Junto con Halloween, el filme de Sean S. Cunningham fue el primer éxito masivo del cine de asesinatos seriados, que mezclaba el espectáculo de desnudos femeninos y violencia gore con connotaciones moralistas.
Por Ignasi Franch
Madrid, 06 de mayo (ElDiario.es).– 1978. Halloween. Un joven realizador, John Carpenter, impresionó con un filme de terror de presupuesto ínfimo ambientado en un barrio suburbial de una pequeña (y ficticia) localidad estadounidense. Un asesino fugado de un hospital psiquiátrico asediaba y mataba varias personas. El planteamiento era minimalista: se renunciaba al suspense y se confiaba en una narrativa visual de imágenes flotantes y fluidas, en la presencia desasosegante de una amenaza quietista y silenciosa, en el atractivo de una banda sonora sencilla pero memorable.
Con unos pocos elementos astutamente mezclados, Carpenter consiguió un clásico, Halloween, que terminó de definir un género prefigurado a través de obras como Navidades negras o Masacre en el autocine: el cine slasher. Con ello, llegaban a Hollywood y su periferia los asesinatos seriados que llevaban años concibiendo directores italianos como Dario Argento o Mario Bava, en ocasiones con un pie en el misterio hitchcockiano, siempre sangrientos y liberados de la nueva censura (en forma de aplicación restrictiva del sistema de clasificación por edades) imperante en Hollywood desde 1968.
El resultado artístico y comercial de la obra impresionó a Sean S. Cunningham, un cineasta que había firmado varias películas eróticas y comedias familiares. Hasta ese momento, el punto álgido de su carrera había sido coproducir La última casa a la izquierda, una versión libre y contemporánea de la bergmaniana El manantial de la doncella. La había firmado el futuro autor de Pesadilla en Elm Street o The People Under the Stairs: Wes Craven.
Cunningham quería realizar una imitación del éxito carpenteriano, así que publicó en la revista Variety un póster para captar inversores. Solo contaba con un título atractivo y una linea destacada en su currículo: “Del productor de La última casa a la izquierda llega el filme más terrorífico que nunca se ha hecho: Viernes 13”. La treta funcionó, el dinero llegó, y había que escribir un guión que todavía no había sido siquiera esbozado.
EL EROS QUE CONDUCE AL TÁNATOS
A la carrera, Cunningham y compañía partieron del modelo fijado por Halloween. Replicaron la estructura empleada por Carpenter. La acción comienza con un primer asesinato, filmado con una cámara subjetiva de connotaciones voyeurísticas, que tiene lugar años antes del resto de la acción. Una vez se había saciado el primer ansia de shock y violencia de los aficionados, tenía lugar la presentación de los personajes-víctimas que irían siendo ejecutados por etapas… salvo la heroína resilente que sobrevive los embates del criminal.
Viernes 13 llevaba la acción lejos de las cuadrículas urbanas de la América suburbial. Nos presentaba a un grupo de monitores que están preparando la reobertura de un campamento de verano, de aspecto bucólico pero marcado por un pasado truculento. Los diferentes personajes, más bien ligeros de ropa, trabajan poco, juegan mucho, se hacen bromas, fuman porros, practican un Monopoly nudista y flirtean. Era todo lo que se podía esperar de los exponentes más hormonales del cine de campamentos, con el añadido de que los personajes ignoran que un asesino les acecha.
En realidad, se seguían las normas del audiovisual exploitation (y androcéntrico) de toda la vida: dosis periódicas de Eros y de Tánatos, de exhibición de cuerpos femeninos y de violencia letal. Voluntariamente o no, el resultado recordaba a las hipocresías de unas propuestas que vestía el sensacionalismo con los ropajes de la advertencia moral, como tantas películas sobre consumo de drogas o trata de blancas rodadas en los años 20 y 30. No se elevaba una moraleja impostada como hacía el infame Dwain Esper (Marihuana), pero la tendencia a ejecutar al sexualmente activo dotaba al espectáculo de un cierto aire a pesadilla adulta sobre la conducta libertina de los jóvenes alejados de supervisión parental. Y de fantasía de castigo de estos.
Las connotaciones moralistas de ambas obras se reprodujeron de manera más bien inercial en decenas de imitaciones. Posteriormente, llegaría el debate metalingüístico, especialmente en el ciclo de terror adolescente de los años noventa compuesto por obras como Scream (con su personaje consciente de los códigos del cine de terror, y de la vinculación entre sexualidad activa y muerte abrupta) o Sé lo que hicieron el verano pasado (su heroína habla de los cuentos de terror “creados para advertir a las chicas jóvenes de los peligros de practicar sexo prematrimonial”).
La también posmoderna Cherry Falls ensayó una jocosa subversión al fabular sobre una comunidad estudiantil impactada por el asesinato de jóvenes vírgenes: las chicas y los chicos se veían empujados a copular para salvar sus vidas. Más allá del juego con las normas informales del slasher, la propuesta de Geoffrey Wright podía servir como plasmación metafórica de un subtema del género: el apremio sexual. Las conductas lindantes con el acoso, los deseos de doblegamiento de la castidad de la persona supuestamente amada, aparecerían en imitaciones de Viernes 13 como La quema, también ambientada en un campamento de verano donde abunda el derramamiento de sangre, y serían uno de los ejes de la primera Scream.
LA PELÍCULA MALA QUE GENERÓ UNA SAGA
Más allá de la desigual capacidad profesional de los diversos actores, y de las evidentes limitaciones de un planteamiento formulario materializado a toda prisa, el bajo presupuesto de Viernes 13 tuvo algún efecto positivo. La filmación sencilla de los acontecimientos, sin posibilidad de aplicar grandes artificios, posibilitaba un cierto aspecto de autenticidad. Y la conservación de una cierta dosis de misterio alrededor de la identidad del asesino, con ecos (invertidos) de Psicosis, decoraba el conjunto. Estas modestas virtudes no convencieron ni a la misma co-protagonista Betsy Palmer, quien declaró que el guion le pareció “un montón de basura”.
En realidad, la saga Viernes 13 ilustra las elevadas dosis de improvisación y azar que pueden impactar en la creación cinematográfica. Un susto final planteado en clave onírica sería el débil hilo al cual se agarrarían los responsables de la obra para plantear una secuela. Y la mitología de la saga se iría fijando sobre la marcha a lo largo de los filmes posteriores: primero cambiaría la identidad del asesino, posteriormente se transformaría el aspecto de este, y más adelante se produciría una escala progresiva (y y nada planificada) hacia territorios sobrenaturales.
El Jason Voorhes que tropezaba con el mobiliario o que caía tras una patada en la entrepierna en Viernes 13: 2ª parte iría convirtiéndose en un matarife invulnerable… ¿e inmortal? Una vez eliminada de la ecuación el misterio, la sucesión de asesinatos con técnicas rebuscadas y visualizados de manera gráfica tomaron el control de la saga. En un momento del documental Crystal Lake memories, elefantíasico repaso de toda la saga, el polifacético Tom Savini (creador de los efectos especiales de la primera parte) recordaba que la escenificación gore de las muertes es un elemento tan central del slasher como la visualización de eyaculaciones en la pornografía.
Más allá de trucos como la filmación en 3-D de Viernes 13: 3ª parte, sus responsables raramente aprovecharon los pequeños filones de los que dispusieron (como la potencialmente carismática heroína que protagonizaba la segunda entrega). Con la vertiente dramática reducida al mínimo, se optó por añadir efectismo en forma de resurrecciones y posesiones, extraños cruces de personajes (en Freddy contra Jason, el enmascarado del machete coincidía con el antagonista de Pesadilla en Elm Street) e incluso traslados a estaciones espaciales del futuro (véase la descacharrante Jason X). La ocurrencia desplazó a la creatividad y los aficionados no podían mostrarse demasiado decepcionados: la primera entrega ya no había sido muy buena.