Antonio Calera
13/02/2021 - 12:01 am
Amarnos y devorarnos
Así, escribimos esto pensando en el hambre de nutrirnos unos por otros, de ser engullidos por aquel, una y otra vez e irse hallando a uno mismo a partir de enfrentarse a su hambre y, al mismo tiempo, con el hambre de ser en ese otro.
Por Melisa Arzate Amaro y Antonio Calera-Grobet
Esta vez, las líneas que usted tiene ante sí, estimado y fiel lector, van por nosotros y por todos los amantes. Los amantes de la vida, de la cultura, de la comida, en fin, sobre los amantes del amor esos seres humanos que conservan, contra todo pronóstico, a contrapelo de la programación del mundo que habitamos, la capacidad de sentir y hacerse en el sentir, de edificarse en la experiencia irrefrenable de la otredad y de darse, sin reparos, a quien se eligió para no sólo estar, sino existir.
Estamos yendo por la vida enamorados del amor, sólo siendo, apenas siendo al amar. Y vamos amando porque, sencillamente, no sabemos ni nos va otra manera de ser. Por ello acometamos este camino sin miedo y gracias ello: al ser, nos devoramos, nos estamos devorando sin límites, con miedo a la muerte que significaría el no vivir así. Amarnos, hemos aprendido muy bien ya, es lo único que nos queda. Más bien, es lo único que sabemos hoy que vale, lo único relevante, lo verdaderamente incontingente, la razón por la que el humano es: amar pero, sobre todo, amar a otro. Porque amarse está muy bien y es el principio de todo, pero la realización de la existencia viene sólo con ese placer supremo de tocar, habitar, devorar, ungir, soñar y ser en el encuentro amoroso con la otredad.
Así, escribimos esto pensando en el hambre de nutrirnos unos por otros, de ser engullidos por aquel, una y otra vez e irse hallando a uno mismo a partir de enfrentarse a su hambre y, al mismo tiempo, con el hambre de ser en ese otro. Más que un acto de beber y comer, filosofía humanista de profundidad ontológica: una eucaristía amorosa, una antropofagia absoluta de los espíritus que hayan podido y se hayan permitido sentir.
Tuvimos, un día dado en la historia, hambre: hambre de gorriones y hierba fresca, hambre de torrentes sanguíneos y sesos en ebullición de sueños y pensamientos. Entonces llamamos a la puerta con el olor reconcentrado de un caldo de carne (“Navalcarnero” podríamos llamarle) y barquitos de pera, para encontrarnos con un hervor de mil años, suma de señales de todos los que hubieron decidido vivir como nosotros, macerados en anís estrella y cuencos esparcidos por aquí y por allá, con azúcar o sal de mar. Tés y chocolate, panecillos calientes. Fuego de comales y anafres, de hornos como matrices dadoras de felicidad.
Y como es natural, con acercamientos de gato entre tiento sobrepasado por la curiosidad, tocamos nuestras espaldas y probamos el costillar de la luna, corrimos por los potreros de los toros salvajes y conversamos en sobremesas cortas o largas, interminables a veces, con la inercia de libros y películas, miles de anécdotas y análisis quema sesos de la realidad, chuscas, graves, gazmoñas, de dar risa; hablamos largo y tendido sobre las sopas de cuando niños, los guisos olvidados, las frutas que escurrieron su zumo en los veranos de antaño; deseamos cazuelas catalanas que habríamos de conseguir para hornear, tal vez cruzados por el reto de hacer un pato, un pescado con almejas o un paté de hígados como nadie ha soñado jamás. Se esfumaron las carnes frías, cortes calientes, ultramarinos finos; se destaparon vinos y licores encontrando nuestro propio canto.
Por supuesto también a galope del postergado porvenir, empezamos a irnos de boca, a correr queriéndonos por las estaciones de autobuses y los aeropuertos, abriendo latas, deslizando los filos por las verduras tiernas, a querernos por el contrabando de golosinas y antojos a los espacios tristes, partiendo con firmeza los quesos de la vida y untándolos. Nos vimos ya ahí, dispuestos a obsesionarnos con las palabras y las querencias, cuerpo a cuerpo, frente a sendos, caldos de piedra en Oaxaca, derivas por puestos de mercadillos pobres y finos, buscando jamones en España, congrís en Cuba y bacalaos en Portugal, la mera fritanga nacional. Faltaba más. Porque intuíamos, como quien más bien lo sabe de cierto ya, que esos instantes de felicidad son lo que tiñe a la vida, los claroscuros del barroco que nos hará sentir y levitar, incluso en medio de un entorno fatal.
Pero pronto tuvimos que arremangarnos. Se nos vino encima el vendaval de saliva. Había que decir y hacer y eso fue lo que hicimos: hacer amor para nosotros y los nuestros, para apaciguar el hambre hasta saciarnos de sazones que nos embriagaron las narices y el paladar, pero también los pechos que, henchidos, se levantaron hasta incendiarse, con el calor de la belleza y la verdad: fuimos testigos de la máxima expresión de pureza que aún existe si se elige ser y estar, quedarse para desayunar, comer y cenar. Con los otros y muy orondos, felices, montamos mesas con flores abiertas y panes de ver, para proferir belleza y reiterar el cariño tejido como mantel de mimbre que suda olores de bosque y tierra, con botellas de dicha y platones de historias vividas. ¿Que si hemos servido unos guisos más afortunados que otros? Pues, sí, seamos sinceros, pero ni modo. Eso sí, todos signados por la misma declaración, entrecomillada para dejar siempre claro lo primordial: hacer saber que el amor entre nosotros es real, que debemos protegerlo e irradiarlo a quienes aceptaron continuar el camino de la vida a nuestro lado, dando de comer al otro, en la boca si es posible, como señal de cariño y resguardo. Leímos –y leemos aún—entonces así, cada vez que fue posible, la Carta Magna del Placer, que se dice en incisos de honestidad, verdad y goce, armados con el vocabulario de los platos y los cubiertos, con los vapores de las ollas y el aceite chisporroteando desde las sartenes bien calientes, listas para sancochar y caramelizar los afectos que se queden y se sumen al vuelo, porque esos son los que cuentan.
¡Cuántas veces las mesas fueron trincheras desde las cuales avanzamos y retrocedimos! Fueron y vinieron platos, como las palabras que cargaban peticiones o temores sembrados por los dolores de antaño. Y acabamos por fumar la pipa de la paz, con olor a albahaca, orégano y azafrán. Así, de poco en poco, se hizo el swing, el vals de chocolate caliente y té negro, las mentas y las pastitas, la mermelada de higo para untar.
Mano a mano firmamos los tratados de pan: los que guardan el respeto absoluto a la devoción de amar. Ritualizamos, ritualizamos, ritualizamos, siempre, todas y cada una de las comidas, desde el huevo tibio con rocío de mañana, hasta la leche con miel de la noche, pasando por las carnes al punto y los tuétanos con sal. Llenamos de gracia todas las reuniones, así en gala como en pijama, en la salud y en la enfermedad. Un agua de piña fue tanto mimo como un par de docenas de ostiones a la Rockefeller, o un sencillo plato de arroz con leche luego de unas sendas albóndigas con aire a memorias de familia que nos hicieron lo que somos hoy: hombres y mujeres de todos los tiempos y las razas (cada quien ya añorará los platillos que obturen las cuerdas de su geneaología), que creyeron en la bondad del querer, en el poder absoluto del amor y en la comida como lenguaje para decirlo todo y comprender aún más. Los remansos de paz, como claros en medio de lo cotidiano, son surtidos por tortitas de jamón, tostaditas de lo que caiga, restitos en budineras, bocaditos improvisados con lo que se vea por ahí encimita para picar.
Así es como hemos decidido vivir la vida. A pesar de todos los golpes y con la fortuna absoluta de saber hoy lo realmente importante: estar aquí y ahora, sentados a la mesa, enlazados por la comida verdad, viandas vueltas historia corriendo desde al gañote, platillos antiguos alimentando nuestra sangre, pues no habrá nunca de contravenirse la misma verdad que la hizo plasma: la honestidad. Alimentamos, pues, así, a nuestros niños, los nuestros y los de los pares, futuro de nuestra cultura, pequeños iluminados yendo por el camino de conocer el sabor de la vida, aprendiendo a decir que aman, a gritar que aman y a amar. Porque donde comen dos que amen cabrán tres, cuatro o una docena que, multiplicada por lo que deseamos, lo empecinados que somos en el ritual de amar, hará que quepan aún más en las mesas de un mundo nuevo.
Así es que queda nuestra única petición para ti, quien has saboreado nuestro amor hasta aquí: que ames y no destruyas a quienes viven por hacerlo o a quienes, porque lo hacen, viven. Te pedimos que ames de verdad y que lo digas en cada bocado, entre un trago y otro, cerrando la garganta para engullir y abriéndola, sobre todo, para decir teamos como principios sagrados, sean peras o manzanas, piñas, mangos, plátanos o papayas.
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