Cuando las hormigas capturan a ejemplares en estados muy tempranos de desarrollo, en forma de larvas o pupas las trasladan a su colonia y, una vez se convierten en hormigas obreras, empiezan a trabajar para sus dueñas.
Por Juan Ignacio Pérez Iglesias
Presidente del Comité Asesor de The Conversation España. Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Madrid, 23 de agosto (The Conversation).- Las llamamos, con toda propiedad, esclavistas. Las esclavas no son de su misma especie, sino de otra muy próxima desde el punto de vista biológico. Esclavizan a sus parientes genéticos, por así decir. Son las llamadas “hormigas esclavistas”.
Algunas hormigas esclavistas capturan obreras de la especie a la que esclavizan y las llevan a su colonia para que trabajen para ellas: atienden a sus crías, les ayudan a defenderse, buscan alimento para ellas y mantienen limpias las colonias.
Lo más frecuente es que capturen los ejemplares en estados muy tempranos de desarrollo, en forma de larvas o pupas. Las llevan a su colonia y, una vez se convierten en hormigas obreras, empiezan a trabajar para sus dueñas. Pero en algunas especies capturan trabajadoras adultas.
ESCLAVAS ALIMENTARIAS
La emergencia de la eusocialidad en las hormigas –el desarrollo de sociedades complejas, con castas de individuos que desempeñan diferentes tareas (trabajo, reproducción, defensa) y que cooperan para mantener una colonia y sacar adelante a la prole–, vino acompañado por una multiplicación de los genes que codifican las moléculas quimiorreceptoras, tanto del olor como del sabor. La prueba de esto es la gran importancia que tiene la comunicación química en estas especies.
Por eso, tiene especial interés el hecho de que las obreras de hormigas esclavistas sean capaces de reproducirse. Podría decirse que han recuperado ese rasgo, lo que se atribuye a la pérdida de la capacidad para percibir y responder a las feromonas de la hormiga reina que inhiben la actividad reproductora.
En un estudio reciente han secuenciado el genoma de ocho especies de hormigas, tres parásitas, sus tres especies parasitadas y dos especies no parasitadas, para averiguar si en esas tres especies parásitas se habían perdido quimiorreceptores.
Encontraron que las especies parásitas tenían la mitad de los receptores del gusto que las otras cinco especies y tres cuartas partes de los del olfato. En otras palabras, en esas especies se ha perdido la capacidad gustativa en un 50 % y la olfativa en un 25 por ciento. Son capaces, por tanto, de identificar por esas vías muchas menos sustancias que las que identifican las parasitadas y las dos que no son ni parásitas ni parasitadas.
La pérdida de los receptores gustativos se atribuye a que esas especies ya no buscan alimento, porque lo hacen por ellas –y a sus órdenes– las parasitadas y, por lo tanto, no necesitan recibir y decodificar tanta información por esa vía. La desaparición de receptores olfativos se atribuye, en parte al menos, a la pérdida o atenuación de la condición eusocial en esas especies.
UNAS HORMIGAS MENOS SOCIALES
Es perfectamente lógico que, de la misma forma que la eusocialidad vino acompañada por una multiplicación de los quimiorreceptores, la pérdida de parte de estos conlleve igualmente una atenuación de esa condición tan especial.
Muchos de los genes del olfato perdidos por las especies parásitas son comunes a las tres estudiadas. Se trata, por lo tanto, de lo que los biólogos denominamos una convergencia, pues la pérdida de los genes en cuestión se ha producido de forma independiente en esas especies.
Dado que es muy improbable que tales cosas ocurran por casualidad, la consecuencia que se extrae es que se trata de una pérdida ventajosa, una de la que decimos que es de alto valor adaptativo, probablemente porque producirlos y mantenerlos conlleva un coste que no se ve compensado por una ganancia equivalente.
La metáfora resulta sugerente: en las hormigas, la adopción del esclavismo conlleva la atenuación o pérdida de la eusocialidad y de las capacidades sensoriales que la posibilitan. La evolución no sigue ninguna flecha temporal; la historia humana, seguramente, tampoco.