María Rivera
04/12/2019 - 12:03 am
El arte y la cultura
«La nueva política cultural exhibe una realidad que causa perplejidad, cuando no indignación».
En realidad, tenemos poco que contar de temas estrictamente artísticos y culturales como antes, en la era anterior a la “cuarta transformación”, cuando solían ocupar la agenda pública o las discusiones en cafés y mesas de cantina, suplementos y revistas. Las discusiones más candentes de este año no han sido de orden artístico, y si han trascendido en el interés general, ha sido por obras que se relacionan con los temas políticos como sería la novedad editorial más celebrada del año, la espléndida novela El vendedor de silencio de Enrique Serna, editada por Alfaguara, sobre la vida del periodista de la era priista, Carlos Denegri, o la muy relevante exposición del artista Ai Weiwei, en el MUAC “Restablecer memorias” con la instalación dedicada a la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Ambos sucesos no fueron parte de un programa cultural gubernamental, sino de iniciativas privadas o universitarias.
Si antes la Secretaría de Cultura se ocupaba de los temas artísticos y culturales, este año se redujo a promover un solo programa, y más que a éste, a la nueva política cultural consistente en la apropiación cultural de las comunidades indígenas con fines políticos y propagandísticos, que tramposamente llama “redistribución de la riqueza cultural”, como si la riqueza cultural pudiese “redistribuirse” a través de tuits y lemas propagandísticos, tardeadas multicolores centralistas, con niños y jóvenes. El eufemismo, en realidad, dice: redistribución del presupuesto cultural, aunque aun así sigue siendo tramposo: buena parte de los recursos “redistribuidos” se ocupan en una nueva burocracia de gestores culturales, no en productores de cultura ni en volver asequibles los bienes culturales para todos.
El descuido, o mejor dicho, el desprecio que las autoridades culturales sienten por la cultura y el arte, no constreñidos a una solo grupo de la población, ha sido patente en este año. Piénsese, por ejemplo, que en la FIL de Guadalajara, que transcurre estos días, la Secretaría organizó un programa de tan solo cuatro actividades, a cargo del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas. Eso aparece en la programación general de la feria, con el título “Actividades de la Secretaría de Cultura”, como si en realidad, la SC fuese una dependencia del INALI y no al revés. No les mereció la pena, ni el uso de presupuesto, organizar un programa de actividades con un grupo de escritores plural que la propia institución cultural promueve a través, por ejemplo, de sus premios nacionales de literatura otorgados por el INBAL, pero sí encontraron, como siempre, legítimo participar en actividades para irse a pasear por los pasillos y fiestas de la feria, a costa del erario, como solían hacer, los mismos, cuando operaban el proyecto cultural de Peña Nieto.
La diferencia pues, es más bien decorativa y esencialmente ideológica: las altas funcionarias cambiaron el blazer por el huipil para pasearse por pasillos arremolinados mientras, imagino, sostienen en corto, como lo hicieron con un grupo de creadores hace meses, que el nuevo gobierno tiene otras prioridades más acuciantes que la cultura.
Resulta muy obvio, ahora, a un año de que tomara posesión el gobierno, que el presupuesto está supeditado a la visión excluyente que el Presidente López Obrador tiene de la cultura, como lo evidenció en una mañanera. La nueva política cultural exhibe una realidad que causa perplejidad, cuando no indignación: está determinada no por la naturaleza, compleja y plural, de las diversas manifestaciones artísticas y culturales (que han dejado de promoverse), sino por una construcción simbólica unívoca concebida desde un poder que más que “incluyente”, resulta excluyente y autoritario.
El atentado contra esa pluralidad no es exclusivamente contra la comunidad artística, sino contra el patrimonio de los mexicanos y a la larga será muy costosa para el país, porque el arte y la cultura, lejos de ser prescindibles, crean identidades vivas. No es posible supeditarlas, sin que desfallezcan, a la línea ideológica del poder político.
Aquí cabría que cuestionar la legitimidad de esta construcción identitaria-nacional y el uso de recursos públicos avocados a beneficiar, de manera cada vez más exclusiva, solo un tipo de manifestaciones culturales.
Nuestro presente, el otro día resumíamos varios artistas, en una reunión, es avasallador y hasta peligroso porque todo lo ha ido devorando la discusión política y su polarización. Aun así, convenimos, es imperioso atenderla, ejercer la crítica, luchar contra la visión excluyente que el nuevo gobierno tiene del arte y la cultura, por “el bien de todos”.
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