En palabras de Nietzsche: “Todo aquel que alguna vez construyó un nuevo cielo encontró antes el poder para ello en su propio infierno”. El sentimiento religioso se ocupa de una ilusión inagotable: la creación y la destrucción.
El “yo” se consume en una sádica idolatría, la afirmación de Dios. Dostoyevski tenía una máxima: “El sufrimiento es la única causa de la conciencia”, y yo agregaría, de la santidad.
Por J.M. Lecumberri
Ciudad de México, 1 de agosto (BarbasPoéticas).- Toda religión o doctrina es la expresión sádica de un Dios cualquiera. Como nos informa Mircea Eliade con su gran erudición sobre las religiones:
“Estos acontecimientos patéticos y a veces espectaculares nos revelan un modo específico de la existencia divina, concretamente un modo de existir que implica la derrota y la muerte, la desaparición en forma de sepultura (Baal) o desmembramiento (Môt), a la que siguen unas reapariciones más o menos periódicas […] Se trata, sin embargo, de una nueva creación religiosa que trata de integrar los aspectos negativos de la vida en un sistema unitario de ritmos antagónicos”.
Estos ritmos de creación y destrucción que encuentran el placer en la forma y no en su enunciación, convalidan el hecho sádico de la pureza que participa del ser que sólo se mantiene para destruir al otro.
Si bien es cierto que, siempre hay una espera de un eterno retorno, en las palabras de Nietzsche: “Todo aquel que alguna vez construyó un nuevo cielo encontró antes el poder para ello en su propio infierno”, es decir, la victoria de Maya sobre Maya, interminable y cíclica, el principio de toda fuente y la resonancia de todo sonido muere y prevalece en el seno de una ilusión inagotable, la de la creación y la destrucción.
Este sadismo lo soportamos por su inexplicabilidad, por su banalidad en tanto nos permita dar profundidad al movimiento, a la oscilación aparente del mundo y del lenguaje.
Flujo y reflujo de la sed, la palabra y su infinita soledad, la oración y la enunciación convertidas en gemidos y alaridos por el espasmo del amor y, a medida que aumenta la piedad, se testimonia ese inquietante y obsesionado temblor hacia lo inconcreto, que nos roe y nos pudre con todo su enigma y su fatalidad, entonces nos volvemos insensibles al éxtasis y a la magia, justo cuando más los necesitamos, la indolencia nos convierte en las víctimas ideales, y el Orden del Mundo nos toma por objetos sacrificiales, sin haber aprendido a morir nos atrevimos a amar.
“No hay en absoluto ningún otro acto libre que nos esté permitido, salvo el de la destrucción del yo…” (Simone Weil), la nada desaparece y sólo la muerte es audible, una profunda necesidad de explicación racional ocupa el sentimiento religioso, asociados en ese sentimiento la pureza y la destrucción se yerguen y dan perfil a los límites vacilantes entre el dolor y el placer. Desgarrado en la vida, el «yo» se consume en la deliciosa perversidad de la idolatría, el sadismo de Dios o la afirmación de Dios “…desempeña un papel capital en la determinación de significación, pero no desempeña ninguno en la determinación de sentido…” (Deleuze). De ahí la máxima de Dostoyevski “El sufrimiento es la única causa de la conciencia”, y yo diría de la santidad.