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Susan Crowley

04/06/2021 - 12:03 am

¿El futuro en manos del ruido?

Si nos atrevemos a incursionar en los sonidos y el ruido que han aportado artistas geniales, tal vez podamos cambiar por completo nuestra forma de apreciar la música.

John Cage nutrió su vasta obra de los silencios de oriente, que en realidad no lo eran. Foto: Especial.

Acostumbrados a escuchar música que nos complace, nos emocionamos hasta las lágrimas con temas románticos y sublimes y gozamos con la perfección de la armonía. Los sonidos que nos resultan desagradables provocan que bajemos el volumen o de plano cambiemos de estación. Recuerdo a un apasionado de los clásicos que, cuando no podía tararear los temas por ser complejos, detestaba al autor. Y es que la música clásica contemporánea no solo es imposible de corear, con su persistente atonalidad, puede provocar que nuestro sistema nervioso se altere. Sin embargo, cerrar los oídos, tal vez nos prive de un buen número de obras que son fascinantes por su amplitud de experimentación y sentido único de una belleza, “otra”, que no conocemos. Si nos atrevemos a incursionar en los sonidos y el ruido que han aportado artistas geniales, tal vez podamos cambiar por completo nuestra forma de apreciar la música. Vale la pena echarse un clavado a las raíces del cambio y recorrer un poco de ese mundo llamado música experimental.

La primera década del siglo XX tuvo un epígrafe: cambio, movimiento, mirar hacia delante, no detenerse ante nada. Con los avances industriales originados desde el siglo XVIII la idea de evolución y progreso logró inocularlo todo. La vertiginosa velocidad de una máquina se convirtió en el símbolo de una era que no se permitiría volver al pasado. Pero, así como el futuro pregonaba ser la mejor opción, el resultado de su apuesta fue atroz. Como una vorágine, la fuerza del movimiento terminaría por convertirse en dos guerras mundiales y el inicio de los totalitarismos. Europa viviría la más devastadora crisis.

En el arte, el rechazo a cualquier tradición convulsionó las ideas y provocó que los artistas se convirtieran en una especie de visionarios dispuestos a abrir nuevas ventanas a la percepción. Pocas veces en la historia se sucedieron, una detrás de otra, las vanguardias que vitoreaban el porvenir. El poderoso mecanismo que estimulaba la creación desbordó sus límites. Fauvismo, Expresionismo, Surrealismo, Dadaísmo y los múltiples y diversos “ismos” crearon manifiestos que entretejían la creación artística, la filosofía, la política y las ideas en una militancia permanente. O se pertenecía a uno de estos grupos, o se era enemigo, no había término medio.

Italia se autonombró la cuna del Futurismo, un movimiento que logró el más radical de todos los registros. Inspirado estéticamente en las vanguardias constructivistas rusas, se promulgó como una fuerza nacionalista a favor de la tecnología, la industria y la aniquilación de todo referente. Sus líderes funcionaban más como políticos embelesados con sus doctrinas, que como creadores libres. Justamente dentro de esta vanguardia, en la música concretamente, se llevó a cabo la reforma más incisiva. El sonido de las fábricas con las máquinas de engranajes perfectos, la locomotora implacable, las hélices de los primeros aviones, un barco a todo vapor cruzando el Atlántico, inspirarían la atonalidad.

Atrás quedaba cualquier intento de armonizar al mundo o al arte. Muy pronto los tanques de guerra entrarían a formar parte de los sonidos en las orquestas. Romper con todo en aras de la experimentación en contra de la rancia cultura. Espontaneidad, improvisación, locura. El artista estaba dispuesto a destruir cualquier vestigio, pero ¿qué ofrecía a cambio? ¿Cómo instaurar la experimentación y volverla el nuevo paradigma?

Para Giacomo Balla, Tomaso Marinetti y Luigi Russolo: “sustituir la limitada variedad de timbres que una orquesta procesa hoy, por una infinita variedad de timbres que se encuentran en los ruidos” implicaba alterarlo todo. Las familias de instrumentos y los músicos a cargo de ejecutarlos deberían entender que el sonido perfecto daba paso al ruido como centro creador. Nuevos ritmos, compases, escrituras que simulaban cuadros abstractos, el pentagrama sería insuficiente para reordenar todas las ideas.

El principio que fundamentó las nuevas teorías pugnaba por una noción que antes hubiera sido inadmisible: la belleza sería igual a la velocidad, a la energía de las urbes; la industria y la tecnología como leitmotiv; desterrar a los grandes compositores y dar la bienvenida a los ruidos generados en la vida cotidiana. El arte debería ser agresivo, aniquilador; no es extraño que el Futurismo se convirtiera en el movimiento favorito de otra maquina, esta sí destructora, el fascismo de Mussolini.

Más allá de este mito fundacional que terminaría en tragedia, Europa se dejó abrazar por los autores del cambio. En la más dolorosa y terrible destrucción el arte surge como una voz que renueva el lenguaje. Génesis de una nueva era, Marcel Duchamp se desvinculó de las tradiciones, y transformó lo sublime en una audaz estrategia. Los objetos ordinarios entrarían al mundo extraordinario del arte. La osadía de exhibir un mingitorio como una pieza de arte no era tan solo una provocación; promulgaba, en una era de cambio y funcionalidad, que todo objeto bien acabado tenía el derecho a pertenecer al mundo del arte. Con sus ready mades Duchamp abrió el camino a la nueva música.

Poco tiempo después, un soldado alemán lamía sus heridas mientras configuraba un universo de posibilidades surgido de la destrucción de un continente. Se autonombró artista y confirió a todos los seres humanos el derecho de formar parte de esa constelación, “todo hombre es un artista”. Su nombre, Joseph Beuys. Son muchas las aportaciones de este chamán, poeta y padre de la escultura social; quizá la más importante fue la facultad de ritualizar lo ordinario. Grasa, miel, un panal con sus abejas, piedras, un árbol, la voz humana, la naturaleza; todo envuelto en un halo religioso. Dicho así, parecería que su propuesta iba en contra de la modernidad; pero, al contrario. Nunca en el arte se hubiera pensado que las reliquias apuntarían hacia el futuro. Beuys terminó siendo el maestro de toda una generación de artistas jóvenes que basaban su práctica en los procesos y en la experiencia; sin leyes, sin teorías, sin imposiciones. Sin duda una de las aperturas de límites más importante que se ha dado en el arte.

Duchamp y Beuys habían hecho lo suyo. Ahora tocaba aportar su semilla al corazón del progreso, el sitio de la nueva religión: el poder económico. Estados Unidos de Norteamérica se alzaba delante del viejo continente como el paladín de la innovación. Fundamento del capitalismo, del consumismo y de lo desechable, era la nación que vendía una ilusión de estabilidad y paz, al mismo tiempo que inició una de las peores y más injustificadas guerras de la historia, Vietnam. Los intereses de un gobierno de doble moral, su fobia contra el comunismo, lo convirtieron en el impulsor de políticas de destrucción que muy bien emulaban la fascinación por el sonido de un proyectil que destruía poblados de inocentes. Solo en medio de esta fría y cruda realidad podía surgir un artista que fuera capaz de voltear los ojos hacia oriente como la raíz de la verdadera belleza.

John Cage nutrió su vasta obra de los silencios de oriente, que en realidad no lo eran. Permitió al ruido encontrar su propio equilibrio. Todo cabía en su obra: la idea del vacío pleno, del azar, del I Ching, del movimiento del Tao. Cage nunca se mostró solamente como un innovador, en él coexistían las voces de los grandes maestros europeos, el inventor de la dodecafonía Arnold Schoemberg, el padre de la música electrónica Edgar Varèse y el padre de la escuela norteamericana modernista Henry Cowell.

Su famoso piano preparado intervenido con objetos es todo un ready made. También lo es su fantástica pieza “Water Walk” hecha con ruidos de objetos domésticos: Una olla exprés, una licuadora, un patito de hule, un silbato. Aunque con esto dio mucho material a sus críticos, había cambiado la historia de la música. Pero quizá una de las noches memorables para Cage fue aquella en la que estrenó su famosa obra 4´33´´. En tres movimientos, el intérprete, ya sea orquesta o solista, debe permanecer en silencio durante este tiempo. El resultado de esta experimentación es que, en realidad, el silencio no existe ya que el clima que genera es opresivo y mucho más desgastante que una obra de música sublime. Los ruidos del ambiente, la incomodidad que provoca toser, el movimiento de cuerpos nerviosos, incluso las quejas, abucheos, los furiosos comentarios, las carcajadas de algunos y la salida intempestiva de quienes se sienten timados, compone la nueva y más grande obra experimental.

El poder de los conocidos Environments, que significa dar rienda suelta a la emisión de todos los posibles sonidos, impulsaron una verdadera transformación en la música. Hoy es considerado el precursor de grandes artistas como Frank Zapa, Brian Eno o el grupo Stereolab. De la mano del gran John Cage, sobre las estructuras anquilosadas y renuentes al cambio, el ruido había ganado la batalla.

Si te mata la curiosidad, puedes experimentar “Water Walk” en esta liga

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.
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