María Rivera
22/07/2020 - 12:03 am
La memoria
La “nueva normalidad” no es otra cosa que la asunción de que ya nada es “normal”, que cada salida implica un riesgo.
Seguir en cuarentena cada vez es más difícil. Para las personas vulnerables, conforme pasa el tiempo, y el semáforo va cambiando caprichosamente de color, los trámites postergados, las citas médicas se comienzan a imponer. El problema es que no parece que la sociedad haya modificado sustancialmente su comportamiento, ni entendido la forma de propagación del virus. Debido a que no se informó con oportunidad, más bien se mal informó, tanto de la naturaleza del virus como el riesgo de contagio, no se han tomado las medidas necesarias para proteger a las personas. Pongo un ejemplo: casi ningún negocio, como los bancos, pero también pueden ser las veterinarias o tiendas, tienen políticas para personas vulnerables: no tienen horarios ni prestan facilidades para que aquellos que se ven obligados a salir lo hagan con la mayor protección posible. Adultos mayores que tienen que permanecer en largas filas o en salas de espera. Clínicas que mezclan en sus salas de espera lo mismo a pacientes de urgencias, que estudios programados. Es como si la gente no entendiera que las reuniones de personas en espacios cerrados son peligrosas por el aire contaminado que respiran. La nueva normalidad ha producido en mucha gente un fenómeno de incomprensión alarmante porque en lugar de generar medidas de protección exigen a la gente que asuma un riesgo que es fácilmente evitable con medidas de distanciamiento obligatorio. Obviamente, es ya delirante que, además, la gente no use cubrebocas. Esto pensaba, con desaliento, hace unos días: tarde o temprano la gente más vulnerable se terminará exponiendo al virus en la medida en que la epidemia no se contenga, siga creciendo exponencialmente, en un periodo de tiempo cada vez más prolongado. La “nueva normalidad” no es otra cosa que la asunción de que ya nada es “normal”, que cada salida implica un riesgo. Nuestras vidas se han modificado radicalmente, y quedan pocas cosas que se parezcan a nuestra antigua vida. Frustrados, vivimos en nuestras casas lo más cercano que conocemos a nuestros días antes de que el coronavirus emergiera en Wuhan. Pero aún esa normalidad se ha vuelto anómala: habitar tanto tiempo un espacio hace que se revele como desconocido, paradójicamente. De pronto, la casa se convirtió en oficina, en salón de clases, en espacio de trabajo: reparaciones, fugas, plagas, todo lo que solíamos resolver de maneras muy prácticas y rápidas comienzan a volverse tareas titánicas: hormigas, grillos, arañas. Los desperfectos y las faenas, se anuncian como novedosas y pequeñas calamidades domésticas que ocupan nuestra vida. Descubrimientos de las instalaciones defectuosas, las baterías descargadas de coches varados, las tareas de limpieza que no solíamos hacer aumentadas porque habitamos todo el tiempo el mismo espacio. La casa como un refugio, pero también como una cárcel donde nos descubrimos en pijama a las seis de la tarde, después de haber estado trabajando. Los que se dedicaban a trabajar por su cuenta, mal pagados, sin seguridad social, convertidos en privilegiados que pueden quedarse en su casa, trabajar o estar desempleados por Zoom. Pero qué ganas de salir como si hubiese una ventana al pasado: esos días en que nos mezclábamos alegre y despreocupadamente entre la gente, que íbamos al súper sin sana distancia, sin cubrebocas, sin caretas, que no desinfectábamos la compra, el correo, el dinero; que podíamos hacer trámites en una simple hora sin arriesgar nuestra vida. O aquellos días en que podíamos ver a la familia o a los amigos más allá de una pantalla, cuando atendíamos a comidas, cenas, fiestas de cumpleaños. Nuestra vida distópica, nuestra nueva vida, donde los otros, todos, son un riesgo y donde el contacto cercano ha perdido su semántica humana. Ahora pienso, por ejemplo, en la última fiesta a la que fui en casa de mi padre. Aún recuerdo el comedor, el mantel que esa tarde estaba puesto, los platos, las copas y los vasos como si de un cuadro se tratara: un comedor suspendido en el vacío, sin piso, sin paredes, sin castillos. Eran los días despreocupados de principios de septiembre de hace tres años, y había todavía vitrina, paredes y volandas, cortinas y los pequeños vitrales de puertas que hace muchos, muchísimos años ya, pintamos de niños. Recuerdo esa tarde, con los amigos de mi padre, como tantas otras, de otros años, con largas y degustadas sobremesas: risas y burlas, ingenios vituperinos y tiempo, sobre todo tiempo gozoso, que se desplegaba, moroso y pleno, despreocupado. En mi memoria aquella tarde aparece como un instante suspendido antes de la catástrofe que unos días después, se llevaría la casa, los manteles, las cortinas, y el rostro que siempre tuvo mi padre antes de las mudanzas, el cáncer, las enfermedades que vinieron como hermanas de la catástrofe que no dejó más que aire, cielo, donde alguna vez estuvo el edificio.
Luego, vinieron estos días, que nadie hubiera imaginado fuera de las ficciones apocalípticas, cuando apenas nos recuperábamos. Qué le vamos hacer, querido lector. Tendremos que seguir atesorando nuestros recuerdos en lo que la humanidad descubre una vacuna o una cura que nos regrese a ese privilegio de vivir despreocupados, fuera de nuestras casas, con los nuestros, como siempre vivimos: hasta que esta nueva normalidad pierda el adjetivo y regrese esa que solíamos tener, solita, la normal normalidad donde vivimos hasta diciembre del año pasado.
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