Tomás Calvillo Unna
03/02/2021 - 12:00 am
Los Dioses también envejecen
El reciente hallazgo del antiguo Tzompantli reedita la imagen de los cautivos de la COVID sacrificados en el pasmo de otra guerra florida que emerge en la dilatada historia de un encuentro cuyo sentido aún se ignora.
El reciente hallazgo del antiguo Tzompantli
reedita la imagen de los cautivos de la COVID
sacrificados en el pasmo de otra guerra florida
que emerge en la dilatada historia de un encuentro
cuyo sentido aún se ignora.
No conmemoramos la fundación y la conquista de Tenochtitlán,
ese escenario estará ahí,
transformándose hasta el fin de los tiempos;
lo que se conmemora es el cambio de los dioses:
el concepto que estructura el mundo por siglos;
es ello lo que debe ser atendido en esta época
y darle así significado a las fechas y sus apuntes.
La madre cultura como la madre tierra
se desprenden de sus anteriores vestimentas,
de sus ancestrales principios;
están dejando de estar, están dejando de ser.
Son la serpiente en sus cambios de piel.
Estamos en el umbral de una era
cuya visión y parámetros requieren
de nuevas formas de entendimiento
y convivencia;
los mismos dioses han partido
y su lugar comienza a ser habitado
por una profunda devoción,
en sus más hondas dimensiones,
que busca las respuestas:
los signos para proseguir el viaje de la vida;
sin miedos, sin enojos,
cristalizando la experiencia
de saberse cada uno:
el templo de una luz
que alumbra el dolor inútil
de la pretendida posesión:
impedir la asfixia de la ansiedad.
El saber compartir y soltar,
comienza a propagarse sin discursos;
es la respuesta del ritmo
que la propia vida se da
al descubrirse en sí y por sí misma.
El cuerpo Crístico, el Om,
resaltan el testimonio de la conciencia
que articuló una pertenencia común
cargada de paraísos e infiernos:
conquistas, conflictos, guerras,
períodos de paz; el mismo devenir
que derivó en esta nombrada era
de la globalización del mundo contemporáneo.
Las estructuras,
las llamadas instituciones civiles y religiosas
han administrado esta densidad cultural
de saberes múltiples que advierten
de la condición humana
en sus dilemas existenciales.
Lo que está en juego hoy,
lo que se desestructura en sus entrañas,
es la conexión de esa visión ordenadora,
encarnada en una materialidad
que llevó a la actual experiencia híper-tecnológica,
donde se desmantelan las dimensiones
del tiempo y espacio tradicionales,
y se arrincona (por decir lo menos) al cuerpo,
dejando a la mente expuesta
para absorber la evaporada materialidad
de la virtualidad y la información;
los datos desencarnados del reino
de las estadísticas y los algoritmos
que impregnan secuencias y condensan
la llamada realidad
e imponen una homogeneidad numérica
que destaza la relación espacial y temporal
de procesos civilizatorios conformadores
de nuestro quehaceres y creencias.
Hemos derivado
en este desasosiego tecnológico,
no ajeno a la orfandad existencial
apuntada por la filosofía
desde su inicial asombro.
Esta es la era de la transmutación
que estruja los propios cimientos
de la conjugación del verbo
en su acepción más vasta.
El aliento, el aliento de vida
se requiere para proseguir
con las respuestas propias de lo cotidiano;
alterado por la emergencia mundial que se vive,
encuentra su camino
en la unidad indivisible de la conciencia,
en su propio descubrimiento
de la comunidad original
que habita en toda experiencia humana
y en la libertad adquirida en su silencio innato
que se presenta, al ahondar
en el ejercicio devocional de su interioridad.
La gimnasia del ser, antiquísima práctica,
retorna sin el peso de sus ropajes históricos
y en la desnudes de la soledad que nos confronta
más allá del tránsito cultural elegido
y sus propias enseñanzas.
El retiro en medio del mundanal ruido
se convierte en el lugar elegido durante siglos
por los peregrinos sedientos que atestiguan
la hoguera de lo visible que se consume;
mientras la duda de la carne
perdura en los márgenes del deseo.
Es el exilio nuestro que interroga
ante el destino que se asume:
el desafío de la fe
es la apuesta.
No permitir que el miedo
anidé en las fibras del ser,
despojar al horror
de su pretendido dominio;
es la destreza de cada amanecer:
la dignidad de la vida
al saberse ante la muerte.
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