Tomás Calvillo Unna
04/11/2020 - 12:00 am
El diálogo: la llave de la democracia
La política respira en esta atmósfera, se nutre de ella.
Empezar desde cero, suele ser una expresión semejante al va de nuevo,
e incluso metafísicamente se vincula
al antiquísimo concepto de la resurrección,
aunque este implique, más bien,
un salto cuántico de dimensión de la misma vida.
Pero no obstante conserva esa resonancia,
de reinicio, de intentar otra vez,
de jugar con el tiempo; al tentarlo y tensarlo
para mostrar qué hay un siempre en el presente,
es decir,
continuamente estamos iniciando las cosas;
incluso con un poco de dilatación teórica,
advertir que la vida misma está una y otra vez comenzando,
lo que no excluye que también, una y otra vez se termine;
en ese lapso se da la experiencia, nuestra experiencia.
Y en realidad este ritmo marca el acontecer social, político y demás.
Si nos ubicamos en la discusión de la vida democrática hoy en nuestro país, esquemáticamente reconocemos esos pulsos e impulsos:
un nuevo tiempo que llega (la 4T)
y sus adversarios calificándola como un retorno al pasado.
Una discusión que pone en evidencia esa estructura psíquica,
llamémosla así, del propio devenir,
nuestra relación con el tiempo y sus modalidades sociológicas e históricas.
La historia es fascinante por ello,
se convierte en el territorio de la imaginación misma
que se enfrenta a su contraparte: la ilusión.
Al final juega varios papeles:
el sostener un relato personal o colectivo,
donde la verdad de lo acontecido es relativa
lo que importa es el argumento, su capacidad y destreza
para y desde el presente incidir en el ejercicio del poder.
Además, es un mapa cargado de rutas, huellas, signos
que permite sentirse partícipe de una tarea que nos antecede
y de alguna manera también nos ayuda a reconocernos;
ahí aparece todo ese complejo ejercicio de identidad
para evitar el naufragio de la propia existencia cotidiana,
incluso en otro nivel,
para disminuir el sentimiento de orfandad del ser mismo,
de nuestra propia vida.
La política respira en esta atmósfera,
se nutre de ella,
así el mismo poder que es su dínamo
encuentra los diversos lenguajes de su quehacer.
El tema se complica,
cuando se toma demasiado en serio este asunto
y se pierde la proporción;
esta última tiene un sinónimo más que relevante:
el balance,
el mismo que se traduce
en forma práctica
en un quehacer fundamental
para mantener el ritmo de las cosas políticas
que en el siglo XXI, seguimos nombrando: democracia,
ya sea, como realidad, inspiración o aspiración.
Ese quehacer, sin el cual se desnaturaliza la proporción,
se pierde el balance y se erosiona la democracia,
es una práctica común de la colectividad humana: el diálogo.
Así de sencillo y contundente es la esencia de la praxis política
que busca hacer presente el presente
y darle así sentido y oxígeno
a los relatos del pasado como escenarios verosímiles.
Sin diálogo no hay democracia, no hay política
y la historia se convierte en una fantasía,
en un monólogo, una disonancia de monólogos,
que poco tienen que aportar a nuestra realidad,
tan exigente en su complejidad y tan urgida de paz, seguridad, prosperidad
y demás artes de una verdadera política profunda.
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