Jorge Alberto Gudiño Hernández
03/10/2020 - 12:03 am
Mafalda
Al margen de lo mucho que me pude entretener con su humor exacto, me mostró ciertos actos de magia que, con o sin truco, me siguen sorprendiendo ahora. Vida eterna, pues, para Mafalda.
Durante algunos años de mi adolescencia fui, como muchas personas que conozco, a visitar a mi abuela los domingos. Nuestra relación no era muy buena y, víctimas de nuestras edades e intereses, resultaban aburridas las reuniones dominicales. Su departamento era muy pequeño, así que tampoco se podía escapar demasiado. En la estancia, mi madre, mi abuela y mi hermano pequeño. En la recámara, yo. Insisto: aburrido.
De las pocas cosas que me rescataban de mí mismo estaba el periódico. Nunca supe por qué mi abuela estaba suscrita al Excélsior. El asunto es que le llegaba a diario. Yo ya había descubierto, años antes, en casa de mi abuelo, la cruel realidad de los monitos: eran breves y, para colmo, sólo salían los domingos. Así que me tardaba apenas unos minutos en consumirlos ávido. Fue ahí que me topé, por vez primera, con Mafalda. De nuevo, nada original. He escuchado muchos testimonios similares a ese primer acercamiento. A la fecha, me sigo preguntando por qué las versiones del Excélsior venían coloreadas, cuando los originales siempre fueron en blanco y negro.
¿Dos minutos? ¿Algo más? Tal vez el tiempo de reflexión que iba más allá de la sonrisa. Apenas eso. Luego, el aburrimiento llegando de nueva cuenta. Así durante semanas.
Descubrí, no sé cuándo, tampoco por qué, que mi abuela guardaba las Mafaldas. Así, recortadas de los periódicos anteriores. Las puso en mis manos un domingo cualquiera. El atracón fue bárbaro. Las leí compulsivamente. Descubrí varias cosas: que al leerlas de golpe, perdían su significado, primero. Lo sabe bien quien se atraganta: la comida engullida a altas velocidades no sabe igual, no se disfruta lo mismo y se corre el riesgo de la indigestión. En segundo lugar, que se repetían. Ignoro cuál era el convenio del periódico con el propietario de los derechos pero nunca publicaron todas las tiras. Así que la repetición me llevó de nuevo al aburrimiento.
Muchos años después, en la casa de campo de un amigo (eso siempre suena a excesos), descubrí en el buró Toda Mafalda. Un nuevo atracón. Entre los mitos que ya había escuchado, las tiras que leí, los pequeños libros de colores en ese extraño formato que habían caído entre mis manos y la necesidad de volver a esas lecturas, pasé horas leyendo el inmenso tomo. Incluso me recuerdo intentando terminarlo en la carretera de regreso.
Descubrí, otra vez, asuntos importantes. Como que la edad, la relectura, los conocimientos y los intereses de uno cambiaban la sustancia de lo leído. Nunca antes había descubierto tanto acerca de los diferentes niveles de lectura. Mafalda puede ser el ejemplo perfecto a la hora de pensar en los múltiples lectores modelo que existen para un texto dado.
Como con muchas lecturas, dejé de consumir obsesivamente Mafalda. La realidad, sin embargo, se empeñó en que la tuviera presente cada tanto: se aparece por doquier con una muy peculiar oportunidad. Cuando me topo con un recorte, con una tira entera, con una publicación en redes sociales, me da la impresión de que no sólo esa pequeña niña está retratando el momento justo de la coyuntura social, política e histórica sino también, gracias a una alquimia que no alcanzo a descifrar, que me lo está diciendo justo a mí, a cualquiera de los lectores que he entrañado en ese diálogo de décadas que tengo con la pequeña.
No es cosa menor ese pase mágico de druida. Muy pocos autores lo han conseguido. Quino es uno de ellos. A diferencia de muchos, yo no lo conocí, no tengo sus libros firmados. Vamos, ni siquiera tengo todos. No importa. Al margen de lo mucho que me pude entretener con su humor exacto, me mostró ciertos actos de magia que, con o sin truco, me siguen sorprendiendo ahora. Vida eterna, pues, para Mafalda.
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