I
Nuestra civilización ignora,
¿qué estamos haciendo aquí?
A pesar de los enormes avances científico y tecnológicos,
el sentido de la vida parece dejar de tener importancia.
Vivimos una dinámica instintivamente tecnológica
y determinada por su lógica implacable: más y más veloces.
Cantidad y disolución del tiempo
se han convertido en máximas
que condicionan nuestra cotidianidad.
Es la cultura de la alienación de los sentidos.
La pandemia de la C19, es una alerta existencial:
expresa el fin de las certidumbres
y una fuerte abolladura a la carrocería del ego mundial
que creía dominado el proceso civilizatorio;
encaminándose al diseño de la inteligencia artificial,
contundente en sus propósitos y resultados
y atrapada en sus casi infinitas combinaciones
que absorben nuestras tareas
y las reducen a la red expansiva del consumo.
(esa ansiedad encarnada
que asemeja el engranaje del poder)
De pronto se descubre nuestra vulnerabilidad
y el dolor humano se multiplica;
se pretende reducirlo a una estadística creciente
que pierde toda proporción imaginada
y expande la indiferencia como respuesta.
La tragedia es tal
que los principales actores involucrados
se vuelven insignificantes;
(atrapados en la supuesta normalidad)
al buscar minimizar y ocultar la realidad.
Craso error,
ni el sujeto de la historia tan recurrido
amortigua el presente;
éste se desborda desde las mismas estadísticas
afectando la conducta y responsabilidad colectiva
al pretender domar la tragedia con un juego absurdo
de números mal calculados muchas veces
o simplemente maquillados.
La falla se encuentra en la manera elegida
para asumir la realidad,
al anteponer una muralla de egos
que se fracturan cada amanecer
ante las evidencias que emergen
en los hogares y las calles de nuestras ciudades.
La fuga del poder,
desarticula las posibilidades de resolver
los problemas que se acumulan con la pandemia:
una señal de alarma
que nos debería de comprometer con la verdad
del día a día
y modificar radicalmente el quehacer político,
entendiendo los tiempos que obligan
a recuperar y rehacer lo esencial
de nuestras relaciones personales
y colectivas; no es un pasaje más
es una inflexión sistémica que atañe
a la psique colectiva
y a las estructuras de los poderes
y sus articulaciones.
Estamos en un periodo de mutación
y se requiere de una alta dosis de empatía
bien distribuida
y un carácter firme para impedir el libre tránsito
del crimen
en el territorio de la política y sus procesos
de representación.
Es la mínima condición para que el país logre
la cohesión indispensable
que un régimen democrático puede ofrecer.
Lo demás seguirá siendo el juego perverso
de un pragmatismo dispuesto a habitar el mismo infierno.
II
El espíritu de la nación está extraviado;
cuando se le nombra
se confunde con la antiquísima pirámide del poder
centralista y autoritario,
no con el Centro de Unión que evitó en el s. XIX
la desintegración de la República.
Se nos heredó un vasto territorio
que une el norte y el sur de un continente
y en sus otras raíces y horizontes
se encuentran las civilizaciones
que nos separan y vinculan
con los grandes océanos del Atlántico y el Pacífico.
Somos un país esencialmente plural
en nuestra composición étnica y cultural,
pretender reducirlo a las limitaciones
de los partidos políticos que se disputan el poder
es la expresión de una confusión de origen,
de una pobreza intelectual más que grave
y de la desigualdad endémica
de la que viven los discursos más panfletarios
de las llamadas derechas e izquierdas.
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