ese reconocimiento no era menor: un gobierno surgido de una sangrienta revolución devolvía pacíficamente el poder a una oposición democrática dirigida por la primera mujer en el continente americano en ser electa al cargo de presidente. Hasta ese momento la historia de la revolución nicaragüense era una historia de éxito. Luego las cosas comenzaron a torcerse.

La naturaleza del poder, ya lo decía Abraham Lincoln, pone a prueba la entereza de los seres humanos. La entereza de Daniel Ortega o no existía o se fue extinguiendo conforme avanzaron sus años lejos de la presidencia. La naturaleza del poder pudo con él.

Ortega se aferró al liderazgo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y volvió a ser candidato presidencial en 1996 y 2001; en ambos intentos fracasó. La vida, una serie de malos gobiernos y la división de los partidos de oposición le dieron una nueva oportunidad en la elección de 2007. Con el 38% de los votos Ortega fue declarado vencedor; desde entonces se ha reelegido dos veces más y planea hacerlo por tercera vez en 2022. En su intento lo acompaña su esposa Rosario Murillo, actual vicepresidenta del país.

Las cosas fluyeron durante los primeros años de su segundo gobierno. A diferencia de sus vecinos, Nicaragua logró mantenerse al margen de la escalada de violencia que azotaba (y azota) a la región. Además, la economía creció con relativa solidez durante un tiempo; ello dio aire y legitimidad a un gobierno que ya avisaba tintes autoritarios.

Primero fue la inconfesable alianza entre Ortega y el clero católico. A cambio del apoyo de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, durante el gobierno de Ortega entró en vigor un código penal que tipificaba como delito todo tipo de aborto. Después fue la coalición con los empresarios conservadores. A cambio de su silencio, Ortega transgredió los ideales del FSLN y creó, como en los peores ejemplos del capitalismo de cuates, una camarilla de intocables a la que se repartió empresas públicas y permisos ilegales. Luego vino la reelección en 2011; contra lo dictado en la Constitución, Ortega se presentó a las urnas creando una crisis de legitimidad de la que no se ha recuperado. A partir de ahí todo ha ido a peor. Y para lo peor no hay límites.

El punto de quiebre llegó en abril de 2018 cuando una reforma a la seguridad social provocó una manifestación de unos cuantos cientos de pensionados. Fueron reprimidos violentamente por la policía. Lejos de detenerse, la protesta social aumentó: se sumaron estudiantes y otros grupos sociales. Durante semanas Managua se convirtió en un centro de detención, tortura y muerte. La represión de la policía causó alrededor de cuatrocientos fallecidos y varios miles de detenidos, incluyendo periodistas independientes y políticos. Muchos de los que sobrevivieron a la represión tuvieron que salir del país: en pocos meses llegaron más de cien mil nicaragüenses a Costa Rica buscando asilo político. Los últimos periódicos independientes cerraron y las estaciones de radio medianamente críticas fueron silenciadas.

Lejos de entender el descontento social, Daniel Ortega dobló su apuesta. En los últimos años el andamiaje totalitario no ha hecho sino fortalecerse: aprobación de leyes que convierten en delito aplaudir la imposición de sanciones contra Nicaragua y que permiten el encarcelamiento de periodistas. Siete de los posibles candidatos opositores a Ortega con alguna posibilidad de triunfo en 2022 han sido acusados de delitos completamente inverosímiles. Ninguno podrá participar en política en el futuro cercano.  Asimismo, decenas de ex guerrilleros históricos, líderes de organizaciones no gubernamentales y periodistas han acabado en la cárcel. Hace pocas semanas el escritor Sergio Ramírez —vicepresidente de Nicaragua durante el primer gobierno de Ortega y primer centroamericano en ganar el Premio Cervantes— fue acusado por la Fiscalía controlada por Ortega de “lavado de dinero, bienes y activos; menoscabo a la integridad nacional, y provocación, proposición y conspiración”. La acusación es tan falsa como falta de imaginación. Es prueba de que a sus 75 años Daniel Ortega vive rodeado de sus fantasmas y está dispuesto a lo peor. Sin límites.

¿Qué hacer con Nicaragua? La cancillería de México tiene ante sí un potencial problema, pero también una oportunidad para afianzarse como líder regional. Hasta ahora, la posición ha sido ambigua: México se ha alejado de la dura posición de la OEA abiertamente contraria al gobierno de Ortega al mismo tiempo que ha manifestado su “preocupación” por los casos “inadmisibles de persecución política” en aquel país. Recientemente, un retweet del embajador mexicano en Nicaragua en favor de Sergio Ramírez provocó que una funcionaria del país centroamericano señalara que México juega papel de “miseria cultural, histórica y política”. Además, señaló que México está colocándose en una “posición injerencista y entrometida, cumpliéndoles sumisa y fielmente a los yanquis…”.

Conforme avancen los meses y se acerque la elección de 2022 la crisis política va a crecer.  Vendrán más detenciones, torturas y ataques a la libertad de expresión. Nunca hay límites para lo peor. Y México debe estar listo para actuar.

La tensión en la que se encuentra la Cancillería de México no es fácil de resolver: alejarse de los discursos injerencistas que llegan desde Washington, al mismo tiempo que logra ayudar a buscar una salida política que garantice elecciones medianamente libres y que permita la liberación de los presos políticos. Si el Canciller quiere verdaderamente “mirar al Sur” y convertir a México en líder regional haría bien en dejar de centrar su atención en Afganistán y mirar a Nicaragua con más cuidado. Es una bomba que le explotará tarde o temprano. Es mejor desactivarla ya: antes de que se sigan rebasando los limites de lo peor.

Carlos A. Pérez Ricart
Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Es uno de los integrantes de la Comisión para el Acceso a la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (COVeH), 1965-1990. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín y una licenciatura en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.
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