Tomás Calvillo Unna
19/05/2021 - 12:00 am
La ofrenda del amanecer
Los contenidos de la vida se han modificado velozmente caminamos sobre arenas movedizas.
Para quienes se han aventurado al viaje del Sodarshan;
en este aprendizaje acompañándonos.
Los contenidos de la vida se han modificado velozmente
caminamos sobre arenas movedizas.
Recuperar nuestro lugar, el de cada uno,
en el territorio de la mente,
es la tarea,
una disciplina más que necesaria,
indispensable para sobrevivir ante la mutación
donde la pérdida no solo de la identidad
sino de la acepción más profunda de la existencia,
está a la vuelta de la esquina.
La libertad para buscar dentro de uno
el sentido de las cosas
y experimentar el misterio fascinante de la vida misma,
están amenazados
por la avalancha que la interconectividad detona
y la proliferación de adicciones
que congestionan la atmósfera social
y ahogan la posibilidad y potencial
de encontrarse sin necesidad de aditivos.
Crucificados por los instintos codificados
hemos quedado inermes
en la vasta algarabía de la apropiación;
se escuchan los martillos golpear
con mecánica fortaleza
los clavos de los excesos;
proliferan sus ilusiones
y el costo del engaño adquirido.
Nuestros dolores, frustraciones, errores y demás nos golpean,
nos ensordecen, son las tormentas de arenas psíquicas;
ante las que debemos aprender a sostenernos,
a la intemperie durante las primeras horas;
esta sería una relevante practica educativa,
descubrir el poder de la elasticidad de la mente
a través de técnicas sencillas,
heredadas de antiquísimas enseñanzas.
Las tradiciones conservan mapas de ruta
para el viaje que emprendemos cada amanecer
y nos preparan para el que habrá de llegar
sin retorno posible, más pronto de lo imaginado
a pesar de vislumbrarlo cada día.
El mundo está hecho de preocupaciones,
acertijos por resolver, sus capas, sus dimensiones
nos impiden procesar la experiencia
de su naturaleza trascendente,
(Geología del Ser)
solemos quedarnos en uno de sus mantos,
que nos atrapan en la ingestión de lo inmediato
y sus contorciones.
Saber estar implica reconocer ese lugar
entre la maraña de necesidades y deseos
que nos alejan de nuestras raíces más vitales.
La ruta va del pensamiento,
al conocimiento
y de este a la conciencia.
Esta última es la que reserva el sitio
donde podemos encontrarnos a plenitud,
experimentar esa inmensidad que llevamos dentro
y ajustar su continua sintonía con el entorno,
aquello que antiguamente solían llamar:
los Cielos, 13, 7, innumerables,
según los números de cada tradición.
Lo cierto es que en medio del mundanal ruido
perdura como una isla prístina
esa constancia;
al recuperar la pauta de la respiración propia
no sujeta ya al vaivén de lo imponderable,
ni a la programación dominante
que estruja paulatinamente nuestra cotidiana manera de sobrevivir,
ni a la multiplicación de avatares que nos rodean
y en muchos casos nos enganchan
a sus fugaces y agotadoras lógicas.
En ese lugar, en su quietud encontrada y edificada
los vientos huracanados se apaciguan
y el recorrido inicia sin previo aviso;
los años encendidos como velas por apagarse
una y otra vez se suceden sin orden cronológico,
son la escritura que escapa al tiempo,
las señales de experiencias que se dilatan y encogen,
escenas cuyas densidades desaparecen,
y quedan ahí como ofrenda al fin
de una ternura inmemorial
que nos impregna de su soltura:
el desapego luminoso del agradecimiento per se.
Descubrirse así
en el buscado refugio de millones de peregrinos
que caminan en círculo,
asistidos por toda clase de creencias
expresadas en sus cantos;
la astuta devoción que advierte
del inconmensurable poder
ante la oscuridad que se retira,
y la presencia intermitente de las aves,
el pellizco de sus silbidos:
el despertar que retorna.
Sí, aquí en este rincón de la habitación
donde cada uno sostiene el mundo,
e intenta ponerse de acuerdo consigo mismo
al umbral de lo imponderable y su evidencia:
este sentir del corazón
junto al río de nubes,
su sagaz aventura biológica y
su ritmo conjugado de destino.
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